Israel y Palestina: Nudo ciego

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Ramala Cisjordania. Foto Mahfouz Abu Turk ©Reuters/Corbis

Israel y Palestina son tan pequeños, geográficamente hablando, como inconmensurablemente grandes en la imaginación.  En menos de una hora en coche se llega a los sitios históricos de la antigua ciudad de Jerusalén, partiendo del río Jordán, este último tan estrecho y poco profundo que en Estados Unidos o en México se lo llamaría con toda propiedad un arroyo. Cuarenta minutos después, se encuentra uno en Tel Aviv, en las costas del Mediterráneo. La misma desorientadora pequeñez se evidencia en la posibilidad de desplazarse de la Franja de Gaza a la frontera del Líbano en unas cuantas horas.
     Esta pequeñez, por supuesto, es bien conocida. A diferencia de los pobladores religiosos fanáticos —buen número de los cuales son judíos ultraortodoxos recientemente avecindados en Israel, procedentes de Estados Unidos y, cada vez, de Francia—, muchos israelíes que defienden la necesidad de mantener una parte de Gaza y Cisjordania congeladas en la Guerra de los Seis Días de 1967, insisten en que las fronteras anteriores a ese año simplemente hacen del Estado judío algo demasiado vulnerable al ataque sorpresa. Según sostienen, los puestos militares del valle del Jordán y cierta expansión del territorio israelí a lo largo de la estrecha cintura del país, entre Jerusalén al este y Tel Aviv al oeste, resultan una mínima garantía estratégica, dada la continua hostilidad de los palestinos en particular, y del mundo árabe en general, frente a la prolongada existencia de Israel.
     Por su parte, los palestinos señalan que, antes de 1967, Palestina ya contaba con su 78% histórico "obligatorio", es decir, la parte del territorio antiguamente otomano que pasó a manos del régimen británico en 1918, al cual se renunció sólo hasta la creación del Estado de Israel en 1948. La exigencia israelí de no tener que ceder ni siquiera el 22% restante resulta, para los palestinos, el barómetro más puntual de las verdaderas intenciones de Israel: aferrarse a todo. Los palestinos apuntalan sus demandas con el hecho de que, sin importar qué ofertas hayan hecho los gobiernos israelíes tanto de derecha como de izquierda, la política de implantar asentamientos judíos en la Franja de Gaza y Cisjordania ha permanecido firme. Ciertamente, bajo el régimen del primer ministro laborista Ehud Barak, el hombre que según la mayoría de los israelíes hizo la oferta más generosa de estatización a los palestinos que ningún líder israelí podía haber hecho, la actividad en cuanto a asentamientos se dejó incrementar drásticamente.
     Bajo el actual gobierno de coalición israelí, encabezado por el primer ministro likud de línea dura Ariel Sharon, desde luego y de hecho se ha retirado la oferta de estatización para Palestina, mientras que la actividad de asentamientos permanece firme. Los pobladores mismos no tienen ni la menor duda acerca de lo que están haciendo. Tal como me dijo un inmigrante de Brooklyn, Nueva York, con quien trabé conversación en el restaurante de una gasolinera en la carretera del río Jordán a Jerusalén: "Al venir aquí, no sólo estamos expresando nuestras demandas respecto de los territorios del Israel histórico. No estamos hablando de la manera en que han hablado los judíos, ni implorando a Dios o imaginándonos un futuro mejor. Estamos creando ese futuro, creando hechos sobre la tierra."
     Le pregunté qué creía que pasaría con los palestinos si lograba sus fines, y su respuesta fue rotunda: "Esta es nuestra tierra. Que se queden si son capaces de aceptar este hecho. Pero si no, que se vayan a los múltiples países árabes que debían haberlos acogido hace mucho tiempo. El lugar donde yo vivo —todo lo que hemos construido desde 1967 en Judea y Samaria (aquí empleaba los términos bíblicos comunes y corrientes entre los pobladores para referirse a Cisjordania)— es parte de la construcción toda de Israel. Simple y sencillamente no existe diferencia entre vivir aquí, en el valle del Jordán, o vivir en Tel Aviv. Todo es parte de un solo Israel, único e indivisible. Los árabes sencillamente tienen que aprender a aceptarlo."
