Dicen que por ser lo más cercano al paraíso que jamás se haya conocido en esta tierra, Tomás Moro –que nunca la visitó– se dejó inspirar por las historias que contaban quienes volvían de aquella isla para escribir su Utopía.
La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; […] en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. […] Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.
Hace unos 80 años, un puñado de ingenieros y técnicos franceses se estableció en esa isla para controlar los vuelos intercontinentales de una aerolínea nacional.
[…] En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana, el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros.
En una playa modesta sin gente y sin nombre se construyeron unas casitas blancas, desde donde veían pasar su avión con toda puntualidad.
[…] la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla.
Pronto, los isleños comenzaron a llamarla “Playa (o “Punta”) de Air France”.
Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor. Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café.
Con el paso de las décadas, la aerolínea prescindió de sus técnicos pues depositaba ciegamente su confianza en esa utopía llamada “tecnología”.
Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total.
De vuelta a casa, habrán visto por última vez desde el óvalo nostálgico de la ventanilla su paraíso perdido: Fernando de Noronha.
Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada […] «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres.
Requiescant in pace.
A las víctimas del vuelo 447 y sus familiares.
Todas las citas provienen del cuento de Julio Cortázar “La isla a mediodía”.
– Enrique G de la G
Doctor en Filosofía por la Humboldt-Universität de Berlín.