ยฟHabรญa heredado aquella mirada de la que tan difรญcil resultaba saber si era de desafรญo o de miedo, la de los Mahuad o la de los Lรถwy? Apenas habรญa visto a su abuelo materno. No recordaba cรณmo eran sus ojos. Y mรกs de una vez habรญa descubierto los de su abuela convertidos en los de un ave rapaz. ยฟY los otros abuelos? No. Ellos eran Ochotecos. Torrijos. Gentes nacidas allรญ donde los ojos son como la tierra, recios. De pronto sintiรณ que lo veรญa todo desde el techo, como si ya no estuviera allรญ, sino a kilรณmetros y kilรณmetros de distancia. En Alemania. A principios de los sesenta. Allรญ en otoรฑo las calles de los cementerios se llenaban de hojas amarillas. Rรญos de oro viejo, crujiente, bajo un sol que se ponรญa muy pronto, cuando las camareras en los cafรฉs recorrรญan sus locales como si fueran hadas, repartiendo velas en cuencos de cristal, y los delantales de color blanco, que les llegaban hasta los tobillos, a pesar de tener las piernas tan largas, caracoleaban entre las patas de las mesas y de las sillas.
Todo esto entonces ellas no habรญan podido verlo. Solo cuando mucho despuรฉs volvieron por aquellas latitudes. Allรญ sus padres las mandaban a la cama tan temprano que nunca llegaron a ver las estrellas. Vivรญan en el nรบmero 7 de la calle principal de una pequeรฑa ciudad balneario. Y la casa era hermosa, aun estando casi por completo vacรญa. O tal vez por eso. Tal vez por eso fuera tan hermosa, porque en ella la luz, cuando salรญa el sol, se paseaba a sus anchas. Excepto unos pocos muebles y los libros que forraban las paredes, no habรญa allรญ apenas nada, algรบn juguete tirado por el suelo, un par de trapos con los que ellas se paseaban de una punta a otra y a los que dormรญan abrazadas y un muรฑeco de goma, el hombre de la arena, con la nariz, los ojos y los labios remordidos, un crรกter tumefacto en pleno rostro. En el jardรญn, en cambio, habรญa un buen montรณn de รกrboles. Sacudidos por las ardillas, que correteaban por el aire, cosquilleando la corteza de los troncos, eran el blanco de todas las miradas.
La casa estaba dividida en dos viviendas. Una, en la parte inferior, la habitaban los Schรคfer, los dueรฑos del edificio, una pareja sin hijos. En la otra, vivรญan ellos. Rita y Horacio habรญan llegado desde Espaรฑa con Elba en brazos y Jara hecha un ovillo en el vientre de su madre. Y, a pesar de que Rita hablaba alemรกn a la perfecciรณn y parecรญa uno de ellos, no habรญa sido fรกcil encontrar una casa. No les habรญan recibido con hostilidad, pero sรญ con una prudencia frรญa. ยฟQuรฉ le ocurre, Frau Schรคfer?, preguntรณ Rita una tarde que encontrรณ a su casera en el jardรญn con el rostro entre las manos. Con el plumero y un delantal, ella se habรญa apostado allรญ para espiar al vecino de la casa de enfrente, que, como cada tarde a la misma hora, acechaba las ramas del manzano. Herr Kischke era un hombre de unos dos metros de altura con un cuerpo que parecรญa hecho solo de mรบsculos y nervios. Con el cabello plateado, las facciones concisas, como talladas a cuchillo, y los ojos de un azul de aguas cristalinas que no se agitan con nada, debรญa de tener la fuerza y la agilidad de un muchacho.
Frisando los cincuenta, aquel gigante aรบn atraรญa a hombres y mujeres, aunque Rita, la primera vez que le vio, habรญa sentido un estremecimiento. Y despuรฉs, cada vez que se cruzaba con รฉl. Jamรกs la miraba a los ojos, quizรก porque esquivaba los suyos, aquellos iris claros que tan bien sabรญan marcar el territorio. Mi maridoโฆ La casera no pudo terminar la frase. Un hipo se tragรณ sus palabras. Pero respirรณ hondo y lo volviรณ a intentar. Estรก otra vez en la cรกrcel. Dejando caer el plumero, Rita se acercรณ a consolar a Frau Schรคfer, que retirรณ las manos y la mirรณ a los ojos, roja de vergรผenza. Me jurรณ que no lo volverรญa a hacer. Me ha jurado que no lo ha hecho. No se preocupe. En un par de dรญas estรก de vuelta en casa, jugando con Elba y con Jara, como la รบltima vez. La Schรคfer intentรณ sonreรญr. Su marido habรญa pasado ya unos dรญas en la cรกrcel, meses atrรกs.