     Y, al menos en sus declaraciones públicas, Ariel Sharon ha estado de acuerdo. En un discurso pronunciado unos meses después de la famosa intifada de Al-Aqsa —el levantamiento palestino del año 2000, que nuevamente arrojó a árabes e israelíes a una escalada de ataques y contraataques cada vez más brutales—, Sharon afirmó llanamente que no había diferencia alguna entre el asentamiento judío de Netzarim, en la Franja de Gaza, y la ciudad de Tel Aviv.
     Con toda seguridad, muchos israelíes no comparten esta opinión. De acuerdo con algunos sondeos, una mayoría cree que los asentamientos —con ciertas excepciones, sobre todo lo que hoy es una franja de nuevos suburbios contiguos a la ciudad de Jerusalén— tendrán que desalojarse tal como se desalojaron los asentamientos del Sinaí después de los acuerdos de paz entre Israel y Egipto. No obstante, tales sentimientos no han logrado disminuir la fundación de asentamientos israelíes en territorio palestino, lo cual para los palestinos evidencia la falta de un verdadero compromiso de paz, no sólo entre los líderes israelíes como Sharon —y, en consecuencia, entre los miembros más extremistas de su gobierno, siempre presentes en su gabinete de seguridad—, sino por parte de la población israelí en su conjunto.
     Para quien lo ve de fuera, hay una terrible sensación de que las descripciones que palestinos e israelíes hacen unos de otros suenan igual. Los israelíes insisten, con argumentos considerables a su favor, en que incluso los líderes palestinos como Yasser Arafat y sus subordinados de la Autoridad Nacional Palestina que afirman, cuando hablan en inglés con el mundo en general, estar comprometidos con la paz y opuestos a los bombardeos suicidas y otras formas de terrorismo, cuando hablan en árabe con su gente, o con un público árabe, se manifiestan en pro de la destrucción de Israel. Y por supuesto, el punto de vista de la Autoridad Nacional Palestina, que firmó con Israel los Acuerdos de Oslo y que es el principal interlocutor palestino de los gobiernos occidentales y de las Naciones Unidas, resulta moderado en torno al tema, en comparación con la perspectiva de los extremistas religiosos de Hamas y la Yihad Islámica, y con el parecer de lo que queda de los grupos civiles marxistas, como el Frente Democrático para la Liberación de Palestina.
     Cualquier jeque de Hamas respaldaría la insistencia de Sharon en que Netzarim y Tel Aviv son la misma cosa, aunque, desde luego, para un islamita esta igualdad significaría la misma ilegitimidad, y no legitimidad alguna. E incluso los palestinos moderados creen que lo que ocurrió en 1948 no sólo fue un desastre para ellos —la Nakba o catástrofe es el término que los palestinos usan para referirse a la creación de Israel y su propia dispersión—, sino que dio lugar a la existencia de un Estado que no tenía derecho moral de existir.
     "¿Cómo puedo apoyar una solución que confirma una injusticia?", preguntaba Chibli Mallat, un abogado palestino que recientemente ha acusado a Ariel Sharon de crímenes de guerra ante un tribunal belga, en virtud de una nueva ley belga que otorga a sus jueces el derecho de atender tales casos. "La mejor solución sigue siendo el Estado binacional, ni 'judío' ni 'palestino', en el cual todos puedan vivir con dignidad y bajo el régimen de la ley."
     Si Mallat, que no tiene un ápice de antisemitismo en el cuerpo y vive en Beirut, no en Cisjordania, permanece irreconciliado con Israel, ¿cómo podrá esperarse que vean con buenos ojos y mayor aceptación al Estado judío los palestinos avecindados en los territorios que han sido objeto de una ocupación israelí no sólo brutal, sino que ha arruinado cualquier prospecto económico que pudieran haber soñado en Cisjordania? Después de todo, su experiencia es enteramente colonial. Los soldados israelíes tienen la última palabra en cuanto a dónde han de ir y cómo han de vivir los palestinos. De alguna manera, el combate en Cisjordania es lo de menos. A fin de cuentas, sin importar que los expertos en derecho internacional y los activistas de los derechos humanos insistan en lo contrario, en la guerra "se vale" cualquier barbaridad. Pero lo que ha enfurecido verdaderamente a los palestinos son las humillaciones a que los soldados israelíes los someten cotidianamente. El jeque Nasrallah, líder espiritual de Hezbollah en el Líbano, declaró recientemente en una entrevista: "La maldición del Medio Oriente es el sentimentalismo." Y en el contexto de tal sentimentalismo, no hay nada mejor que la humillación para endurecer el corazón.
