La España actual y la Segunda República

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Sucedió al final de los años sesenta. Un reciente doctor en Ciencias Políticas quiso publicar un libro acerca de los grupos de presión durante la etapa republicana, pero se encontró con problemas de censura. Acudió al propio ministro de Información, que era catedrático de la disciplina. El ministro poco menos que le abroncó porque en el original se trataba, entre otras cosas, acerca de la reforma militar de Azaña. Eso sí, le despidió con amabilidad regalándole varios libros. El ministro se llamaba Manuel Fraga y el libro finalmente se publicó en una editorial liberal.
     En esa época la etapa republicana era considerada todavía como vitanda en los medios académicos oficiales españoles, pero empezaba a despertar el interés de los científicos de la política; las facultades de Historia tardaron en admitir tesis doctorales sobre el periodo. Se comprende que fuera así, porque todo el mundo sabía que las Leyes Fundamentales de la dictadura resultaban inaceptables para los jóvenes doctorandos y además no significaban nada al lado de la omnipotente voluntad de Franco. Cuando se escribía por entonces acerca del primer ensayo de democracia española, aunque fracasado, se pretendía que hubiera otro y no resultara fallido. Por eso empezaron a convertirse en habituales los estudios sobre partidos concretos, acerca de las elecciones o sobre las políticas reformistas de los años treinta. Hasta el momento tan sólo existía la versión oficial contenida en libros de un partidismo beligerante a favor de las derechas, como el del periodista Joaquín Arrarás, biógrafo de Franco que publicó con unas notas vitriólicas los cuadernos robados de las memorias de Azaña que quedaron en manos del Caudillo. Claro está que también se podía recurrir, en los gustos más liberales, al libro de un hispanista francés, Jean Bécarud, cuya traducción pudo pasar la censura en fecha temprana.
     A pesar del caso citado en las primeras líneas de este artículo, en general, durante aquellos tiempos, la tolerancia de la censura concedió mayor espacio para la publicación de libros en cuyo contenido latía una discrepancia de fondo con la interpretación oficial. El autor de estas páginas pudo, por tanto, publicar un volumen acerca de las elecciones del Frente Popular en el que aparecía claramente que las izquierdas habían ganado las elecciones, aunque luego hubieran incrementado su ventaja por medios de dudosa honestidad. Al mismo tiempo, se debe tener en cuenta que también la versión que el régimen ofrecía cambió de un modo importante. Algunos historiadores militares ofrecieron una interpretación documentada en los archivos militares de lo sucedido en la Guerra Civil. Respecto de lo sucedido en el momento del estallido del conflicto, se abandonó la tesis de la conspiración de las izquierdas, pero se seguía defendiendo, en esos medios, la inevitabilidad del estallido al iniciarse 1936 y, además, se aseguraba que la insurrección de 1934 fue ya un antecedente de la inevitable guerra.
     Desde mediados de los años setenta hasta aproximadamente una década después, fueron apareciendo sucesivos estudios que poblaron las bibliotecas destinadas a este periodo político. Bien puede decirse que ya no existe tema relevante que no haya sido abordado en una tesis de autor español, preferentemente, o extranjero. Ha habido además una proliferación abrumadora de estudios provinciales y monográficos de interés modesto. Por tanto, desde hace algún tiempo se puede decir que las cuestiones más trascendentales de la experiencia republicana han sido suficientemente estudiadas. Desde los años sesenta hasta el momento presente ha transcurrido mucho tiempo y, a la vez que sobreabundan los estudios, parece haberse alejado el interés que entonces estaba justificado por las razones inmediatas que ya han sido aludidas. Sin embargo, en ocasiones aparece alguno de interés, como por ejemplo el muy reciente del británico Nigel Townson sobre el partido radical y el fracaso de la política de centro en España durante esos años. Aunque ha tenido la peor prensa y fama imaginables, si se leen las declaraciones de Lerroux, el dirigente de ese partido, a lo largo de la Segunda República, producen una impresión de prudencia y sensatez. Por supuesto, afirmaba que lo suyo era la camisa blanca bien planchada y no la roja o la azul. Quería que la República se consolidara e integrara a la derecha; no deseaba que adoptara un programa concreto que alejara de ella a muchos españoles. Pero, al lado de todo lo indicado, que parece contradecir ese mal recuerdo, el partido radical tenía sus graves defectos: fue oportunista, corrupto y titubeante. El destino de los radicales resultó merecido, pero lo que hicieron desde el poder entre 1933 y 1935 fue, aunque nada brillante, comparativamente moderado, y representó una continuidad en lo esencial con respecto al primer bienio republicano.
