La era de la criminalidad

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Una de las primeras novelas de Leonardo Sciascia, A cada cual, lo suyo (1966), ha sido la última publicada por una editorial de Barcelona. Está allí la demostración de que el escritor siciliano sabía componer una historia con todas las reglas de la novela propiamente dicha y, por lo mismo, redondear una parodia de novela de ambiente judicial y político. Se trata de una de sus exposiciones más interesantes sobre la mafia, luego de El día de la lechuza (1961), y precisamente por esas dos novelas se le empezó a llamar “mafiólogo”, cosa que a él no le gustaba.

“No lo soy –decía–. Soy más bien un escritor italiano que conoce bien la realidad de Sicilia y que está convencido de que Sicilia ofrece una síntesis de problemas y contradicciones que bien podría constituir la metáfora del mundo moderno.”

Sciascia, que murió hace exactamente veinte años (el 20 de noviembre de 1989), tenía predilección por la novela de ideas. Y una de las más fecundas que tuvo –o una de sus premoniciones, que él prefería denominar deducciones– es la de la sicilianización del mundo, lo que ahora podría traducirse como “globalización del crimen” o “era de la criminalidad”.

Yo le pregunté en Siracusa, en el verano de 1985:

–¿Qué entiende usted por “sicilianización”?

–Yo entiendo por sicilianización del mundo una pérdida progresiva del valor de las ideas, ante el surgimiento arrollador de los intereses particulares. Ya no se gobierna en función del bien común sino a favor de ciertos grupos.

No a todos los escritores les gusta la novela de ideas. Muchos prefieren –como Juan Marsé– a los novelistas que no te deslumbran ni por las ideas ni por la lengua sino por la capacidad de fascinarte y atraparte con una historia. “En esto de la novela se ha metido mucho intelectual”, dice Marsé.

La verdad, reconocía el siciliano, es que “yo no tengo una gran fantasía creadora”. Sus personajes apenas se distinguen entre la vida real y la hoja de papel.

A cada cual, lo suyo –que a cualquier estudiante de derecho le recordará la definición de justicia que proponía Justiniano– es la primera novela siciliana en la que quiere mostrarse una mentalidad que viene de algunos siglos atrás: el modo de ser mafioso como una tendencia a creer más en la familia que en el Estado. Aquí el investigador del crimen no es un detective privado ni un agente del gobierno (como el Maigret de Simenon) sino un profesor solterón que vive con su madre y da clases de latín y literatura: el maestro Laurana. Lo mueve más la curiosidad literaria que la intuición del criminólogo. Porque lo que ha sucedido es que a un farmacéutico y a un amigo suyo, el doctor Roscio, los han asesinado en una partida de caza. Pero antes le ha llegado al farmacéutico Manno un anónimo compuesto con letras de imprenta recortadas. Al ver cómo se transparentaba la hoja que leía un carabinero con la luz de la farmacia, el profesor Laurana alcanza a leer una palabra en latín: UNICUIQUE. Con ello deduce que sólo de un periódico podrían proceder las letras: de L’Osservatore Romano, el órgano del Vaticano. ¿Y quién en el pueblo podría recibirlo? Alguien, el cura, el sacristán, de la iglesia. En esa línea prosigue la ingenua indagación del profesor y, cuando poco a poco va descifrando el misterio, establece que el anónimo era sólo un subterfugio para colocar al farmacéutico como falso blanco, puesto que el otro muerto, el doctor Roscio, estaba en pláticas con diputados de Roma que promovían investigaciones sobre la mafia. A esta trama se empalma otra necesidad de eliminar al doctor: la que incluía la perversidad manipuladora de su guapa mujer para volverse viuda y destapar la relación amorosa que ya tenía con un primo.

La curiosidad de Laurana es intelectual: “no podía ni debía confundirse con la de quienes, a sueldo de la sociedad, del Estado, capturan y entregan a la venganza de la ley a aquellos que la transgreden o violan”.

Sciascia pensaba que, por mucho que el Estado italiano la haya abatido, nunca se acabará con la mafia. ¿Por qué? Porque está en el corazón mismo de la familia siciliana, que incluye, como escribe Claude Ambroise, la presencia de “la madre fálica dominante en la sociedad mediterránea”.

Para un siciliano la familia es el Estado. Se atienden las ligas consanguíneas para iniciarse como un “hombre de honor”; por ello, en el seno de la Cosa Nostra, al candidato lo tiene que traer un tío o un abuelo, un primo o un hermano. En el rito el aspirante quema una imagen de Santa Rosalía (la virgen patrona de Palermo), a la que ha manchado antes con la sangre que se extrajo del meñique izquierdo con una espina de naranjo amargo, y mientras cunden las llamas jura la omertà, la fidelidad a la honorable sociedad, y acepta que de traicionarla morirá “en el corazón de los amigos”.

