Bastaría echar un vistazo a la historia para comprender que la cultura nunca ha sido ajena al poder, sea cual fuere la forma, o formas, en la que este se manifieste. Ya sea a través de su formulación más explícita, como es el monopolio legítimo de la violencia, ya sea a partir de sus formulaciones más sutiles y difusas, como son los oligopolios del conocimiento que encarnan las instituciones ligadas al saber y la ciencia, el poder siempre ha interactuado con la cultura. De hecho, esta ha sido y es un contenido que forma parte de la exhibición habitual y cotidiana de la autoridad que acompaña el ejercicio del poder cuando proyecta su capacidad de decisión a la sociedad.
Por ser más concreto, y por utilizar la siempre plástica terminología latina, tanto la auctoritas, como la potestas, como el imperium de una sociedad se revisten de atributos culturales para desempeñar sus funciones o se relacionan con la cultura para proyectarse como tales. Una parte sustancial –y no precisamente menor– de la visibilidad cultural se basa en relaciones de dependencia con el poder o, por decirlo de otra manera, los poderes. Estas relaciones configuran una subtrama dentro de las microfísicas del poder que organizan reticular y transversalmente las estrategias de “normalización” que sustentan y hacen viable la estabilidad de las sociedades.1
Si nos asomamos a nuestro patrimonio histórico y a los testimonios más antiguos de las artes, comprenderemos que la cultura ha sido una de las manifestaciones externas del poder. Vestimenta amable de la autoridad y, también, expresión de la vocación trascendente y carismática que acompaña al liderazgo, su presencia nos retrotrae a los primeros testimonios materiales de la historia. Bien podría afirmarse que, dentro del complejo poliedro a través del que se materializa el poder, la cultura ha sido uno de sus rostros más singulares y duraderos. Gracias a él ha conseguido socializar y dulcificar la violencia y las estructuras jerarquizadas que acompañan los relatos legitimadores que explican, o justifican, la necesidad del poder.2
Pero cuando hablo de cultura no me estoy refiriendo a la cultura en un sentido suntuario ni tampoco consuetudinario. Tampoco la reduzco a lo que podrían considerarse las bellas artes. La cultura que menciono ha de ser entendida en su sentido más amplio y general: como un conjunto de experiencias individuales y colectivas que aglutinan un imaginario simbólico acumulado generacionalmente y que sugiere un repertorio extenso y polisémico de respuestas al sentido, o sinsentido, de nuestra existencia individual y colectiva en el mundo.3 De ahí que, por encima de cualquier otra consideración, la cultura sea una experiencia que acompaña a la humanidad desde sus orígenes. Al menos desde que el ser humano tuvo que enfrentarse a la crisis que le planteó indagar sobre el sentido de sí mismo y logró codificarlo en algún imaginario simbólico que sobrevivió a su artífice.