Tambiรฉn mis hijas cada tarde, a una hora determinada, se desnudan, se le ocurriรณ aรฑadir a la espaรฑola. Cada tarde, recalcรณ, como si le costara creer lo que estaba diciendo. Se quitan todo lo que llevan encima. Claro que ellas lo hacen entre cuatro paredes. La otra la mirรณ un instante con la boca abierta, para despuรฉs volcar su miedo en el aire y en los oรญdos de la inquilina. Es que si vuelve a hacerlo, si alguien le denuncia, la sentencia puede ser de un aรฑo. Rita perdiรณ la mirada en el otro extremo del jardรญn. Allรญ era donde Schรคfer habรญa construido una especie de santuario para sus hijas. De uno de los abetos de las estribaciones del bosque habรญa ido colgando un montรณn de reliquias que ahora brillaban al sol y se movรญan con el viento. Jeringuillas, biberones y otros artefactos de colores pendรญan de largos hilos de nailon y parecรญan querer enredarse entre sรญ. Un bebรฉ de caucho, un pequeรฑo globo terrรกqueo, varios botes de crema y una bolsa de agua caliente se balancearon ante sus ojos.
El รกrbol del conocimiento del bien y del mal, lo habรญa bautizado Horacio, sin que Elba y Jara, convencidas de que su casa era la รบnica con derecho a un รกrbol de Navidad durante todo el aรฑo, lo entendieran. Tambiรฉn Verena y su hermano Michael, que vivรญan al otro lado del bosque, detrรกs de las rocas, y que se acercaban cada tarde a jugar con ellos, habรญan contribuido a la decoraciรณn. Apenas tenรญan juguetes. Preferรญan hurgar en la basura o entre los รบtiles que se empleaban en el jardรญn. Que Schรคfer les hablara del lugar con el que soรฑaba dรญa y noche. Una rรญa en la que siempre hubiera sol, montaรฑas de ocle y selvas de eucaliptos salpicadas de helechos y brezos entre los que se escondieran los cuervos y las cabras. Y de la hora de las hormigas voladoras, cuando al caer el sol las gaviotas dan giros bruscos en el aire, empujando compactas nubes de insectos que se mueven con las corrientes y a las que lanzan picotazos sin preocuparse de lo que hay a su alrededor.
Cuando hace poco viento, decรญa, descienden despacio, batiendo las alas, hasta que tocan el suelo y posan el tren de aterrizaje, plegando las plumas con cuidado. O imaginaba que recorrรญa la arena blanca y suave de una playa, buscando crustรกceos, recogiendo algas de color rosa, estudiando el cuerpo gelatinoso de alguna medusa varada en la ribera. Hay que aprender a leer el horizonte, solรญa repetir. ยฟPor el peligro?, le habรญa preguntado Verena en una ocasiรณn, perdiendo la vista entre las copas de los รกrboles, pues allรญ, en aquella regiรณn del mundo llena de bosques, era difรญcil contemplar la lรญnea del horizonte. Buena pregunta, aunque yo me referรญa al mar, a las costas y acantilados, donde hay que aprender a leer el horizonte, pues es de allรญ de donde suelen venir los cambios, el viento huracanado y las nubes mรกs negras. Y les describรญa los barcos pesqueros, perseguidos por enjambres de gaviotas. Surcan el agua como las novias camino del altar. Y cuando les da el sol parece que fueran tejiendo unas el velo y otras, las que comen de las redes, una cola larguรญsima.