     Este juicio crítico coincide a menudo con los que, de carácter más general, suelen emitirse acerca de la experiencia republicana. Aunque, como es lógico, las interpretaciones varían mucho según la ideología del historiador de que se trate, cabe decir que abril de 1931 es considerado como el comienzo de una experiencia modernizadora muy interesante y el primer intento que realizó España para vivir la democracia como forma de convivencia colectiva. Fue protagonizado por una sociedad que ya era lo bastante desarrollada (era semindustrial más que agraria) como para hacer factible una democracia, aunque no lo bastante como para que fuera estable. Al mismo tiempo, cabe decir también de la sociedad española que podía padecer tensiones revolucionarias, pero era lo bastante desarrollada como para que en ella resultara inviable una revolución, como, por ejemplo, en la Rusia de 1917. Todas las reformas intentadas merecen, en principio, un considerable respeto, pero resulta más que discutible el orden de prioridades establecido entre ellas o la competencia técnica de quienes las llevaron a cabo. Los historiadores suelen coincidir en las alabanzas a la reforma militar, consideran positiva la mayor parte de las medidas sociales y bienintencionada la reforma agraria (pero poco y mal llevada a la práctica), y lamentan la ausencia de una política económica y la conflictividad por el planteamiento de la reforma religiosa.
     En los últimos tiempos se insiste de forma especial en que la Guerra Civil no fue causada únicamente por las tensiones sociales, ni siquiera sólo de forma primordial, sino por factores predominantemente políticos. Las causas de esta índole resultaron tanto o más importantes que las sociales, y se pueden resumir de forma muy simple. La Constitución favorecía la inestabilidad y no creó un área de consenso generalizado; la ley electoral primaba en exceso las mayorías y las coaliciones heterogéneas, de modo que un burgués liberal podía aparecer como candidato al lado, alternativamente, de un falangista o un trotskista. Los partidos políticos fueron entidades personalistas poco válidas para la articulación de demandas colectivas y escasamente organizadas en torno a programas. Hubo, además, un polipartidismo (un número excesivo de grupos políticos) y una polarización (enfrentamiento) que no contribuyeron a la convivencia; por añadidura, al sistema de partidos nacional se sumó otra estructura en las nacionalidades que lo hizo más complicado. Por si fuera poco, los partidos actuaron entre sí con suma deslealtad, de modo que la derecha y la izquierda republicanas conocieron movimientos subversivos y no los denunciaron en su momento con la suficiente energía a los gobiernos legítimos. La interpretación precedente es la que, por ejemplo, puede encontrarse en los libros de Stanley Payne y de Juan Linz, en los que, además, el caso español se integra dentro de una más genérica visión de la quiebra de las democracias a escala universal.