Quizá por eso decía recientemente Umberto Eco que la cultura no está en crisis, sino que es crisis: una crisis continua que actúa como condición necesaria para su desarrollo.4 Resulta difícil no ver en ella esa experiencia que brota del inconsciente agónico y tentativo que nos arrastra a querer atender la urgencia de explicarnos explícita o implícitamente a nosotros mismos y a los demás, lo que somos y por qué somos lo que parecemos ser. Pensemos en la cueva de Altamira, pintada con la sensibilidad incipiente, pero definitiva a la vez, de quienes sintieron hace miles de años la necesidad de grabar con afán trascendente lo que sentían en pleno paleolítico al ritualizar la experiencia colectiva de la caza. ¿Puede alguien creer que en aquel escenario prehistórico que nos retrotrae treinta y cinco mil años el uso del óxido de hierro con el que se pintaban aquellas figuras animales no era en sí mismo una forma de poder? ¿De verdad alguien puede pensar que esas pinturas respondían a un impulso estrictamente neutro y genuinamente naíf? ¿Acaso aquella necesidad pictórica, y por tanto cultural, de testimoniar iconográficamente la experiencia de la caza vinculada a la supervivencia colectiva de la tribu no tenía también implicaciones ligadas a la instrumentación de la figuración cromática como parte del relato visual que hizo del arte prehistórico un vehículo conmemorativo que contribuía a normalizar y socializar a los miembros de la tribu que contemplaban aquellas pinturas? Fue Aby Warburg quien ya a finales del siglo XIX analizó esta cuestión a través del acercamiento mágico que subyacía en las danzas con serpientes vivas que practicaban los indios moki en Arizona. Un acercamiento ritual y conmemorativo a través del que se expresaba ese espíritu elemental que acompañó –y acompaña– a los seres humanos cuando se sumergen en la cultura.5 Una vivencia que permite encontrar en ella una especie de puerta de acceso a esa estructura mágica que nos susurra por igual en todos los tiempos, latitudes y civilizaciones, un código universal que trata de explicar tentativamente el misterio de la existencia a través de la experiencia que identifica la cultura, según Ernst Cassirer, como el universo simbólico creado por el hombre para poder desarrollar dentro de él su existencia.6 Un código que debemos descifrar y que llega, incluso, hasta nuestros días, pues, también dentro de nuestra cultura de masas, mercantilizada y desacralizada, que sufre la tentación de la banalización monetizada y consumista subyace, a pesar de lo que dijera Walter Benjamin, la posibilidad de lo que este denominó el aura y que no es otra cosa que esa experiencia irrepetible de autenticidad que nos proporciona la cultura cuando tiene vocación de intemporalidad.7 Por eso la cultura ha interesado al poder y el poder a la cultura: porque ambas cosas se relacionan a partir de un interés mutuo. Un interés que circula bidireccionalmente y que, como veremos a continuación, libera una interacción recíproca.
Y es que el poder necesita posicionarse con respecto a los efectos deseados e indeseados de la experiencia cultural. Y, a su vez, la cultura necesita al poder para subvenir la producción creativa y, de paso, oficializarla mediante su reconocimiento e institucionalización. El activador de este interés bidireccional reside en que la experiencia cultural es un fenómeno que libera una capacidad interpretativa del mundo y de nosotros mismos que se renueva generacionalmente y que puede llegar a ser relevante como factor, incluso, de cambio social si se generaliza exponencialmente dependiendo de las circunstancias. ¿Se puede olvidar al respecto aquello que decía Hannah Arendt al recordar que está “en la naturaleza de la condición humana que cada generación nace de un mundo viejo; así, preparar a una generación para un nuevo mundo solo puede significar que uno desea apostar por los recién llegados para que tengan su propia oportunidad por lo nuevo”?8
Un fenómeno este que la cultura impulsa extraordinariamente al nacer de la potencialidad subversiva que aloja en su seno la propia creación cultural y que, por resumir, reside en el hecho de que la cultura contribuye decisivamente a que cada individuo pueda ser un creador de sí mismo, un creador que reinvente de nuevo su propio mundo. Por tanto, si la cultura aloja en su seno una potencialidad extraordinaria de sugerencias que puede espolear peligrosamente el espíritu humano hacia el cambio, no es de extrañar que el poder, o los poderes, hayan querido desplegar sobre ella una estrategia de vigilancia más o menos difusa que, al mismo tiempo, les ha permitido, con la excusa de su fomento, condicionarla y utilizarla para sus propios fines.9
De ahí que, a lo largo de la historia, el poder no haya bajado la guardia a la hora de interactuar con los promotores de la experiencia cultural y con la cultura misma, y que estos, a su vez, no hayan dejado de sentir la tentación de querer influir en el curso de la historia o, más mundanamente, pasar a la posteridad mientras se disfruta del favor o el halago de los poderosos. ¿Acaso no sucedieron ambas cosas en la Atenas democrática cuando Sófocles escribió Antígona y ofreció al pueblo que lo aclamaba como artista –y de quien nacía la fama que lo mantenía–, una reflexión que, al servicio del partido democrático que lideraba su amigo Pericles, justificaba la superioridad moral de las leyes democráticas sobre las que emanaban de un tirano, al describir a estas últimas como leyes sin más límite moral que la sola y desnuda voluntad de un único hombre? Y qué decir de Virgilio, protegido por el poderoso Mecenas e introducido por este en el favor de Augusto, y al que el primero de los príncipes romanos no dudó en proteger para que escribiera la Eneida con el fin de dar a Roma una épica que entroncaba la urbe de Rómulo y Remo con la mítica Troya y, de paso, a la dinastía imperial con la familia de Eneas, el superviviente de la ciudad que fue aplastada por la fama de Homero y el relato de la Ilíada.