Ninguno de aquellos niรฑos, como tampoco รฉl, habรญa visto el mar. Tal vez por eso le escuchaban con atenciรณn, porque, como los libros, les hablaba de lo que aรบn no conocรญan. ยฟY por quรฉ no va usted allรญ?, decรญan, desplegando esa inocencia tan prรกctica con la que los niรฑos suelen desarmar a los adultos. Hasta la luz necesita tiempo para viajar, respondรญa รฉl. ยฟCรณmo es que no le da miedo que sus hijas jueguen con รฉl?, preguntรณ ahora la Schรคfer. Tenรญa la voz cansada. Rita estaba convencida de que aquel hombre era incapaz de hacer daรฑo a nadie. Apasionada, impulsiva, se dejaba arrastrar por sus primeras impresiones. Aquรญ nadie permite que sus hijos se acerquen a รฉl. Solo Verena y Michael pueden hacerlo, como sus hijas. La Schรคfer levantรณ la vista y mirรณ hacia la casa de enfrente. Quizรก fue รฉl, el vecino, dijo la espaรฑola. Quizรก fue รฉl el que le denunciรณ.
A mรญ me acorralรณ el otro dรญa contra el muro del jardรญn, continuรณ, deseando que le hablara de รฉl. En plena calle. ยฟY quรฉ hizo usted? Escaparme por debajo de sus brazos. ยฟSe lo ha contado a su marido? ยกNo! Ya sabe cรณmo son los espaรฑoles. Ademรกs, Kischke me ha amenazado con ir a la fรกbrica a quejarse de que mis hijas lloran por las noches y no le dejan dormir. ยฟCree usted que mi marido podrรญa perder el trabajo por una cosa asรญ? No debe usted dejarse quitar la mantequilla del pan, sentenciรณ la otra, secรกndose los ojos con la punta de una manga. Rita la mirรณ sin comprender. Ni la mantequilla, ni el pan, ni la leche. Vaya a la policรญa. ยฟYo? ยฟA la policรญa? Rita guardรณ silencio un instante, aunque enseguida volviรณ a desatรกrsele la lengua. Para colmo, se pasa el dรญa al acecho, y no solo de las manzanas. Lo sabe todo acerca de los demรกs. Quiรฉn entra y quiรฉn sale.
Seguro que ha sido รฉl. La casera volviรณ a taparse el rostro con las manos. Muy educado, un poco tรญmido, Herr Schรคfer tenรญa las suyas grandes, fuertes, y al saludar las movรญa con torpeza y embarazo, como si tratara de atrapar una mariposa y al mismo tiempo temiera lastimarla, quitarle el polvo sin el que le serรญa imposible volar. Aquellas manos habรญan construido un cohete con lo que parecรญa un torpedo de la segunda guerra mundial. Schรคfer habรญa rascado la pintura, lo habรญa pulido y lo habรญa cortado a lo largo. Dentro no solo cabรญa cada uno de los niรฑos, incluida Verena, que habรญa cumplido ya los nueve, sino tambiรฉn รฉl, todo lo largo que era. Otro hombre altรญsimo, que calzaba un 46, pero que a veces miraba como si รฉl solo tuviera que soportar todo el dolor del mundo. Plateado, siempre reluciente, con una llave de grifo que servรญa de cierre desde el interior, el cohete se alzaba al fondo del jardรญn, cerca de las cuevas.
Casi todas las mujeres de por aquรญ salen huyendo en cuanto le ven, se lamentรณ la Schรคfer y apartรณ las manos de su rostro. ยกQuรฉ tontas!, exclamรณ Rita y vacilรณ un instante: Con lo guapo que es. La alemana sonriรณ con tristeza. Mรกs de una vez, cuando saluda a alguien por la calle, tiene que ver cรณmo cambian de acera o suben corriendo la ventanilla del coche y arrancan a toda velocidad. Alguno hasta se ha permitido escupirle. Hace tiempo que perdiรณ el trabajo y no ha encontrado otro. Desde entonces se dedica a hacer esas esculturas, aunque aquรญ nadie las va a comprar. El taller de Schรคfer estaba embutido en la pared de roca que se alzaba al fondo del terreno, donde, medio oculta por las ramas de un รกrbol, se abrรญa la cueva mรกs grande y hรบmeda. Allรญ habรญa colgado รฉl una lรกmpara industrial. Y allรญ acumulaba cadรกveres de mรกquinas llenas de herrumbre. Entre flores sucias.