     Todos los factores políticos citados marcan la diferencia esencial entre lo que sucedió en 1931 y en 1977. Probablemente los españoles, desde los años setenta hasta, al menos, mediada la década de los ochenta, han tenido un recuerdo muy vivo y lacerante de la Guerra Civil. Antes es probable que la tendencia fuera más bien la contraria, en el sentido de que intentaron sobre todo olvidar. Luego, de forma lenta, como resultado de la reviviscencia del pasado familiar y de la divulgación histórica (en parte en los medios de la disidencia, pero incluso también en los del tardofranquismo), el pasado republicano o, quizá mejor, el descarrilamiento de aquella primera experiencia democrática dejó de ser el factor esencial para justificar la perduración de la dictadura, de acuerdo con quienes eran sus partidarios, y pasó a convertirse en una especie de peligro colectivo a evitar. La memoria histórica jugó de esta manera un papel esencial en la transición a la democracia.
     Su rastro se encuentra en muchas de las actitudes generalizadas entre los españoles en los momentos decisivos. Hubo circunstancias que parecían alimentar la crispación en las que, por la presencia, como una espada de Damocles, del recuerdo de los resultados de la discordia, se acababa por reconstruir el consenso. Sucedió así, por ejemplo, con ocasión del asesinato de abogados comunistas, en el momento de la legalización del pce o cuando el golpe de Estado del 23-F. El final de la República fue concebido como una enseñanza perpetua. A veces lo era con carácter genérico para el común de los ciudadanos, pero también inspiraba acciones concretas en el campo legislativo o gubernamental. Hubo, por ejemplo, un intento muy consciente de evitar el planteamiento de la cuestión religiosa como en los años treinta; la militar fue abordada con suma prudencia y sin espectacularidad, quedando resuelta tan sólo en el primer gobierno socialista. Los pactos de la Moncloa, según narra Fuentes Quintana, su inspirador, nacieron de la consideración de que la economía se convertía en un problema político esencial, sobre todo teniendo en cuenta la crisis mundial en los años setenta, como había sucedido en los treinta. Pero sólo podía ser abordada una vez que estuviera configurado el acuerdo político esencial. Éste se había gestado, tras la reforma política, en la primavera de 1977, con la aprobación de una ley electoral aceptada por gobierno y oposición y luego, en octubre, tras las elecciones, con una amnistía que perdonaba cualquier actividad violenta previa incluidas las llevadas a cabo por la policía política de la dictadura. Nada de esto hubiera tenido lugar sin tener en cuenta el peso de la experiencia frustrada de 1931. Se suele afirmar que en la transición española se olvidó mucho, pero sería más correcto afirmar que se recordó mucho más.
     Hubo, sin embargo, graves inconvenientes. En el fondo, respecto de ella siguió existiendo una profunda discrepancia entre la derecha y la izquierda españolas. Se suele poner como ejemplo a la transición española por el consenso logrado pero, en cambio, no se considera cuánto tiempo se mantuvo una antagónica memoria del pasado. Hasta mediados de los años ochenta, la mayor parte de la derecha había sido partidaria de la sublevación de Franco en 1936. Sólo en noviembre del año 2002 se ha llegado a una declaración unánime en las Cortes, relativa a aquella fecha, condenatoria del empleo de la violencia política. Antes de esta fecha se habían sucedido las propuestas de la izquierda para abominar de la sublevación —lo que resulta evidente— pero tildándola de “fascista” —lo que parece, cuando menos, inexacto—. La disparidad y el solapamiento de memorias colectivas distintas explica que en las ciudades españolas pueda haber calles o incluso monumentos con denominaciones del régimen anterior, el actual o incluso de dos beligerantes en la Guerra Civil. En el fondo, durante mucho tiempo la derecha ha pensado que la situación era tal, en el verano de 1936, que justificaba una sublevación, y la izquierda que la situación política en aquella fecha se podía calificar de casi normal.