En uno y otro ejemplo se plasma con claridad esa interacción en la que se conjugan intereses recíprocos que terminan ahormando una estructura simbiótica entre el poder y la cultura que hace que ambos se necesiten y utilicen debido a la persistencia e intensidad de sus relaciones. Es más, en ocasiones, esa simbiosis ha desembocado también en una auténtica seducción mutua. Seducción que ha hecho que, incluso, se hayan llegado a confundir los papeles de uno y otro. Así sucedió, como describe Marc Fumaroli, cuando Luis XIV satelizó la cultura alrededor de su corte versallesca y puso todos los resortes del tejido cultural de la Francia de la segunda mitad del siglo XVII al servicio de la loa del Rey Sol y de su política absolutista. Experiencia que tuvo su réplica cuando la rive gauche parisina divinizó al intelectual y lo convirtió en la segunda mitad del siglo XX en una emulación del filósofo-rey platónico al confiarle el papel de encarnar una clase con la responsabilidad histórica de liderar el cambio social y la revolución a través del monopolio de la cultura.10 Es cierto que en estos supuestos de seducción que acabo de mencionar concurren patologías teóricas monistas. Pero no es menos cierto que son consecuencia de una especie de tensión erótica surgida entre el poder y la cultura que lleva a sus protagonistas a extremos que los totalitarismos luego bendecirían bajo la idea de un Estado total que hacía de la cultura la expresión superior del espíritu de una nación o una clase. Con todo, la seducción que brota de esa interacción es un factor a tener en cuenta más allá de los casos patológicos mencionados.
Que la seducción existe es evidente. Lo que deja de serlo son los motivos de la misma. Esto nos lleva a tener que preguntarnos si el simple interés recíproco que antes mencionaba puede liberar esa seducción que conduce a que el poder y la cultura puedan llegar a confundir sus papeles y suplantarse.
A simple vista parece que la respuesta tendría que ser negativa. La comunidad de intereses justifica el diálogo entre ambos, pero no permite explicar dónde radica la atracción inconsciente que circula soterradamente entre el poder y la cultura. Quizá la introducción de un testimonio de parte en nuestro análisis pueda ayudarnos en esta tarea. ¿Y qué mejor testimonio que el de Virgilio, al que antes citamos? Hermann Broch lo convirtió en protagonista de una de las grandes novelas del siglo XX, La muerte de Virgilio, obra que recrea los momentos previos al fallecimiento del poeta, cuando enfermo y agotado por su fama quiso romper los vínculos que le habían atado al poder destruyendo la Eneida.11 Voy a detenerme en ella porque será el escalpelo que nos permitirá diseccionar esa corriente erótica que ha conducido históricamente al poder y la cultura en pos de un abrazo ritual que bien podríamos definir como una afinidad electiva.
