La obra de bienvenida a la exposición del Museo del Prado, La belleza encerrada, es una copia romana a tamaño reducido de la Atenea Partenos de Fidias. La de despedida es otra imagen femenina: la de la Gioconda del Prado reproducida en una postal escrita en 1911, cuando la prensa del momento dio la noticia del robo de la Mona Lisa del Louvre. Ambas tienen como denominador común su pequeño formato, el hilo argumental de esta exposición, y ocuparían los extremos de un arco temporal que abarca las principales etapas del arte europeo. Aunque incluye algunas figuras antiguas, La belleza encerrada se compone de obras pertenecientes a la colección del Museo del Prado desde Fra Angelico hasta Fortuny y, junto al exquisito y pequeño catálogo que se ha editado para la ocasión, ofrece una historia de la producción artística occidental en dimensiones modestas. Cada uno de los ensayos de esa publicación expone brevemente las principales vicisitudes, asuntos y formas de este tipo de obras, a qué géneros y usos se ha ido entregando desde la Baja Edad Media.
Los responsables de esta muestra, patrocinada por la Fundación bbva, así como de la edición del libro, con Manuela Mena a la cabeza, han querido poner en valor así un rico y numeroso conjunto de obras del Prado que, al tener que competir cotidianamente en sus salas con otras más llamativas por su grandiosidad, han corrido el riesgo de parecer insignificantes. El espectador se topará así con obras familiares, pues algunas llevan mucho tiempo exhibiéndose en el museo, pero aquí las encuentra dispuestas de un modo distinto y bajo un enfoque diferente, lo que, naturalmente, afecta a la percepción.
No es solo que El Prado haya decidido conceder la importancia que injustamente se escatima a lo reducido; en una sociedad megalómana lo pequeño es sinónimo de corto, chico o insignificante. Aparte de proporcionar un buen conocimiento de la historia del arte de escala portátil, esta exposición ofrece algo que es fruto de un enfoque metaartístico y metamuseístico. Para empezar, una de las obras que se pueden contemplar es la de un Prado a pequeña escala, esto es, la maqueta en madera del edificio del museo, datada en 1787, según el “tercer pensamiento” de Villanueva para su diseño (estos modelos son uno de los paradigmas, claro está, de esta historia): es decir, el museo dentro del museo. Y esto nos encamina por esa vía de vértigo que lleva a repensar la condición de la belleza encerrada como la que impone todo museo a una infinidad de obras que deben su categoría artística al hecho, precisamente, de estar ahí atrapadas; y por estarlo, además, doblemente, ya que se encuentran dentro de un marco. Ocurre, asimismo, que el montaje de la exposición contribuye a que la contemplación de la belleza de muchas de estas obras, de sus detalles exquisitos (como el del árbol en primer plano del Paso de la Laguna Estigia de Patinir, que con razón ocupa la cubierta del catálogo), se vea rondada por la plena consciencia del acto de ver. Así, se ha ideado todo un conjunto de resortes que acompañan, por no decir que dirigen, la mirada: sobre todo, troneras en los tabiques de separación de las salas, que atraen nuestra atención para inmediatamente después hacerse dueñas de nuestra mirada y enfocarla hacia donde ellas mismas desean. La mayoría de las veces hacia las pinturas o esculturas de las salas adyacentes, pero vistas desde una perspectiva determinada, incluso superpuestas, o cruzadas por los otros visitantes. Se consiguen así curiosos efectos de transparencia, o la impresión de estar ante espejos que en realidad no existen. Gracias a este montaje, las imágenes aparecen a la vista con una nitidez inusitada. Todo contribuye a hacer explícito el acto de la percepción.
Son variados los dispositivos que favorecen esa nitidez de la percepción; cabría señalar también el ejemplo de la Anunciación de Fra Angelico, colgada a una altura mayor de la habitual para permitirnos reparar en las escenas deliciosas de su predella. O la ranura horizontal a través de la cual El rapto de las sabinas, de Amigo y Guido Aspertirni, se nos ofrece en franjas que propician la captación de los detalles que se encuentran a una misma altura: los gestos de los rostros, por ejemplo, o, sobre todo, el horizonte salpicado por las delicadas siluetas de plantas y árboles que se destacan sobre el cielo. Hay una animadísima conversación entre las obras de esta exposición y, así, esta línea de horizonte dialoga con las de los bosques de palmeras de Elche de los lienzos de Carlos de Haes, del XIX, que se encuentran algunas salas más adelante.
Es muy probable que el hecho de que el formato reducido haya permitido a lo largo de siglos que la obra sea más transportable y cercana haya influido en la conformación de un axioma: el de que cuadro pequeño se presta a una relación más íntima con su contemplador. Sobre esto, sin embargo, no hay una unanimidad, pues Rothko, por ejemplo, consideraba que una obra de dimensiones reducidas pone la realidad a distancia, mientras que el gran formato facilita una completa inmersión en el lienzo.
En suma, esta exposición que empieza con la imagen de la diosa de la Razón y recorre unos cinco siglos de historia del arte occidental termina con lo que podría ser casi un readymade, de sentido enigmático: la postal –otra forma de arte portátil– de la Gioconda madrileña, que aquí aparece en relación con el relato del robo del original. Tanto la reproducción de la escultura clásica como su sucesora, la postal contemporánea, sugieren reflexiones sobre el aura, la originalidad y la réplica, la reproducción y la autenticidad en el arte. Así, el final de la visita estaría abriendo virtualmente la puerta a los modernos que configurarán el arte del siglo XX: Picasso (que se vio implicado en ese caso de robo) y Duchamp (el creador del readymade); un arte, por cierto, tan metaartístico y tan metamuseístico, tan consciente del papel del espectador en la creación de la obra como los responsables de esta exposición.
Una de las lecciones que nos legó ese arte moderno fue que disponer la realidad de un modo diferente al habitual puede producir un ensanchamiento del horizonte de nuestro mundo, un inmediato y sorprendente aumento del ser. Hay quien defiende que esta es la tarea por excelencia del arte. Los responsables de esta exposición han procedido de un modo semejante al disponer las obras de la colección de la pinacoteca más célebre de nuestro país de un modo y bajo un discurso diferente al habitual, concediendo así la oportunidad de nuevas formas de apreciación y disfrute de lo conocido. ~
(Jaén, 1964) es profesora de historia del arte contemporáneo en la Universidad de Málaga. En 2008 publicó en Siruela Camuflaje.