Brocas para perforar la tierra, turbinas, sierras de vaivรฉn y todo tipo de cachivaches de metal se amontonaban junto a las varas de acanto, los racimos de capuchinas y las hortensias trepadoras. Una cuerda recorrรญa la pared de roca a la altura de los ojos, y de ella colgaban sus enormes guantes de tela tiznados, prendidos con unas pinzas de tender, una careta de soldador, unas tijeras para cortar chapa, un muestrario de limas y la cabeza calva de un muรฑeco cogida por una oreja. Aquel taller parecรญa el refugio de un alquimista del Renacimiento. El nuevo Piranesi, le llamaba Horacio, que habรญa estudiado ingenierรญa y sabรญa de cualquier otra materia tanto como los propios especialistas. En aquella gruta Schรคfer guardaba una colecciรณn de animales en botes de cristal. Araรฑas peludas, sapos moteados y gecos flotaban en un lรญquido viscoso con las manos abiertas. Minรบsculos racimos de carne que se habรญan quedado para siempre en el gesto de decir adiรณs.
El nuevo Piranesi encarcelado, pensรณ Rita y estuvo a punto de echarse a reรญr. Cuando Schรคfer se llevaba a los niรฑos a buscar material, todos juntos cantaban una canciรณn de traperos. Lumpen, Eisen, Knochen und Papier, alles sammeln wir. Trapos, hierro, huesos y papel, todo lo recoge รฉl, tradujo, buscando la rima tambiรฉn en su idioma. Sabรญa que a la casera le gustaba oรญrla cantar. Con los huesos se hacรญa jabรณn, recordรณ. Y en su interior escuchรณ el ruido de un hocico royendo un hueso. Quรฉ mala puede ser la gente. A mรญ me persiguen por el mercado porque cuando hace sol llevo a la pequeรฑa descalza en el carrito. Es usted una mala madre, gruรฑen. Se meten en todo. ยฟPor quรฉ le pinta las pestaรฑas?, me gritรณ ayer una. Nunca se las he pintado. Pero, ยฟha visto usted sus pestaรฑas? Los ojos de Rita relumbraron. Sรญ, claro que las habรญa visto. Y las ojeras fรบnebres que ribeteaban sus pรกrpados. Cuando voy a la compra, oigo cรณmo murmuran a mis espaldas. Cuidado, una espaรฑola. Yo me encojo de vergรผenza. Y todas las miradas se clavan en mรญ. ยฟCรณmo lo saben?
ยฟCรณmo saben que soy espaรฑola? Por las noches sueรฑo con sus caras inclinรกndose sobre mรญ. Y con sus bocas, picantes de maldad y de reproches. Son como ratas hambrientas. En aquel momento se oyรณ un chasquido. Una manzana se desprendiรณ del รกrbol y fue a caer en el jardรญn de la casa de enfrente. La silueta de casi dos metros que hasta entonces habรญa esperado agazapada atravesรณ el cรฉsped, se agachรณ y saliรณ huyendo con su botรญn. A una velocidad que a ellas les pareciรณ la de la luz. Por eso a la espaรฑola le gustaba tanto acercarse por allรญ. Y por eso, a veces se entretenรญa pasรกndole el plumero a algรบn รกrbol, para disimular su aficiรณn por aquel fenรณmeno que solรญa repetirse a media tarde. Cerca de donde Schรคfer habรญa colocado los que รฉl llamaba los guardianes de la cueva, dos piezas de hierro oxidado que parecรญan el rey y la reina de un inmenso juego de ajedrez. Hay que tener guardianes, solรญa decir con aire enigmรกtico, aunque no tardaba en explicar el porquรฉ con una frase que inquietaba aรบn mรกs a sus oyentes.
Porque el diablo corre por el mundo y aรบlla, decรญa, volviendo la vista hacia el jardรญn de la casa de enfrente. Son distantes. No tienen ojos, tampoco nariz. Ni boca. Y siempre estรกn quietos. ยฟCรณmo van a vigilar?, le habรญa preguntado Verena en una ocasiรณn. Son espรญritus solรญcitos, habรญa contestado รฉl. Estรกn a nuestro servicio, como los รกngeles de la guarda. Siempre van en pareja y te acompaรฑan. ยฟY sus hijas?, preguntรณ la Schรคfer. Las he dejado a las dos en casa, sentadas en sus orinales sobre la mesa de la cocina, mordisqueando un manojo de judรญas verdes. Asรญ no se mueven y yo puedo bajar al sรณtano a poner la lavadora. O me vengo aquรญ un ratito para ver cรณmo ese chiflado ronda nuestras manzanas. ยฟY no le da miedo que se puedan caer? No sabe usted lo que es tener dos niรฑas de esa edad. Mientras una da sus primeros pasos, tambaleรกndose, la otra corre, tropieza o se escurre y se estampa una y otra vez contra el suelo. No quiero ni pensar en lo que va a ser nuestra vida cuando aprendan a volar.