     Este hecho señala los ostensibles inconvenientes que contrapesan en la balanza el muy mayoritario resultado positivo de la transición española. Pero sin duda hay otros. No sólo no se ha seguido lo que podríamos denominar como “una política de la memoria”, sino que incluso se ha procurado evitar cualquier recuerdo preciso, científicamente valioso e incluso admonitorio desde el punto de vista de la moral colectiva, si el mismo podía tener como consecuencia la división de los españoles. Cuando, con un gobierno de izquierdas, tuvo lugar el quincuagésimo aniversario de la Guerra Civil, el gobierno se limitó a una declaración genérica y lo mas neutra imaginable. Llama la atención el que la totalidad de quienes formaron parte del gobierno socialista de 1982 vieron su acceso al poder como una repetición de lo sucedido en 1931; además, ello les animaba a un tipo de actuación regeneracionista y reformista como la de esta fecha. Pero todos también llegaron a la conclusión de que el paralelismo les llevaba a comportarse con una extremada prudencia. Hay dos casos relativos a la transmisión del recuerdo del pasado que merece la pena recordar. Ramón Rubial, presidente del PSOE y ya implicado en política en los años treinta, llamó la atención de sus correligionarios sobre el hecho de que el haber obtenido la mayoría absoluta en 1982 no implicaba mayor facilidad que en el pasado. Gutiérrez Mellado, el general que fue vicepresidente con Suárez y pilotó la primera transición militar, aconsejó a González en 1986 que evitara cualquier conmemoración de los años treinta porque era “demasiado pronto”.
     Esta ausencia de una política de la memoria basada en una interpretación del pasado que tenga a la vez calidad desde el punto de vista historiográfico y contribuya a la convivencia, ha tenido como consecuencia, en primer lugar, que la política de reparación haya sido parcial e insuficiente. Se atendieron los casos mas apremiantes, como por ejemplo los de militares republicanos que carecían de pensión después de haber combatido en la Guerra Civil, pero no se atendió de ninguna forma a los perseguidos durante el franquismo, de modo que sólo a partir del año 2000 las comunidades autónomas empezaron a indemnizar a los presos y sancionados de la dictadura. En 2003 una comunidad autónoma —Cataluña— se ha planteado la posibilidad de revocar los autos judiciales del pasado. Tampoco ha tenido lugar una reparación aceptada por las dos partes de las sanciones económicas sufridas por grupos —sindicatos y partidos— o por individuos como consecuencia de la guerra de 1936. Familias que vieron incautados sus bienes por el Estado como consecuencia de la Guerra Civil no consiguieron recuperarlos.
     En cambio, en mi opinión, se produjo, si no una reparación, sí una pronta recuperación del exilio intelectual y cultural transmigrado a otras latitudes. En esto, además, se ha producido una actitud generalizada de parte de la opinión pública, de la élite cultural, y de todo el espectro político. Esta recuperación de las raíces perdidas de la cultura española tuvo lugar desde el propio franquismo y se aceleró en los años de la transición y durante el primer cuatrienio del gobierno socialista, hasta mediados de la década de los ochenta. Merece la pena recordar, por ejemplo, que fue a fines de 1977, celebradas las elecciones, cuando, como precedente a la apertura de relaciones diplomáticas entre España y México, tuvo lugar una reunión de intelectuales en este último país. Luego, en 1983-1984, se llevó a cabo una exposición en Madrid acerca del Exilio español en México. Lo que se recuperó en mucho menor grado fue la experiencia política del exilio republicano: en realidad lo que esas instituciones significaban en 1977 era ya bastante poco, y eso contribuye a explicarlo. En la prensa española de los años setenta aparece mucho más resaltada, por ejemplo, la vuelta de Claudio Sánchez Albornoz, presidente republicano pero valorado sobre todo en su condición de conocido historiador, que la disolución de las instituciones republicanas una vez que España se enderezó hacia el camino de la democratización. Hoy la documentación de esas instituciones se halla depositada en una Fundación privada significativamente promovida por un antiguo ministro de Franco que fue luego adversario suyo y mentor de Don Juan de Borbón (Pedro Sainz Rodríguez). A pesar de que la última declaración de consenso en torno a la Guerra Civil propugna y promete una política de protección integral de quienes padecieron el exilio, es cierto que actos concretos como la reunión de las Cortes republicanas de 1936 en México, merecerían algún tipo de reconocimiento consensuado en España. Este último calificativo es importante, porque conviene que la política de la memoria sea protagonizada y adoptada tanto por la izquierda como por la derecha (se tendría, por ejemplo, que rememorar el pacto al que llegaron en 1948 monárquicos y socialistas). De lo contrario, siempre existirá el peligro de seguir solapando el recuerdo colectivo de la derecha y la izquierda. Una reciente exposición en Madrid sobre el exilio, gestionada y patrocinada por Alfonso Guerra, tenía el mérito de recordar una parte de nuestro pasado, pero lo hizo quizá sin la altura y novedad exigibles y manteniendo tan sólo una óptica, la tradicional en la izquierda que vivió ese pasado.