Hablamos, por tanto, de una afinidad recurrente que, como describió Goethe, actúa como una atracción imperativa y misteriosa que desestabiliza las relaciones establecidas y provoca situaciones tan conflictivas y, a la postre, paradójicas como las patologías que antes mencionábamos. En fin, una afinidad electiva que, por supuesto, los protagonistas negarán, aunque íntimamente son conscientes de vivir porque son víctimas de un anhelo de completitud que Platón abordó en sus diálogos y que refleja la pulsión utópica que el poder y la cultura comparten en su deseo de recrear el sentido del mundo conforme a sus respectivos ideales. Pues bien, yendo a la novela de Broch, la atracción mutua que lleva a Augusto y Virgilio a ligar su labor política y cultural fue la de saberse compartiendo un propósito superior que era común a ambos: plasmar en una obra definitiva la completitud del espíritu romano. Para lo cual se fundirían Roma y la Eneida en una unidad que fuese espejo y reflejo de sí misma. No fue como adelantamos más arriba la simple comunidad de intereses lo que movió a uno hacia otro. Fue la seducción de saberse autores que estaban compartiendo una identidad de propósito que era majestuosa: suplantar la realidad a través de una experiencia simbólica que hiciera de Roma una obra de arte total que desafiara al tiempo con la solidez de un imperio que oscurecía al de Alejandro y la belleza de una lengua que silenciaba al griego de Homero. Por eso, cuando Virgilio quiere destruir la Eneida encuentra la oposición radical de Augusto, ya que su propósito frustra el ideal de completitud que los unió. Y porque, además, descubre una debilidad inconsciente de Virgilio a la hora de creerse su propia misión. Algo que hace que el emperador tenga que recordarle que: “tu poema rebosa del más noble conocimiento; en él se halla desplegada Roma y tú la abarcas tanto en sus dioses como en sus guerreros, como en sus campesinos; abarcas su gloria y piedad, abarcas el espacio romano en su totalidad, como abrazaste la edad romana, que alcanza hasta el poderoso antepasado troyano, pues todo lo has retenido”.
Ante estas palabras que pronuncia el heredero de Julio César la pregunta es clara: ¿por qué quiere el poeta romper la afinidad con Augusto destruyendo la Eneida si como dice Virgilio: “César, tu obra, tu Estado es la imagen realmente válida del espíritu romano, no la Eneida, y por eso tu obra subsistirá, mientras que la Eneida está predestinada al olvido y por eso mismo debe ser consagrada al sacrificio”? ¿Por qué le dice esto a quien era además su mecenas? ¿No será porque la supuesta afinidad electiva que alimenta la histórica relación entre el poder y la cultura no es tal sino, más bien, una fascinación recíproca que oculta un narcisismo inconsciente que deforma la visión del otro como espejo de la idealización de uno mismo? Es más, ¿y si la tensión erótica de la que hablábamos antes no es más que un reflejo autoerótico de la idolatría íntima que siente cada uno hacia sí? ¿No podría ser esta afinidad electiva otra más de las patologías que, como vimos más arriba, son tan frecuentes en la relación que existe entre el poder y la cultura? En esta línea, ¿no sería esa identidad de propósito que lleva a anhelar la completitud una deformación ideologizada de la búsqueda de perfección que hace que el poder quiera salirse de sus límites y la cultura de los suyos para suplantarse recíprocamente?
Como puede apreciarse, las preguntas se suceden una detrás de otra según se penetra en la textura inconsciente que sustenta las relaciones entre la cultura y el poder. La posibilidad de dar una respuesta a las mismas se hace cada vez más cuesta arriba ya que nos enfrentamos a una aporía que surge de la constatación de un problema insoluble: que el poder y la cultura se buscan y persiguen, aunque no saben conscientemente por qué. Concurre en ellos una afinidad tan recurrente como misteriosa e inexplicable que hace, eso sí, que compartan la soberbia de creerse capaces de crear lo perdurable a partir de cosas tan perecederas como las leyes y los gobiernos, o el arte y el conocimiento, pues, como apuntaba el propio Broch: ¿acaso no olvidan ambos que ni la justicia, ni la belleza, ni por supuesto la verdad inciden en la existencia, sino que tan solo logran abolir esta de forma simbólica?