Frau Schรคfer la mirรณ asombrada. Le gustaba charlar con aquella espaรฑola tan particular. Rubia, de ojos azules, tenรญa ascendencia alemana y, por lo que le habรญa contado, tambiรฉn judรญa. Y hasta unas gotas de sangre รกrabe. Todo un prodigio de mujer. Dulce, risueรฑa y soรฑadora, de vez en cuando soltaba alguna ocurrencia algo estrambรณtica. Decรญa que una tarde habรญa visto crecer la hierba. Cรณmo los pelos verdes brotaban de la tierra oscura, rompiendo la costra hรบmeda, congelada. Y que cuando su marido se marchaba de viaje cada noche le escuchaba respirar. O las ponรญa en prรกctica. Como salir a segar el jardรญn el dรญa que le tocaba hacerlo con un traje rojo de punto, muy ceรฑido, zapatos de tacรณn alto y pestaรฑas postizas, aunque lo cierto es que casi siempre iba vestida asรญ, pero al verla con la segadora en marcha, dando vueltas, la gente se paraba en la calle a mirar.
La mayor solo come gracias a las ardillas que se descuelgan por los troncos frente a la ventana. Se queda con la boca abierta y asรญ consigo meterle alguna cucharada. Mastica un poco, sin ganas, y da vueltas y vueltas a cada bocado, hasta formar una bola repugnante. Y si lo que le doy es purรฉ, lo deja caer babero abajo sin despegar los ojos de las pรกginas de un libro de tela con estampas de animales que le ha regalado su padre. Se alimenta casi รบnicamente de palitos de sal. Estรก tan delgada que se me escapa por entre los barrotes de la cuna. Tal vez se estรฉ dejando morir de celos, susurrรณ la Schรคfer. Rita recogiรณ el plumero y lo sacudiรณ por encima de su cabeza. Imposible. Solo se llevan once meses y son inseparables.
Pero ahora que lo diceโฆ Cuando vamos de paseo, a menudo me paran por la calle y la gente me pregunta si pueden hacer una foto. Yo las coloco a las dos, pero solo quieren retratar a la pequeรฑa. No, la rubia, no, dicen. Y hacen gestos con la mano para que la aparte. Esa niรฑa tiene la mirada triste, intervino la Schรคfer. La de Rita se volviรณ aรบn mรกs traslรบcida. Y, como si hurgara en lo mรกs hondo de su corazรณn o le avergonzara lo que estaba pensando, empezรณ a balbucear: La verdad… La casera, para animarla a proseguir, sonriรณ. Cuando me enterรฉ de que estaba embarazada, dijo Rita al fin. Quise deshacerme de ella. De la mayor. Me pasรฉ semanas levantando una y otra vez un sillรณn muy pesado. Y cargando lo que fuera de acรก para allรก. Hasta soรฑรฉ con caerme por las escaleras. รramos tan felices los dos solosโฆ
Que no la oiga decir eso. Los niรฑos oyen hasta lo que uno no llega a pronunciar jamรกs. Y ven lo que nadie percibe. Solo que no lo dicen, lo llevan en los ojos. Estando embarazada de la pequeรฑa, continuรณ Rita, casi a punto de dar a luz, descubrรญ una tarde a Elba mirรกndome de una manera extraรฑa. No a los ojos, sino al bulto, cuando de pronto se puso a mover las manos en el aire como si fueran tijeritas y a repetir en voz baja: ยกTe corto! ยกTe corto! Pensรฉ que se me adelantaba el parto. Desde la entrada del jardรญn les llegรณ un silbido. Fuerte, alegre, no era el trino de un pรกjaro cualquiera, sino el de Horacio, que volvรญa de trabajar. Un sonido que su mujer y sus hijas reconocรญan en cualquier parte. En cuanto lo escuchaban, volvรญan la cabeza. Y allรญ estaba, el rostro moreno, de mirada inteligente, la sonrisa lenta y franca y el cabello negro, abundante. La espaรฑola se despidiรณ. Pali, llรกmeme Pali, indicรณ la casera. Mi nombre es Paula, pero los amigos me llaman Pali.