     Durante mi más reciente estancia en Israel y Palestina, pasé días enteros cerca de puntos de inspección israelíes, observando nada más. No vi nada terrible, ninguna brutalidad, ya no digamos alguna conducta atroz en el más amplio sentido. Y sin embargo, presencié humillaciones casi a cada instante. Ahí estaba el viejo muktar —uno de los ancianos de una aldea— a quien se hacía esperar horas enteras, mientras dos jóvenes policías de frontera, judías etíopes, le arrebataban sus papeles y, cuando al fin regresaban de su verificación, le informaban que no podía cruzar hacia Jerusalén. Más tarde, gracias a un intérprete, me pudo decir que era propietario de tierras del lado de Jerusalén, tierras que habían pertenecido a su familia por generaciones. "¿Cómo es que estas africanas tienen derecho de impedirme visitar mi propia tierra?", preguntaba.
     Tales escenas se repetían ad infinitum. En el caso del muktar, no era que hubiera un motivo de seguridad para no dejarlo pasar, como resultado de una nueva intifada y las inevitables y comprensibles preocupaciones en torno a la seguridad por parte de Israel. Ahí, en el apiñado punto de inspección de Calandia, que separaba la carretera de Ramallah, en Cisjordania, a Jerusalén, a muchos palestinos se les permitía cruzar. Era simplemente que los papeles del viejo de alguna manera no estaban en orden. Así se ventilan las llamas de un odio inextinguible. El muktar volvería a casa, derrotado ante la familia, a contar cómo dos muchachas de un tercio de su edad, dos chicas negras que, según sus ideas tradicionalistas, estaban apenas vestidas, le habían dicho que no podía poner pie en tierras cuyo título de propiedad él poseía. Y la familia escucharía el relato, rebosante de odio.
     En otros puntos de inspección, la situación era aún más alarmante. Cerca de Hebrón, en Cisjordania, vi a dos hombres maduros de las aldeas aledañas, cada uno en su respectivo y destartalado taxi amarillo, esperando que se les autorizara dirigirse al hospital del pueblo. Ambos se quejaban de dolores en el pecho y a ambos los había mandado examinar el doctor de la aldea. Ahora bien, ignoro si en verdad estaban enfermos —ambos mostraban sobrepeso y una cierta prosperidad— o si simplemente sufrían indigestión producto de una abundante comilona árabe. Lo que sí sé, porque hablé con el oficial israelí del punto de inspección, es que él tenía instrucciones de no dejar pasar a nadie. Y cuando le pregunté cuándo se les permitiría pasar a los palestinos, se encogió de hombros y simplemente contestó: "Ni idea."
     Por mi parte, no tengo ni idea de qué habrá pasado con aquellos hombres, ni con las mujeres embarazadas que vi detenerse en otros puntos de inspección similares en Cisjordania, ni con los niños con diarrea, ni con el viejo que conocí cerca de Nablus, a quien habían impedido, durante dos días, ir al pueblo a recibir su tratamiento de diálisis. De lo que sí tengo alguna idea es de cómo estas crisis de todos los días afectaban a los palestinos, y conste que no estoy hablando de cómo trata Israel a los sospechosos de terrorismo o de cuál es la verdad acerca de lo que hizo el ejército israelí cuando atacó Jenín y Ramallah en abril del 2002. Si los israelíes hubieran querido hacer un cortometraje de reclutamiento "en vivo" para Hamas, Hezbollah y la Yihad Islámica, apenas si les podría haber salido mejor.
     Para ser justos, hay muchos israelíes que saben bien todo esto. Incluso Shimon Peres, el bastante desprestigiado ex líder del Partido Laborista Israelí —quien, aparentemente desesperado por aferrarse a su poder personal, continúa ejerciendo las tareas de primer ministro suplente en el gobierno de coalición de Sharon—, ha dicho recientemente en el Knesset o Parlamento Israelí que los judíos, pese a no estar "hechos para ser amos y señores", justamente en eso se habían convertido en Gaza y Cisjordania.