Con todo, y por no eludir una respuesta a lo que apuntaba al comienzo de mi exposición, no negaré que la afinidad entre poder y cultura existe. De hecho, creo poder afirmar que es evidente, aunque no está claro que sea posible calificarla como electiva tal y como más arriba había aventurado, pues, como acabo de señalar: bien podría ser el producto de una fascinación onanista que persiguiera el propio ideal a través del deseo frustrado del otro; bien la manifestación compartida de una hybris utópica que tendiera por principio a olvidar que tanto la cultura como el poder son siempre idealizaciones temporales de una realidad a la que tratan de suplantar. ¿Cómo entender si no esa utopía simbólica que son Las meninas y en la que Velázquez tiene la osadía de interpelar directamente al tiempo y la realidad mediante una estrategia en la que juega con el reflejo sustitutivo de la existencia, y donde los rostros del poder se colocan en el mismo plano que el espectador atemporal que se ve convertido sin contar con su voluntad en parte del relato visual que capta en el cuadro?12 ¿Acaso Velázquez no logró a golpes de mancha de color esa absoluta subordinación a la verdad idealizada que sustentaba la lógica imitativa del arte como expresión utópica que inauguró la Modernidad?
Con Las meninas se evidencia que para la modernidad la cultura y el poder formaban un tándem tan afín como electivo y deseado. Un tándem que evocaba “un triunfo temporal de la autoridad”, incluyendo la que ejercía el pintor de cámara que se tomaba la libertad de retratar la majestad política dentro de un marco prudente de convivencia doméstica.13 Así, el dúo que formaron Velázquez y Felipe IV personifica la actitud reclamada por Gracián de elaborar la ideología de una monarquía que se parapetaba estéticamente frente a la decadencia y que, luego, la Ilustración, transformó en utopía al convertir la categoría de lo estético, según Terry Eagleton, en el “meollo de la lucha de la clase media por alcanzar la hegemonía política”.14 Algo que finalmente consumaron las revoluciones trasatlánticas que transformaron la cultura en una sublimación del poder. Con ello, se realizó políticamente el ideal subjetivo proclamado por el Sapere aude! kantiano. Una idealización de la subjetividad que permitía al hombre salir de su minoría de edad y que tuvo en la cultura una pedagogía fundamental, pues ¿acaso no contribuían a ello la lectura, la música, la pintura, el teatro o la contemplación estética de la naturaleza? De este modo, la Ilustración consideró la cultura un instrumento del cambio social. Ella derribaba la tutela que había encerrado entre rejas la libertad del ser humano. Y ella era quien podía redimirlo ofreciéndole los resortes de una experiencia cultural que lo hacía adulto y dueño de su destino.
Caídas la Corona, la Iglesia y la nobleza en el desempeño de los viejos instrumentos del patrocinio, la cultura quedó dentro de la órbita de las clases medias y pasó a formar parte de los fundamentos de un diseño que, desde la Revolución francesa, intelectualizó el ejercicio del poder. ¿Cómo entender, si no, que se confundieran los mecanismos deliberativos de la democracia con la idea de que la cultura facilitaba la concienciación del sujeto como ciudadano? ¿No formaba parte de esta estrategia que, al tiempo, que se ampliaba el censo electoral se democratizaba el acceso a la cultura con las primeras leyes de instrucción y las primeras intervenciones públicas en materia de protección de monumentos, conservación del patrimonio, impulso de las bellas artes o creación de los primeros museos?
