De la vida cotidiana se pasa a la conversación como haciendo una pausa. Es un tiempo distinto, contemplativo. Salimos del mundo en el que estamos sumergidos, como el nadador saca la cabeza, o el caminante se detiene, para situarse o maravillarse. La experiencia es de libertad: desconecta de las presiones inmediatas y recrea. Ser en ese momento es una plenitud, dan ganas de quedarse ahí para siempre.
Entre las muchas formas de convivir, ésta parece la culminación del Homo sapiens. Comunicándose, la vida sube a más, toma conciencia de su propia realidad, sumergida en la realidad. En sus grandes momentos, la conversación es una comunidad en éxtasis. Puede ser una fiesta creadora de actos elocuentes, un manantial de añoranzas, deseos, visiones y proyectos.
¿Cómo vivir en ese nivel? ¿Cómo transformar la realidad en éxtasis compartido, o al menos instituir lugares y momentos para vivir así? No han faltado iniciativas, desde la prehistoria: cantar, bailar, jugar, reunirse junto al fuego y contar maravillas. Quizá la conversación empezó, precisamente, como el fuego: cayó del cielo y asustó, hasta que fue volviéndose un hogar de la tribu, un espacio acogedor y esclarecedor, donde la vida era más vida. Pero, ¿se puede instituir el éxtasis, organizar la inspiración? Las instituciones apagan la animación que les dio origen. Y, sin embargo, cayendo nuevamente del cielo o avivándose entre las cenizas, las conversaciones renacen, una y otra vez.
Hay muchos tipos de comunidades en éxtasis: las voces y el tam tam de la tribu en el trabajo rítmico, el coro, la liturgia, el teatro, la arenga carismática, los juegos, el jazz improvisado, la mutua comprensión, el amor recíproco y, desde luego, la conversación. Sin olvidar los éxtasis extraviados: la orgía, la quema de brujas, el motín. También hay muchos tipos de conversación, con formas de intelección (chismes, anécdotas, mitos, refranes, teorías y discusiones) que sirven para explicarse y criticar la realidad, para añorar mejores tiempos o soñar en un futuro mejor.
Claro que lo mejor está en ese lugar y momento. La conversación realiza (en la conversación) lo que añora o sueña (en la realidad). Produciéndose, produce, construye, educa, divulga, celebra, libera. Hace el mundo habitable y la vida vivible, sin más. Aunque puede inspirar, naturalmente, la extensión del éxtasis a la vida cotidiana, la construcción de un mundo mejor.
Algún Max Weber de la conversación debería fijar tipos ideales y documentar sus formas, para estudiarlas sin perderse en las confusiones (léxicas, conceptuales, casuistas) de su evolución. Debería separar instituciones afines. De la conversación nacieron, por ejemplo: la tertulia, la academia, el monasterio, la universidad, la imprenta.
Debería comparar formatos: por ejemplo, de las tertulias en el ágora de Atenas, el parque de Akademos, las termas romanas, los gimnasios, las peregrinaciones a la Meca, los atrios medievales, los pasillos, las antesalas, los lugares de estudio y de trabajo, los cafés, las cantinas, así como los lugares abiertos a la recepción social en palacios y casas.
O investigar temas especiales, como el género. ¿Qué institución era la de Safo: una tertulia de mujeres, una finishing school? ¿Cuál era el papel de Cleopatra en los coloquios del Museo de Alejandría? De Santa Marcela (354-411) en su palacio del Aventino, donde se reunía con otras patricias romanas para hablar de lo que leían en latín, griego y hebreo. De Sukayna (671-736), biznieta de Mahoma, que abrió un salón de poetas en su casa y no usaba el velo (Fatima Mernisi, The veil and the male elite). De Leonor de Aquitania, protectora de poetas y artistas en la corte más brillante del siglo XII. De Cristina de Suecia, que le encargó a Descartes el proyecto de una academia, realizado finalmente en Roma y continuado por sus amigos como Accademia dell’Arcadia (hoy Accademia Letteraria Italiana). De las grandes damas francesas que inventan los salones literarios de los siglos XVII y XVIII.
