La dentadura de la reforma

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Las reformas constitucionales no tienen poderes mágicos para cambiar la realidad, pues nadie puede garantizar su aplicación, menos aun cuando el texto de una nueva ley está lleno de vaguedades. Tal vez por eso la sociedad mexicana ha acogido la reforma a la ley de telecomunicaciones con una mezcla de indiferencia y escepticismo. La multiplicación de canales de televisión no significa necesariamente un entretenimiento más imaginativo, ni una información más veraz. Sin embargo, y a riesgo de incurrir en wishful thinking, creo que algunos preceptos de la nueva ley podrían contribuir a erradicar las peores lacras la televisión y la radio comercial, si los encargados de la legislación secundaria, todavía pendiente, dan pasos concretos para revertir su proceso degenerativo. El reto es convertir las buenas intenciones de la reforma en normas aplicables, no solo a las nuevas cadenas, sino a las que ya existen.

Según la propuesta de ley, “el congreso debe asegurar el derecho de las audiencias, que incluye entre otros el de acceder a contenidos que promuevan la formación educativa, cultural y cívica, así como la difusión de información imparcial, objetiva y oportuna”. A juicio de los legisladores, el maltrato al espectador se debe a que en muchas ocasiones “las audiencias masivas de los medios no son consideradas como sujetos activos o interactivos, sino como un índice cuantitativo de comercialización. Bajo este esquema, las personas se reducen a una simple operación mercadológica, como puntos de rating”. En otras palabras, la ley define a la audiencia como un conglomerado de individuos y exige a los dueños y los operadores de los medios que dejen de tratarla como una masa embrutecida. Lo que ahora falta es precisar cómo se puede proteger al espectador de sus manipuladores, sin convertir al nuevo organismo regulador de la industria en un odioso censor del gusto mayoritario.

Ninguna institución pública puede atentar contra la libertad de expresión de las cadenas televisivas, ni es factible imponerles controles de calidad artesanal o de rigor profesional, pero los principales atentados contra la inteligencia de público son fraudes al consumidor que la Procuradoría Federal del Consumidor debería perseguir de oficio. Uno de los más nocivos es la inveterada costumbre de pergeñar refritos de telenovelas exitosas, con título distinto y mínimas variantes para actualizar los libretos. Si la imaginación de los productores se ha secado al extremo de tener que plagiarse a sí mismos eternamente, la ley debería refrescarles la imaginación, prohibiendo cambiar el título de la telenovela reciclada, pues la audiencia tiene derecho a saber que se le está ofreciendo la misma gata con un leve revolcón. Los supervisores de la Profeco, o los del nuevo instituto encargado de regular los medios, que forzosamente deben ser gente con experiencia en el medio, leerían previamente los libretos y las sinopsis de los argumentos para determinar si las televisoras tienen derecho o no a cambiar el título de un culebrón refriteado. Quizá esto obligaría a los productores a ofrecernos una mayor variedad temática, y a contratar escritores en vez de “costureras” que remiendan historias ajenas.

En materia informativa también hay normas que pueden aplicarse a rajatabla sin violar la libertad de expresión. El famoso montaje televisivo en el que Genero García Luna, entonces director de la afi, simuló detener in fraganti a la banda de secuestradores donde supuestamente militaba Florence Cassez, debería sentar un precedente para que en el futuro ningún periodista televisivo pueda prestarse a esta clase de patrañas. Los periodistas que incurran dolosamente en fraudes informativos, como lo hizo Carlos Loret de Mola, deben exponerse a una fuerte sanción económica o quedar inhabilitados de por vida para conducir noticieros. Por lo que se refiere a la programación radiofónica, la ley secundaria de la reforma también podría tener un efecto benéfico si castiga la sucia práctica de la “payola” (la machacona transmisión pagada de canciones que las disqueras quieren popularizar en la radio), un contubernio que daña gravemente el oído musical de la audiencia. El pueblo mexicano ha demostrado tener un gusto musical admirable, cuando los intereses comerciales no lo envilecen. Por desgracia, en las últimas décadas, la masificación del gusto ha dado al traste con uno de nuestros patrimonios culturales más importantes. Si la payola es multada con severidad, el público elegiría sin burdas coacciones la música de su agrado y, gracias a la difusión masiva de nuevos compositores, quizá recuperaríamos una mínima parte del gran prestigio internacional que alguna vez tuvo nuestra canción popular.

Las tres normas que propongo afectan, sin duda, los intereses de las mafias incrustadas en la producción televisiva, los noticieros y la industria del disco pero no perjudicarían a ninguna empresa con responsabilidad social. …

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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