No cabe duda de que todas estas iniciativas contribuyeron a socializar tanto la democracia como la experiencia estética de la que surgieron el mecenazgo, el coleccionismo y los hábitos de consumo cultural de la burguesía decimonónica en Europa. Una socialización que compatibilizó lo público y lo privado, y que explica la difusión de espacios culturales e iniciativas que, desde la sociedad civil, vertebraron una oferta cultural que facilitó la aparición de la democracia de masas y, con ella, esa especie de industrialización de lo bello que, según Valéry, influyó tanto en la modificación radical que experimentó el arte entrado el siglo XX.15
Esto fue especialmente relevante en países como Inglaterra y Francia, donde fue posible que el conjunto social quedase estetizado, al menos en la superficie, pues, en palabras de Eagleton, “lo estético no es aquí otra cosa que un nombre para el inconsciente político”.16 Y esto explica por qué nuestro país sigue arrastrando anormalidades como el escaso fomento del mecenazgo y el coleccionismo privado, o la fragilidad de nuestro tejido social de iniciativas culturales al margen de los poderes públicos. De hecho, ¿no podría afirmarse que estas anormalidades culturales tienen su origen en la debilidad política y estética de nuestras clases medias en el siglo xix? Es más, ¿no podríamos ver en ello la explicación de esa cultura de la cursilería que institucionalizó, como señala Noël Valis, el mal gusto decimonónico y que, posteriormente, favoreció tanto el predominio kitsch entre las clases medias del franquismo como la oficialización de unos hábitos culturales que estaban al servicio de la propaganda de la dictadura?17
No voy a analizar ahora cómo se produjo en Europa la irrupción de un dirigismo cultural que neutralizó la capacidad crítica y la potencialidad para el cambio social que vimos que contenía la cultura a partir de la Ilustración. Baste decir que, bajo el peso del siglo de los totalitarismos, la cultura se traicionó a sí misma. Se dejó llevar por un monismo utópico que le hizo creer que podía hacernos mejores y suplantar el poder mediante un discurso de clase que, como denuncia Bourdieu, daba títulos e, incluso, edificaba cuarteles culturales desde los que amenazar la paz social si no se admitían las soflamas que voceaban sus portavoces.18 Tampoco analizaré en quién descansó esta responsabilidad ni me deslizaré por ese inquietante tobogán de la denuncia de la profesionalización cultural que abordó Sánchez Ferlosio en nuestro país con un famoso artículo que tituló “La cultura, ese invento del Gobierno”.19 Artículo que, por cierto, ha tenido su continuidad a través de las estimulantes reflexiones que Guillem Martínez o Ignacio Echevarría, entre otros, desarrollan alrededor del concepto de “Cultura de la Transición”.20 Evito, por tanto, de forma consciente todas estas cuestiones porque me gustaría afrontar ya el final de este artículo. Y lo quiero hacer reivindicando una adaptación a nuestro tiempo de aquel discurso situacionista que rechazaba el aburrimiento y la insignificancia mediante la defensa de una revolución basada en la cultura y que estuviese al servicio del cambio social y el fortalecimiento de la capacidad crítica y de reinvención del ser humano.
Digo esto consciente del momento crítico por el que atraviesa la cultura en nuestro país debido a los efectos de una crisis que nos abraza sin piedad, de la subida del iva que pesa gravemente sobre parte de la cultura, de los recortes de las administraciones que la achican y de la sinrazón tecnológica que la arrincona universalmente al santificar lo utilitario y práctico. Pero lo digo, también, porque esta situación crítica abre oportunidades para nuevas cuñas democratizadoras que despejen el camino hacia experiencias políticas y estéticas revolucionarias como las que trata de impulsar la nueva sociedad civil digital. Experiencias renovadoras del ideal kantiano que antes mencionábamos. Y que permiten apoyar iniciativas que, como el crowdfunding, detectan el talento creativo en las fronteras más ambiciosas de la vanguardia y al margen de los circuitos oficiales de la cultura, movilizando unas clases medias digitales que se implican en su patrocinio mediante miles de pequeñas contribuciones que organizan una estructura global de voluntariado cultural que refuerza el papel de los nuevos modelos de sociedad civil del siglo XXI.