La tertulia nace de la cultura oral y la prolonga, pero el tipo ideal debe situarse (por comodidad) en los tiempos de la cultura letrada: en las reuniones de personas que leen. (Sería difícil estudiar las formas prehistóricas, aunque siguen vivas de muchas maneras.) Especialmente, cuando aparece la discusión crítica de las ideas tradicionales sobre el mundo, la vida y la conducta. Especialmente, en aquellos grandes tertuliantes que fueron Sócrates, Platón y Aristóteles. Pero ignorando (por ignorantes, no por otra cosa) las tertulias budistas y confucianas.
La conversación socrática puede ser llamada tertulia, aunque no tuvo la continuidad de la platónica: reuniones de los mismos amigos, en los mismos lugares; cierta vaga colegialidad que, al paso de los años y los siglos, se transforma en instituto, se vuelve escuela. Toda interlocución sostenida durante muchos años genera mutuas influencias, perfila afinidades y contrastes, hace escuela. Pero ya es otra cosa recibir novicios y formarlos, cobrándoles o no: operar una escuela, un gimnasio intelectual donde se hagan ejercicios y se impartan conocimientos. De unas instituciones salen otras.
Platón recreó las conversaciones de Sócrates, pero nadie hizo lo mismo con las suyas. Tiende a suponerse que eran semejantes, pero no se sabe realmente cómo eran, ni cómo se llegó de la conversación socrática a la tertulia más organizada que fue la Academia, ni cómo la Academia se volvió centro de enseñanza. En todo caso, cuando los sucesores de Platón convierten su carisma en institución pedagógica, se alejan de la tertulia. Prefiguran la escuela de novicios que ya aparece en la Regla de San Basilio (siglo iv), un admirador de Platón, que se fue de ermitaño y acabó como obispo fundador de repúblicas platónicas: los conventos.
El convento puede ser una comunidad en éxtasis a la hora de cantar o celebrar, pero no es una tertulia (aunque la palabra convento significó “reunión” o “convención” de solitarios que conviven la palabra divina). Tiene más elementos comunes con la universidad: el campus (sobre todo si los profesores y estudiantes viven ahí, como los monjes y novicios), que define el territorio de una especie de ciudad-Estado aparte, una república ideal con fueros; el documento constitutivo, la reglamentación, las jerarquías, los requisitos de admisión y permanencia; los ritos iniciáticos (como la tonsura de novicios, que pasa del convento a la universidad medieval y persiste en la práctica de las novatadas estudiantiles); la lectura, las bibliotecas y los libros de texto, los horarios, aprendizajes, disciplinas, caminos de perfección y graduaciones; el uso de la toga; la identificación con el hábito o camiseta del alma mater, la adhesión a las opiniones y prácticas autorizadas, las convicciones de superioridad, el desprecio del mundo (el mercado, los negocios, la política), el paternalismo hacia el común de los mortales (necesitados de redención) y hasta la palabra claustro.
Aristóteles transforma la tertulia en otra dirección: la colegialidad patrocinada, que reaparece en Alejandría, en Bagdad y en las reales academias de las monarquías europeas. A pesar de su dependencia del poder, en estas academias hay un fuerte sentido de colegialidad que recuerda la tertulia y su estructura horizontal, igualitaria, de pequeña escala. Cuando Cristina de Suecia visitó la Academia Francesa, preguntó si la reunión sería de pie, y le explicaron que no; que, desde los tiempos de Ronsard, en la tertulia de Saint-Victor, que Carlos IX visitó varias veces, los académicos se sentaban, como el rey (Frances A. Yates, Les académies en France au XVIe siècle).
Como institución, la real academia está en un punto medio entre la tertulia y la universidad. La libertad, igualdad y estructura horizontal son máximas en la tertulia, mínimas en la universidad. Las jerarquías, estructura vertical, número de participantes, formalización de procedimientos y presupuestos son máximos en la universidad, mínimos en la tertulia. La tertulia es el logos ácrata, personal, coloquial. La universidad es el logos burocratizado, impersonal, reglamentado.
