La evolución espiritual y estética de Vasili Kandinsky (18661944), el hombre que hizo saltar por los aires el arte figurativo, está lejos de ser lineal y homogénea. El abandono de la representación del mundo sensible es un largo proceso que le tomó poco más de veinte años entre avances, retrocesos e intentos fallidos. Prueba de ello son sus obras de madurez, en muchas de las cuales aún conviven sin reñirse lo figurativo y lo abstracto.
Hasta el 24 de enero, en La Fundación Juan March de Madrid, tenemos la oportunidad de seguir de cerca el complejo proceso que llevó a Kandinsky a la abstracción. Una revolucionaria aventura estética que partió en dos al arte moderno. Aunque no se trata de una exposición de grandes dimensiones, es la más completa realizada hasta la fecha en nuestro país. Un total de 44 obras del artista ruso, en su gran mayoría provenientes de la Galería Tretiakov de Moscú. Treinta pinturas entre las cuales se encuentra la célebre Composición VII, considerada por muchos la culminación máxima de sus aspiraciones estéticas, y catorce obras sobre papel repartidas entre dibujos, acuarelas y grabados.
Aunque la violencia que ejerce sobre la mirada sigue siendo la misma, ya nadie se escandaliza ante una tela de Kandinsky. Pero esto no siempre fue así. En la exposición de Odessa de 1910, conservadores críticos de arte y exaltados nacionalistas lo acusaron de “opiómano”. La reacción era absolutamente comprensible. Al menos dos de sus obras, Composición ii e Improvisación 10, ya eran un caos aparente de formas y una profusión salvaje de colores que daban por tierra con los cánones de representación pictórica de aquel entonces. Y lo que era aún peor: las imágenes no parecían remitirse a objeto alguno.
Aunque comprensible, la calumnia era injustificada porque el juicioso y erudito hombre que a los treinta años había dejado una brillante carrera judicial por la pintura estaba muy lejos de ser un adicto al opio y sus derivados. Lo más probable es que se tratara de un sinestésico (o sinesteta) patológico crónico, mucho más agudo de lo que pudo haber sido Rimbaud, y de un místico perdido, que pudiera haber hecho quedar en ridículo al más afiebrado personaje de Dostoyevski.
Para Kandinsky, el color rojo poseía el sonido estridente del clarín y las notas graves del piano eran amarillas. Pero la cosa no acababa allí, porque los colores en sí mismos tenían una vida propia y autónoma. Como si se tratara de geniecillos malignos escapados de los tubos de pintura, cada color era dueño de “un poderoso intelecto” y personalidad propia que incluía determinadas cualidades y un comportamiento particular, incluso en el ámbito moral. Los geniecillos se combinaban por sí solos sobre la paleta revelando toda su fuerza oculta en un prodigio de sensaciones. Y los pequeños milagros sensoriales que producían no eran otra cosa que “puras experiencias espirituales”.
En los años previos a la Primera Guerra Mundial, Kandinsky estaba convencido de que la humanidad se hallaba ante el advenimiento de una nueva era de profunda espiritualidad. Influenciado por la teosofía de Rudolf Steiner y en menor medida por la metafísica de Schopenhauer, concebía el arte como una suerte de ascesis sagrada al reino del espíritu. Si el arte era una puerta directa, sin mediaciones, al alma humana, debía constituir entonces el utópico lenguaje de la nueva era.
El nuevo lenguaje, para ser universal, debía eliminar la contingencia del mundo material. Y sólo el “arte puro” era capaz de liberar el espíritu cromático atrapado en los entes sensibles. Los geniecillos rebeldes que dormían en los tubos de pintura serían puras manifestaciones de la “voluntad” si lograban eludir con pericia el mundo de la “representación”, para utilizar conceptos caros a Schopenhauer. De más está decir que al arte así entendido le incomodaban los objetos reconocibles. Había nacido el arte abstracto.
Los románticos creyeron que la música era el lenguaje del alma. Así lo creía también Kandinsky, pero la gama cromática fue su escala musical. “El color es la tecla. El ojo el martillo. El alma es el piano con muchas cuerdas. El artista es la mano, que por esta o aquella tecla hace vibrar adecuadamente el alma humana”.
Mucho se ha hablado de musicalización del arte en Kandinsky, pese a que el artista afirmó en reiteradas oportunidades que no se proponía pintar música. Es probable que el utópico lenguaje del futuro que intentaba desarrollar no reconociera las fronteras entre las artes. Porque la utilización de la jerga musical en sus abundantes escritos teóricos es constante. La categoría de “composición”, y de estilo “sinfónico” según su propia definición, no sólo da título a toda la serie de sus obras más complejas y logradas sino que marca la culminación de su búsqueda estética.
Al año siguiente de la frustrada exposición de Odessa, Kandinsky publica un libro que será su obra teórica capital y la perfecta síntesis de su credo estético, De lo espiritual en el arte. De allí proviene el fragmento citado arriba. Ese mismo año el compositor vienés Arnold Schöenberg saca a la luz su Tratado de armonía. Y este hecho no es azaroso. Músico y pintor se hallaban unidos por una profunda amistad y mutua admiración que puede colegirse en su numerosa correspondencia. Si el primero simbolizó una suerte de revolución copernicana en la música contemporánea, el segundo lo hizo en el arte moderno. Por medio de “la emancipación de la disonancia”, Schöenberg alteró de tal modo la estructura armónica tradicional que creó una música atonal. De un modo similar, Kandinsky inventó el arte no figurativo pulverizando la perspectiva y librando el color y la forma de la representación objetiva. Sus logros son paralelos. Ambos dinamiteros no trabajaron de común acuerdo pero sí, hoy lo sabemos, se influyeron mutuamente en un diálogo velado.
Si nos atenemos a la mera cronología, Kandinsky fue el pionero en dar el gran salto, pero no el único. La abstracción que cundió como un reguero de pólvora en los primeros años tuvo varios epicentros. Las primeras experiencias de Malévich y Mondrian en este terreno fueron casi coetáneas a las de Kandinsky. Enfermos del alma, también, abandonaron la representación de la realidad aparente por la plasmación de la experiencia interior despojada de referencias sensibles. El camino que siguieron fue similar al de Kandinsky, pero el resultado completamente diferente. La abstracción en Mondrian o Malévich es fría, geométrica e idealizada. Un intento racional, si se quiere, de ordenar el espíritu en formas simples y colores primarios.
Kandinsky, por el contrario, acoge sin reparos la sensual energía interior en una explosión de lirismo. Su abstracción es vitalista. No desdeña lo complejo ni lo simplifica ni ordena. El mundo interior se presenta sin más en su caótica estructura emocional y sensitiva de líneas quebradas, formas sinuosas y colores furiosos o apacibles en eterna lucha. Sin embargo, la libérrima danza de elementos sobre la tela no responde al mero azar, sino al principio de “necesidad interior”. El caos que violenta la mirada se revela, por lo tanto, sinónimo de un orden más elevado y puro que el del mundo fenoménico.
Kandinsky nunca acabó de sistematizar, pese a sus intentos, una “gramática pictórica” del utópico lenguaje universal que había soñado. Y la nueva era espiritual que profetizara jamás ha arribado. En su lugar se levanta una absurda era virtual en la que nos encontramos huérfanos. Sin embargo, su intrincada obra parece postular aún hoy la posibilidad de un críptico lenguaje que sólo el alma puede comprender. ~
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