Gracias a iniciativas como esta no solo se estimula un mecenazgo transversal que detecta talento y lo promueve dentro de un entorno horizontal y no jerarquizado, sino que se favorece una experiencia estética global que democratiza los gustos y desarrolla dinámicas de participación cultural masivas. Algo que me permite afirmar que, aunque la cultura sufre la incredulidad colectiva que padece el resto de los grandes metarrelatos del pasado, sin embargo, conserva el fundamento de su experiencia radical, y que no es otra que ofrecerse como un desciframiento desnudo que ayuda a explicar nuestras propias heridas y esa fragilidad que nos hace hoy, como ayer, y como mañana, humanos, demasiado humanos. Por eso, creo, con Fredric Jameson, que más que desaparecer, en realidad, la potencialidad simbólica de la cultura se ha escondido “bajo tierra, consumando su efecto pero de forma inconsciente”.21 De ahí la inevitabilidad de su potencialidad refundadora, pues, aunque no puede hacernos mejores, preserva toda su capacidad para hacernos más profundos y críticos, empezando por nosotros mismos.
Esto me permite terminar, por fin, volviendo a Broch y a La muerte de Virgilio. Concretamente a la decisión que llevó al poeta a desear la destrucción de la Eneida. Y es que en esa decisión reside el secreto de la portentosa capacidad de sugerencia que tiene la cultura para desatar el espíritu humano y moverlo apasionadamente a querer reinventarse a sí mismo y su mundo. Por eso la cultura es tan peligrosa para el poder y, por tanto, tan necesaria. Porque la cultura debe ser siempre atendida como una necesidad que impide que el hombre se barbarice víctima de sus propias debilidades y frustraciones. Porque la cultura nos ayuda, más que nunca, a que todos, que somos víctimas de la crisis que padecemos, podamos repensar con sinceridad los motivos más profundos que nos han conducido hasta ella. Porque la cultura despliega un sentido de autenticidad que es la causa de que aquellos que se entregan a ella puedan ser más profundos y críticos. Virtudes ambas que nos conectan con ese ideario político de la Ilustración que sigue siendo soporte de cualquier ciudadanía responsable y el fundamento que debe presidir unas relaciones saludables entre el poder y la cultura.
Pues bien, ¿por qué el Virgilio de Broch quería quemar el poema épico que le atribuiría la inmortalidad? Porque no se veía digno de ella. Porque la afinidad que le unió a Augusto había hecho de él un instrumento del poder que lo utilizó pero que él, a su vez, no dudó en utilizar para conquistar sin discusión los laureles de la fama. Porque la náusea de saberse víctima de su propia soberbia le llevó a sentirse culpable de haber querido la inmortalidad de presidir el Olimpo de la cultura oficial. De ahí que su ejemplo imitativo nazca del gesto valiente de su renuncia, que no es otro que expiar la hybris que lo devoró como persona enmudeciendo como autor, esto es, quemando la obra que le catapultó como poeta oficial y, de paso, destruyendo el pasaporte definitivo hacia una inmortalidad de la que no se sentía merecedor. Un ejemplo que solo la cultura es capaz de brindarnos al hacerla poseedora de esa pulsión imitativa que la intimidad inesperada con ella puede liberar en cualquiera de nosotros y cuando menos lo esperemos. Y un ejemplo que justifica, una vez más, que veamos en la cultura respuestas a la crisis que siempre acompaña el difícil devenir de la existencia humana.
A la vista de ello, ¿podemos prescindir de la cultura en estos momentos? ¿Podemos justificar reducir su peso y su protagonismo? ¿Podemos inducir a la gente a que lea menos, vea menos cine y teatro, escuche menos música o reduzca su presencia en galerías, exposiciones o museos? ¿Podemos permitir que sea marginada por culpa de una cosmovisión científico-técnica y utilitaria que degrada su profundidad crítica o la inserta en un relato de consumo de masas en donde se ve homogenizada bajo el peso de su trivialización?
Rotundamente, no.