Y he aquí que muchos israelíes aprueban esta transformación o bien eligen fingir que no está llevándose a cabo. Una de las cosas más sorprendentes de Israel hoy día es hasta qué grado los israelíes, que con tanta rapidez señalan los malignos planes secretos de los palestinos, se niegan a creer que sus propios motivos podrían ponerse en tela de juicio.
     Los asentamientos de Gaza y Cisjordania, después de todo, son ilegales según cualquier ley internacional. Y sin embargo, cuando los israelíes hablan de asentamientos "ilegales", en general se refieren a los esfuerzos de las familias palestinas por construir o ampliar las casas ya construidas en zonas árabes del este de Jerusalén. Es ya un lugar común ver en la televisión israelí bulldozers destruyendo dos o tres de esas casas ilegales, mientras las mujeres palestinas lloran a gritos y la policía fronteriza de Israel —"al alcance para prevenir la violencia", según se expresaba en un programa de las Autoridades Israelíes de Radio y Televisión que vi— contiene a la muchedumbre. El hecho de que el alcalde likud de Jerusalén, Ehud Omert, se haya comprometido a ampliar los asentamientos judíos en la ciudad y de que, tanto durante su administración como la de su predecesor, el laborista Teddy Kollek, prácticamente ningún palestino haya podido aspirar a conseguir un permiso de construcción, parece no interesarle a nadie en Israel.

No logro comprender cómo es que el sueño sionista, que históricamente fue un sueño de liberación y autodeterminación nacional —y, como tal, un sueño secular— se fue transformando cada vez más en un sueño de cumplimiento de la profecía bíblica —el "regreso" del pueblo judío a su tierra en la Palestina bíblica— y en una empresa colonial. Mi propio punto de vista —articulado hace ya mucho por el escritor israelí Yoram Kaniuk— es que el conflicto original entre judíos y árabes en la Palestina histórica fue una tragedia en el sentido hegeliano de un conflicto de dos derechos. Dicho de otro modo, 1948 fue tanto un triunfo como una catástrofe. Pero una vez que Israel hubo cimentado su control sobre Cisjordania, lo que originalmente habían sido falsos reclamos de los enemigos de Israel en cuanto a que el Estado judío no era más que un Estado de asentamientos coloniales, sin mayor legitimidad que, digamos, la Sudáfrica de régimen blanco o la Argelia francesa controlada por pied-noirs, comenzó a volverse realidad.
     Hoy día, resulta imposible para nadie —que no se haya dejado cegar sentimentalmente por el amor a Israel, o tan profundamente comprometido con el sionismo como para ser incapaz de discernimiento alguno— viajar por Cisjordania sin remitirse de inmediato al apartheid de Sudáfrica. Existen caminos separados, que conducen hasta los asentamientos, donde sólo los pobladores u otros israelíes pueden transitar. Los israelíes pueden ir a donde les plazca en Cisjordania, pero los palestinos necesitan permiso para ir a Israel. Y ahora se dice que Israel va a imponer un sistema de pases merced al cual los palestinos de una parte de Cisjordania requerirán un permiso para viajar a otras partes de Cisjordania. Y la manera en que los medios de comunicación israelíes dan cobertura a la construcción "ilegal" llevada a cabo por palestinos en el este de Jerusalén recuerda con una tremenda claridad el modo en que los medios en la Sudáfrica del apartheid se referían a los "intrusos" negros en la tierra "propiedad" de los blancos, como si esa tierra en sí no les hubiera sido expropiada a los negros bajo un sistema que les negaba toda reparación efectiva.
     La construcción palestina "ilegal", a los ojos de la mayoría de los liberales israelíes, es ilegal, mientras que los asentamientos ilegales son "lamentables" y considerados producto de "acontecimientos y fuerzas ajenas al control" de los liberales, como el sistema político israelí, que siempre ha obligado a cualquier político que intente llegar a primer ministro a concertar acuerdos con los partidos pequeños y extremistas. Y, en cualquier caso, los liberales israelíes dicen (y, en honor a la verdad, en esto los respaldan los datos de los sondeos) que, si pudiera darse una paz de amplio alcance, si los palestinos por fin aceptaran que Israel llegó para quedarse, los asentamientos serían abandonados.