Lo peculiar de las tertulias de café salta a la vista por comparación. Participantes: amigos muy opinadores, que analizan el mundo a su leal saber y entender. No es un coloquio de especialistas, ni una discusión entre desconocidos, ni una charla de amigos sobre su vida personal. Número: varios (no es una conversación entre dos), pero no tantos que la conversación se fragmente en grupos (como sucede en las recepciones y cocteles). Duración: cuando menos una hora (no es una conversación de paso, breve o apresurada). Puntualidad: elástica. Regularidad: no es una sola reunión, convocada para discutir tal o cual cosa, ni una reunión casual, sino habitual (en el mismo lugar, los mismos días, a las mismas horas, las mismas personas), aunque tampoco es parte de un ciclo, curso o seminario. Libertad: las reuniones no son obligatorias, todos opinan de todo, no hay agenda, autoridad ni moderador que fije temas, dé la palabra, silencie, haga resúmenes, formule conclusiones o entregue diplomas. Formalidad: ninguna, nadie va como representante de algo o de alguien, sino por su cuenta; no hay figura jurídica: nombre registrado, estatutos, actas, votaciones, mesa directiva, categorías de miembros, obligaciones, derechos, procedimientos de admisión y expulsión. Lugar: generalmente público, pero no de cara al público (como las mesas redondas). Propósito: ninguno, fuera de conversar, sostenidamente (por un buen rato, por enésima vez). Consumo: ligero, pero no de pie (no es un banquete, ni un coctel). Presupuesto: ninguno, cada participante paga su cuenta, y, si llega a haber un patrocinador, se limita a pagar el consumo. Nadie cobra ni paga por asistir o pertenecer a la tertulia.
Las primeras academias europeas fueron tertulias de renacentistas que leían, escribían, editaban, hacían música, pintura, escultura. Ahora son llamadas “enciclopédicas”, porque ya no se entiende, ni se sabe cómo llamar, la convergencia de todo en la plenitud. Se confunde con la imposible acumulación de especialidades, porque la universidad (y el mercado) impuso la perspectiva monográfica de los especialistas. Si el único saber es el monográfico, cualquier otro saber es deficiente y despreciable, como el diletantismo de los ”hombres del Renacimiento” o los “filósofos” de la Ilustración.
Las academias renacentistas nacieron como tertulias, contra la universidad; pero, así como el cristianismo que combatió al islam se islamizó en las Cruzadas, las academias tendieron a especializarse y formalizarse, como si tuvieran intereses profesionales. En 1582, apareció la primera academia de la lengua (Accademia della Crusca), para dar a la lengua vernácula (el toscano) una dignidad competitiva con el latín universitario. Después aparecieron las de derecho, ciencias, artes. Y ahora abundan las academias de especialidades extremas, paralelas a los centros universitarios, a los cuales sirven como lugares de encuentro, prestigio y relaciones públicas.
El prestigio de las academias tuvo un efecto perverso en su independencia. Los profesores universitarios las fueron infiltrando, porque ganaban puntos curriculares en el mercado de los servicios profesionales (si ejercían una profesión independiente) o en la competencia para ascender en la institución que realmente les importaba: la burocracia universitaria, eclesiástica, estatal. Los primeros infiltrados abrían la puerta a otros, y su peso creciente culminaba en el pleno control, con aspectos positivos, como poner al servicio de la academia los recursos de la institución poderosa. Así, las burocracias se fueron apoderando de muchas academias, como en el mundo de los negocios: por razones de sinergia corporativa. En algunas llega a ser perfectamente sabido que las elecciones para admitir nuevos miembros, nombrar a un director o tomar una decisión importante, están orquestadas por un alto personaje de tal o cual universidad o institución externa.