La mafia es una amistad. Un modo de ser y de pensar. Una mentalidad. Y se ha expandido por todo el mundo, incluso –en algunos países– como un estilo de gobernar y hacer política. Fue en el pasado, hacia la mitad del siglo XIX (época que más o menos coincide con el nacimiento de Italia como nación), un fenómeno rural. Los sicilianos no confiaban en la administración judicial de los reyes Borbones españoles que dominaban la isla y la mafia apareció entonces como un sistema de justicia informal. El capo mafioso era como un juez de paz.

La sicilianización podría ser, así, un ingreso en una nueva era: la de la criminalidad, que en otros términos y con otro razonamiento también han captado Moisés Naím, en Ilícito, y Misha Glenny, en McMafia, el crimen sin fronteras.

Es discutible y acaso ociosa la discusión sobre la “novela de ideas”. ¿No las tiene el Quijote? ¿No hay ideas en La montaña mágica, El extranjero, La náusea, La condición humana, Ulises? En todo caso, explícita o implícitamente –en Pedro Páramo y en Mientras agonizo no se ven las ideas–, atañen a lo que el escritor tiene que decir. Y de los libros de Sciascia –cuentos que son como ensayos, ensayos que son como novelas– queda en la memoria de sus lectores alguna visión del mundo y de su época. Por ejemplo, que la mafia es una asociación criminal con fines de enriquecimiento lícito para sus socios, que se sitúa como intermediación parasitaria e impuesta con medios de violencia entre la propiedad y el trabajo, entre la producción y el consumo, entre el ciudadano y el Estado.

En la tradición de Voltaire o de un polemista francés que tenía en gran estima, Paul-Louis Courier, Sciascia abandona la “pura invención literaria” y se dirige a los archivos, a rescatar historias olvidadas, como En tierra de infieles y La sentencia memorable. Escribe Puertas abiertas, sobre la pena capital: la historia de un juez que se niega a firmar una sentencia de muerte. Escribe El contexto, sobre el problema del error judicial, la inminencia de un golpe de Estado y, premonitoriamente, la fatalidad del “compromiso histórico” que le costó la vida a Aldo Moro.

No es poca la asociación de ideas y sugerencias e insinuaciones que nos ha consentido la relectura de los libros de Sciascia (Negro sobre negro, El día de la lechuza, Todo modo, La desaparición de Majorana, El caso Moro, El teatro de la memoria), pero lo cierto es que entre más pasa el tiempo más se parecen muchas de nuestras situaciones a la Italia de 1973, cuando se vivía una extraña “estrategia de la tensión”, es decir, cuando empezaba a producirse una especie de desvanecimiento o desaparición del Estado y empezaban a acumularse unos misterios políticos sobre otros, de raigambre criminal, sin resolverse. “¿Dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?”, se preguntaba Juan Rulfo. ¿Qué hay en el sistema de justicia penal mexicano que hace imposible la celebración –como en la misa– de la justicia?

¿Qué pensaba Sciascia del Estado? Que ya no existe. Lo que ahora existe son grupos, pequeños estados, es decir, organizaciones criminales, que actúan en función de los intereses particulares y de grupo. El interés general se ha perdido de vista.

¿Y sobre la pena de muerte? Que ni la humanidad ni la ley deben responder al asesinato con otro asesinato.

¿Y el intelectual? ¿Qué pasa con él? Es siempre un poco cortesano, un poco conformista, casi siempre está con el poder. Es una especie de abono para la planta política. Un intelectual debe mantener la vocación de estar siempre en la oposición.

¿Importa el periodismo? Hay la verdad de los hechos y existe un poder de la verdad que se puede ejercer. Este debería ser el periodismo: dar a conocer los hechos en el momento, cuanto antes. El periodismo es como un juzgado de primera instancia, donde tienen valor los hechos. En cambio, actualmente se practica un periodismo como de apelación, donde los hechos desaparecen –lo que los abogados llaman la materia desaparece– y sólo existe la forma.

En los meandros del poder, donde el gran capital arma la mano de los asesinos, tiene muy poca importancia la identidad de quién ha sido delegado para matar.

La democracia no es impotente para combatir a la mafia. O mejor: nada hay en su sistema que necesariamente la conduzca a imponerle una convivencia con la mafia. Por el contrario, tiene entre manos el instrumento que la tiranía no tiene: el derecho, la ley igual para todos, la balanza de la justicia.

Nunca se sabrá ninguna verdad respecto a hechos delictivos que tengan, incluso mínimamente, relación con la gestión del poder.

No es literatura lo que es fantasía sino la realidad tal y como es manipulada y sistematizada por el poder.

El poder ha adquirido ahora una cualidad fantástica. Es una realidad (terrible) que se ha convertido en ficción, y para convertirse de nuevo en realidad tiene que pasar a través de la literatura.

Cada vez que te dan a entrever una verdad es porque esta es necesaria para dar más fuerza a la mentira. ~

 

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(Tijuana, 1941) es escritor. Su más reciente libro es Padre y memoria (Ediciones Sin Nombre, 2009).


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