     Sin embargo, los palestinos observan la persistencia, gobierno tras gobierno israelí, década tras década, de la construcción de asentamientos, y descreen de todo cada vez más. Hacen notar el hecho de que Ehud Barak, frustrado en su esfuerzo —dotado de apoyo estadounidense— por llegar a un acuerdo con los palestinos en Campo David en el 2000, ahora habla de la falta de confiabilidad como algo inherente al carácter árabe; o, más grave aún en el sentido inmediato, el hecho de que Ariel Sharon ha sumado a su gabinete de seguridad (interna) —grupo que toma decisiones en torno a las movilizaciones militares israelíes, la guerra en contra del terrorismo y el curso de la ocupación— a Effi Eitam, general del régimen anterior a quien se atribuyó abiertamente la expulsión masiva de palestinos de Cisjordania. Como un eco ante la queja israelí de que los palestinos no están sinceramente comprometidos con el proceso de paz, los palestinos señalan esto último como demostración de los planes ocultos del propio Israel.
     Sea cual fuera la verdad de todo esto, el resultado práctico de los dos últimos años de insurrección y terrorismo palestinos, así como de la represión israelí, ha sido el total descrédito de la idea de que la paz se puede alcanzar en ambos lados. Estamos en la tierra de la nulidad y en el peor de los escenarios posibles: un paisaje de mutua demonización y de dominio de la barbarie sobre la conciencia. Los palestinos comunes y corrientes idolatran cada vez más a los suicidas bombarderos. Edward Said, un hombre cuyos puntos de vista antiisraelíes son extremos y quien, como Chibli Mallat, ahora rechaza cualquier cosa que no sea un Estado binacional en la Palestina histórica, ha escrito muy a su pesar que una "cultura de la muerte" está envenenando la lucha palestina por la libertad.
     Con un romanticismo tercermundista, Said se engaña creyendo (como si Fanon no hubiera existido) que la mayor parte de las luchas de liberación permanecen intocadas por tales patologías. La historia toda de las guerras de descolonización, de Argelia a Zimbabue, enseña la lección opuesta. Pero tiene razón al señalar el significado extremo y, en ese sentido, sin precedentes, de la muerte y el asesinato en la imaginación palestina. En Jenín, después del 11 de septiembre, surgieron carteles de Osama Bin Laden espontáneamente por toda la ciudad. Fue el alcalde de la Autoridad Nacional Palestina quien los mandó quitar. Pero ahora, en Jenín, el ejército israelí ha roto el poder de la Autoridad Nacional Palestina. Hamas y la Yihad Islámica son el único juego posible. Controlan los hospitales, lo que queda del sistema de asistencia social. Y cuentan con credibilidad. Sus muchachos combatieron a los israelíes, mientras que las tropas mejor armadas de la Autoridad Nacional Palestina no opusieron resistencia alguna. Así pues, los carteles de Osama y los de los bombarderos suicidas han vuelto con toda la virulencia del mundo. Del mismo modo lo ha hecho esa cultura de la muerte, produciendo metástasis en el cuerpo político palestino, como si se tratara de la cuarta etapa de un cáncer pancreático.
     "Sueño con mi muerte —me comentó solemnemente una niña palestina de once años en Hebrón—. Quiero hacer de mi cuerpo una bomba y matar niños judíos para que no crezcan y roben nuestra tierra."
     Le pregunté si muchos de sus compañeros de clase abrigaban los mismos sentimientos. "Todos queremos morir así", me dijo.
     El problema, por supuesto, es que hay cada vez menos contrapeso para tales puntos de vista. Las clases medias palestinas están emigrando. La mayoría de los cristianos se han ido ya. Cisjordania cuenta ahora tan sólo con un dos por ciento de cristianos. Hoy día, la clase media musulmana ha comenzado también a abandonar Cisjordania, dirigiéndose en grandes cantidades a Europa, Estados Unidos y el Canadá. De antemano se puede sacar la conclusión de que lo que quedará en Gaza y Cisjordania será un campesinado y un proletariado enfermos de pobreza, soñando con la venganza bajo una ocupación israelí cada vez más severa.