Esta hegemonía se reforzó con los profesores de tiempo completo. A diferencia de los abogados, médicos y otros especialistas independientes que viven de su profesión y atienden una cátedra universitaria para servir a su gremio, prestigiarse y reclutar ayudantes prometedores, los investigadores y maestros de tiempo completo son asalariados dependientes, que en muchos casos tienen que someter a sus superiores lo que van a enseñar o publicar. Pero con la ventaja (que no tienen los independientes) de verse a todas horas en el mismo lugar y disponer de instalaciones, recursos, ayudantes y tiempo (todo pagado por la institución) para grillar y promover sus carreras.
El Estado también puede intervenir, ya sea por invitación de la misma academia, para desarrollar proyectos que van más allá de la simple tertulia (y, por lo tanto, requieren presupuesto); o por suspicacia del Estado, que puede temer que las reuniones de personas notables y prestigiadas se vuelvan peligrosas.
Cuando Richelieu se enteró de que algunos escritores llevaban años de reunirse en una tertulia, temeroso de una conspiración, elogió sus reuniones y les ofreció patrocinarlas con un proyecto por demás deseable: preparar un diccionario de la lengua francesa y “consagrarse a perfeccionarla, para ser digna sucesora del griego y el latín”. El cardenal tenía fama de encarcelar y ejecutar sin juicio a presuntos opositores, lo cual pesó para que aceptaran la generosa oferta de convertir su tertulia en la Academia Francesa (1635), que desde entonces forma parte del Estado (Pierre Gaxotte, L’Académie Française).
La nobleza fue menos dócil. El mismo cardenal, enterado de las reuniones que organizaba la marquesa de Rambouillet en su famoso salón azul, le envió al padre Joseph, su eminencia gris, para que le informara sobre las posibles intrigas de dos de sus invitados. Admirablemente, la marquesa le mandó decir que no era su espía (Benedetta Craveri, L’âge de la conversation).
También pueden intervenir otras burocracias: eclesiásticas, empresariales, sindicales, partidistas, con el mismo efecto. En todos los casos, el intercambio de apoyos (legitimidad, prestigio, presupuesto) crea dependencias verticales; que son ajenas, cuando no opuestas, a la estructura horizontal de la tertulia: el libre intercambio de opiniones.
La subordinación vertical, contrapuesta a la estructura horizontal, no sólo se da en las academias patrocinadas, sino en la misma universidad, y doblemente. Primero, cuando la tertulia se transforma en cátedra. En la tertulia, como en la vida, todos nos educamos a todos. Pero la cátedra es vertical: el que aprende está subordinado al que enseña. Y, cuando se integran centenares de cátedras, la primera verticalidad (escolar, de un solo nivel) queda sumergida en otra (burocrática, de niveles jerárquicos sucesivos).
Las primeras universidades, como todos los gremios en el mercado medieval, organizaron conjuntos de microempresas: cátedras independientes. Cada maestro operaba por su cuenta: tenía su método, horario, lugar de enseñanza y tarifa, que cobraba directamente a sus alumnos. La primera organización fue, por eso, horizontal, aunque puramente práctica: no la interlocución desinteresada entre iguales, sino la mutualidad cooperativa de estudiantes (Bolonia) o maestros (París) que tienen intereses comunes y se asocian para contratar servicios educativos bajo reglas comunes.
Pero la escala es determinante. Un cuarteto de cuerdas puede funcionar como una tertulia, una orquesta necesita un director. El crecimiento puramente horizontal se vuelve insostenible, y lleva al crecimiento vertical. Por eso, los que buscan el poder, los ascensos, las carreras, buscan el crecimiento de las instituciones, aunque sea artificial, para verse obligados a piramidar (y mejorar su posición personal). Pero, una vez que adoptan la forma del poder externo, facilitan su intervención. Las universidades empiezan como cooperativas horizontales, pero acaban como burocracias piramidales, subordinadas a otras: eclesiásticas, políticas, sindicales, empresariales.
A pesar de lo cual, hasta en las academias patrocinadas y las universidades megalómanas, puede caer del cielo o renacer de las cenizas lo mejor de la tertulia: la simple y sabrosa conversación inteligente. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.