No solo por la crisis, sino porque estoy convencido de que únicamente con la cultura, y desde la cultura, se puede impedir la consolidación de esa barbarie que asola nuestras sociedades avanzadas y que no es, precisamente, aquella que invocaba Cavafis. La crisis no afecta a esos bárbaros que, en palabras de Alessandro Baricco, “tienden a leer únicamente los libros cuyas instrucciones de uso se hallan en lugares que NO son libros.”22. No, la crisis los retroalimenta. Hace que crezca la influencia de esos bárbaros al convertirlos en el fenotipo-rey de una mentalidad que busca que las cosas se adapten a su imposibilidad de elevar a experiencia su cotidianidad. Refuerza su capacidad para, incluso, banalizar más la cultura al fomentar el apetito espectacular de homologarse a un tiempo que ha dejado de creer que el camino para el sentido esté en el dolor de la búsqueda de nuestra propia identidad. Y expande su protagonismo como un tsunami silencioso que va anegando los reductos y santuarios culturales que todavía subyacen bajo la fisonomía humana y favorece la mutación de esta en el rostro de una barbarie que sustituye la reflexión por la velocidad.
“Quiero simplemente que mires a tu alrededor y tomes conciencia de la tragedia. ¿Y cuál es la tragedia? La tragedia es que no existen ya seres humanos; no se ven más que artefactos singulares que se lanzan unos contra otros.”23 Así hablaba Pier Paolo Pasolini poco antes de morir en 1975. Y la fuerza de su denuncia sigue en pie porque la crisis de la que somos víctimas es, en gran medida, consecuencia de esa tragedia descrita por él. Si sus palabras ya no nos conmueven o ni siquiera nos hacen pensar, entonces, es que la barbarie se ha instalado definitivamente entre nosotros como un Poder, ahora sí con mayúscula. Pero si lo consiguieran, si nos hicieran sentir la hondura de esa tragedia que describen, entonces, es que a pesar del pesimismo todavía subyace la esperanza como posibilidad. Y, cómo no, de la mano de esa experiencia única que nos aporta la cultura. ~
1 Michel Foucault, “Los intelectuales y el poder”, entrevista a Michel Foucault por Pilles Deleuze, en Microfísica del poder, Madrid, Editorial La Piqueta, 1979.
2 José Antonio Maravall, La cultura del Barroco, Barcelona, Ariel, 2002.
3 Clifford Geertz, La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 1988.
5 Aby Warburg, El ritual de la serpiente, México, Sexto Piso, 2008.
6 Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, México, fce, 1972, vol. 1.
7 Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en Obras, Madrid, Abada, 2008, Libro I, vol. 2.
8 Hannah Arendt, La condición humana, Madrid, Paidós, 1958.
9 Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Madrid, Siglo XXI, 1994.
10 Marc Fumaroli, El Estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna, Barcelona, Acantilado, 2007.
11 Hermann Broch, La muerte de Virgilio, Madrid, Alianza Tres, 1995.
12 Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Madrid, Siglo XXI, 1998.
13 José Antonio Maravall, op. cit.
14 Terry Eagleton, La estética como ideología, Madrid, Trotta, 2006.
15 Paul Valéry, Piezas sobre arte, Madrid, Visor, 1999.
16 Terry Eagleton, op. cit.
17 Noël Valis, La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna, Madrid, Antonio Machado Libros, 2010.
18 Pierre Bourdieu, op. cit.
20 vv. aa., CT o la Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española, Barcelona, Debolsillo, 2012.
21 Fredric Jameson, “Prólogo” a Jean-François Lyotard, La condición posmoderna.
22 Alessandro Baricco, Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación, Barcelona, Anagrama, 2008.
23 Tomado de Georges Didi-Huberman, Supervivencia de las luciérnagas, Madrid, Abada, 2012.
(Santander, 1966) es consultor, escritor y profesor universitario. Su libro más reciente es 'El liberalismo herido' (Arpa, 2021).