     Mientras tanto, aterrados por la amenaza totalmente real de los bombardeos suicidas, los ciudadanos israelíes se repliegan, se hacen un ovillo. No conocí a uno solo durante mi estancia en Israel que hubiera estado en el punto de inspección de Calandia. En Jerusalén, la división entre la parte este (palestina) de la ciudad y la parte oeste (judía) es absoluta. No hay un muro que demarque la frontera, pero todo el mundo sabe que allí está. Y para el extranjero que no lo sepa, el solo hecho de que, en el oeste de Jerusalén, la entrada a prácticamente cualquier tienda israelí, y ciertamente a cualquier restaurante, café u hotel, esté protegida por personal armado de seguridad que inspecciona las bolsas de cada persona y registra casi a todo el mundo, sirve como un perpetuo recordatorio. Los israelíes tienen poder; pero están aterrados y eso los está volviendo locos, los está volviendo bárbaros. Por su parte, los palestinos han entrado en una suerte de hoyo negro de nihilismo, y están igualmente barbarizados.
     Resulta fácil, en inmediaciones tan apocalípticas, caer en el cliché. Tal como ocurre por doquier en Israel / Palestina, el contraste más obvio radica en que en el oeste de Jerusalén uno se encuentra en el Primer Mundo, mientras que en el este de Jerusalén uno se encuentra en el Tercer Mundo. Tales contrastes apenas si son originales, como lo sabe perfectamente bien cualquier estadounidense o mexicano. Pero imaginemos que los mexicanos y los estadounidenses verdaderamente se odiaran y temieran unos de otros (lo cual, no obstante todas las dificultades históricas y, ciertamente, la sangre derramada entre nuestros dos países, es algo que sin el menor género de duda no sucede). Imaginemos que tuviéramos reclamos irreconciliables semejantes por la misma tierra; que cada estadounidense sintiera que cada mexicano que intentara abrirse paso rumbo a San Diego desde Tijuana tuviera la intención de volar su sistema de abastecimiento de agua, y que cada mexicano temiera que los tanques estadounidenses y camiones de transporte de personal armado estuvieran a punto de devastar el centro de Tijuana. Imaginemos que las colonias de retiro de estadounidenses en San Miguel Allende estuvieran protegidas por tropas armadas: he aquí, apenas, una aproximación a la realidad de hoy entre el Jordán y el Mediterráneo.
     Además, está la cuestión del victimismo. Los israelíes llevan este asunto en la médula de los huesos. ¿Y cómo podrían evitarlo? ¿Qué otra lección podría extraer cualquier persona en su sano juicio de la historia judía? Muestran desdén ante las leyes internacionales, por la obvia razón de que la historia enseña que, si eres un judío "bueno", si juegas limpio, te asesinan. Entonces, en los palestinos contemplan simplemente a la última encarnación de sus enemigos. Por su cuenta, los palestinos sienten cada vez más que su propio victimismo les permite cualquier cosa, incluso el imperdonable crimen contra la humanidad que son los bombardeos suicidas. Por supuesto que tal desquiciamiento no ha atacado a todos, y voces muy poderosas, como la del activista de los derechos humanos Jonathan Kuttab, o la del político palestino Hanah Ashrawi, se han alzado en contra de tal barbarie. Pero mientras más dure la guerra, menos contarán sus llamados.
     La conclusión es que un extraño tipo de fatalismo parece haber invadido tanto a los israelíes como a los palestinos. Una y otra vez se me dijo que ellos no podrían resolver el problema por sí solos. Un intelectual israelí me dijo, entre burlas veras, que los británicos tendrían que regresar. Y del oeste de Jerusalén hasta Nablus, todo el mundo parecía estar esperando a los estadounidenses. Este asunto de "la espera del Mesías" resulta una vieja ilusión propia del Medio Oriente, y el hecho de que hasta la gente más inteligente esté comenzando a sentir que ya no hay hacia dónde voltear sólo demuestra lo mal que están las cosas. ~
     — Traducción de Pura López Colomé

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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