La aldea contra la urbe

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Quienquiera que intentara contextualizar la obra del escritor vasco en lengua castellana Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923), podría deducir que su apuesta estética tuvo que ver con el realismo. En los años sesenta, que es cuando Pinilla gana el Nadal con Las ciegas hormigas, en la literatura española imperaba un realismo en proceso de redefinición, un realismo abocado al colapso dadas las dosis desproporcionadas de sociología que impedían la consolidación de una poética radicalmente literaria. Las razones políticas son varias y todas suficientemente ilustrativas de cómo una dictadura no sólo lo es sobre las personas sino también sobre las superestructuras: sus maneras de concebir el mundo o interpretarlo, sus maneras de diseñar sus formas artísticas. En medio de la polémica estética que se dio en todo Occidente entre realismo social e inmanencia narrativa en la década de los sesenta, la obra de Ramiro Pinilla era una puerta abierta a ciertas reformulaciones. Desde la misma Las ciegas hormigas hasta Seno (finalista, por cierto, del premio Planeta de 1971, con la certeza expresada por algún miembro del jurado de que era la mejor de todas las presentadas incluida la ganadora), se vio enseguida la tradición literaria de Ramiro Pinilla: Faulkner y García Márquez. La voluntad del autor de En el tiempo de los tallos verdes (novela de urdimbre policiaca donde aparece Asier Altube, el detective de la novela, un personaje que el autor rescata en la obra que ahora se comenta) no es pretendidamente distorsionadora de la realidad, generalmente el paisaje vasco con sus ancestrales mitificaciones y luchas intestinas entre progreso e inmovilidad edénica, sino un ajuste de cuentas con el lenguaje reductor del realismo más primitivo. Pues así, en este contexto, hay que leer hoy su monumental Verdes valles, colinas rojas, primer tomo de una obra que se anuncia como una trilogía.
     Verdes valles, colinas rojas es una novela a la medida del horizonte estético de su autor. Caben en ella la estructura densa (aunque no por ello indescifrable); la confluencia de voces y narradores en número mayúsculo, a efectos de una visión lo más abarcadora posible como para que nada quede en el aire y a expensas de una visión unilateral de lo que se cuenta; multitud de relatos, y la coexistencia de sagas familiares, cada una de ellas determinantes no sólo de sus historias particulares, sino de la historia del País Vasco contemporáneo con todas sus enfermedades y proyectos y utopías. He mencionado la palabra saga. Este concepto daría él solo para muchas páginas. Pero a nuestros efectos, únicamente cabría decir que la saga no siempre va acompañada de la genuina marca épica que la tendría que caracterizar. Ese aliento lo tiene Ramiro Pinilla. Verdes valles, colinas rojas funciona con la fuerza de un relato épico pero a la vez no rehuye la estructura de mosaico, la poética de la miniatura vital, donde cada vida es una esperanza (con el tono paradójicamente desesperanzado ya proverbial en Pinilla), donde cada vida es como una pequeña novela y cuento que se va anudando en medio del absurdo, de la intolerancia racial, de la vista también puesta más allá de las colinas y los valles, en busca de alguna salvación humana y racional. Y como todo verdadero relato de raigambre épica, no soslaya Pinilla la obligación simbólica: la historia de esta novela, que nace en el último tercio del siglo xix y concluye en la Guerra Civil, tiene su equivalente en la lucha de la aldea contra la urbe, metaforizado este enfrentamiento en la trágica dialéctica irresoluble entre la madera y el hierro, entre la economía rural (con su superestructura ideológica correspondiente) y la incipiente pero irreversible industria del acero.
     Hemos hecho referencia a Faulkner. Getxo, el lugar mítico pero no mitificado de la novela, recuerda al gran novelista sureño. En Getxo ocurre lo que se nos cuenta. Su función simbolizadora cubre perfectamente el relato de ese choque universal entre el apego al suelo paradisiaco y la llegada de los “extranjeros”: los vascos verdaderos y los que vienen de fuera, los maketos, a distorsionar la pureza. No nos olvidaremos con facilidad de la marquesa Cristina Oiandia, ni de Martxel, aquel que conoció Ceilán, ni de Jaso, ni del ya mencionado Asier Altube, ni de Josefat Baskardo. Y por último, lo más importante: la escritura de Ramiro Pinilla. Exhaustiva hasta la última posibilidad de conocimiento del lenguaje literario. Precisa en la descripción de lo narrado y, sobre todo, de lo no narrado, esa porción de realidad humana en que a veces la exuberancia también se manifiesta en lo omitido. Pletórica en la inmensa riqueza de su función generadora de realidades psicológicas, éticas, físicas y sensuales. Esta novela continúa. Pero esta primera entrega es de las que nos reconcilia con la gran novela de aliento humano e histórico. –


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