     Como ya se ha señalado, existe una considerable diferencia entre los juicios políticos y aquellos otros de carácter cultural referidos al pasado republicano o el exilio. Los segundos resultan mucho más unánimemente positivos, en especial a partir del momento en que la derecha española se identificó, con mayor o menor acierto, con el liberalismo del pasado para hacer una política neoliberal en el presente.
     La recuperación del pasado cultural había comenzado antes, pero ahora se aceleró mucho a partir del comienzo de la transición. En poco tiempo, gracias a inventarios como el propuesto por José Luis Abellán, se asumió este pasado. Claro está que el grado de influencia que ejerció el exilio cultural recuperado varió mucho según los campos: fue, por ejemplo, menor en las artes plásticas que en la literatura. De cualquier modo, parece evidente que le proporcionó a los creadores españoles —a los exiliados de los años treinta y a los que se iniciaban en los ochenta— una conciencia de la dimensión planetaria de la cultura hispánica. Pero estas recuperaciones perdieron su peso específico propio cuando, en esa misma década, la creación se fue orientando hacia un cosmopolitismo como hasta el momento nunca había existido.
     En general ha habido una recuperación decidida de la vanguardia de los años veinte y de la política cultural de los treinta, considerándola como un testimonio de la voluntad regeneradora y modernizadora de una España del pasado con la que se desea conectar. Hay numerosos ejemplos de ello, por lo que basta tan sólo recordar tres: la próxima conmemoración del centenario de Alberti en pleno apogeo de la derecha; la celebración en 1986 de una exposición sobre Valencia como capital de la República, cuyo contenido se refería casi de forma exclusiva a materias culturales; y la repetición conmemorativa, en 1987, de las conversaciones de intelectuales que tuvieron lugar en 1937. En esta última se pudo percibir la diferencia existente entre el compromiso comunista del pasado y la identificación con la democracia en la década de los ochenta. Octavio Paz pronunció unas memorables y emotivas palabras acerca de cómo desde las posiciones defensivas republicanas en Madrid oyó las minas que cavaba el adversario. Ese descubrimiento del otro resultó el primer paso para luego creer en un sistema político en que, cediéndole terreno, se hiciera posible la convivencia. ~

Libros citados:
José Luis Abellán (ed.), El exilio español de 1939, Taurus, Madrid, desde 1976.
Jean Bécarud, La Segunda República española, Taurus, Madrid, 1967.
El exilio español en México, Ministerio de Cultura, 1983-1984.
Juan Linz, La quiebra de las democracias, Alianza, Madrid, 1987.
Stanley Payne, La primera democracia española. La Segunda República, 1931-1936, Paidós, Barcelona, 1995.
Manuel Ramírez, Los grupos de presión en la Segunda República española, Tecnos, Madrid, 1969.
Manuel Ramírez, La Segunda República. Setenta años después, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002.
Nigel Townson, La República que no pudo ser. La política de centro en España (1931-1936), Alianza, Madrid, 2002.
Javier Tusell, Las elecciones del Frente Popular, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1971.

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