Aquello en Alemania, donde la gente seguรญa tratรกndose de usted al cabo de los aรฑos, era una prueba de confianza. Por las escaleras, Rita comentรณ que Schรคfer estaba otra vez en la cรกrcel. Apuesto a que ha sido Kischke el que le ha denunciado. ยฟHas averiguado algo sobre รฉl? Que creciรณ en Hamburgo y trabajรณ tambiรฉn allรญ, contestรณ Horacio. En Neuengamme. Ella se estremeciรณ. Y vio un montรณn de siluetas cadavรฉricas, de esqueletos envueltos en harapos, que, apretujados sobre el lodo, se agolpaban ante una fila de barracas. Hasta los niรฑos, envejecidos para siempre. Con la mirada fija. Los ojos, desorbitados. Los pรกrpados, oscuros. Parece mentira, protestรณ. Meter en la cรกrcel a un hombre que no es mรกs que un exhibicionista, mientras los antiguos nazis se pasean a sus anchas. Y, sin embargo, el respeto a la ley en este paรญs es tan grande que una persona es capaz de pasarse la mitad del dรญa al pie de un รกrbol, esperando a que algรบn fruto caiga en su terreno.
Horacio la mirรณ sin comprender, pero entraron en casa y fueron a bajar a las niรฑas de la mesa, donde se habรญan entretenido jugando a lanzarse judรญas de un orinal a otro. Las vainas estaban repartidas por toda la superficie del tablero y alguna incluso flotaba en el interior de una bacinilla. Ese respeto profundo a las leyes, a las normas, es lo que debiรณ de llevarles a organizar la muerte de tantos hombres, mujeres y niรฑos como quien sigue las instrucciones de uso de una lavadora. Horacio, que habรญa puesto el biberรณn de la pequeรฑa a calentar, se volviรณ a mirar a su mujer, atรณnito. En Espaรฑa las cรกmaras de gas no habrรญan funcionado. Una vez estropeadas, nadie se habrรญa molestado en arreglarlas. Aquรญ todo, tanto lo bueno como lo malo, se hace a conciencia. Schรคfer tiene razรณn al decir que hay que aprender a leer el horizonte. Ahora comprendo por quรฉ, mirando hacia la casa de enfrente, repite eso de que el diablo corre por el mundo y aรบlla.
Y por quรฉ cuando me cruzo con Kischke me siento tan mal. Como si tambiรฉn yo fuera una manzana, sรญ, pero una podrida. ยกRita! ยฟQuรฉ estรกs diciendo? ยฟEs que no lo sabes?, replicรณ ella. En Neuengamme habรญa un campo de concentraciรณn. Sus ojos azules se habรญan vuelto oscuros. Una desconfianza y un miedo ancestrales anidaban en el fondo de su corazรณn y de vez en cuando afloraban a la superficie. Su mirada entonces, con aquellas cejas claras y los iris turbios, a Horacio le parecรญa la de una hechicera. Trabajarรญa en un taller. O en cualquiera de las industrias que se levantan a lo largo del canal. O tal vez en el puerto, sugiriรณ. Rita habรญa pasado parte de su infancia en Alemania, donde se estableciรณ su familia, huyendo de la Guerra Civil Espaรฑola, aunque apenas hablaba de aquella รฉpoca.
El temor y la aprensiรณn se transmiten. Son contagiosos. Horacio se habรญa preguntado tantas veces cรณmo debรญa tratarla. Con paciencia, aunque hasta en un lugar tan idรญlico como este acabarรก temiendo a sus propias hijas, se dijo, y la abrazรณ. ยฟHasta quรฉ punto puede el miedo convertirse en maldad? Esa especie de precipitado quรญmico que destroza el alma. Quizรก no sea mรกs que un hombre tรญmido, aventurรณ, intentando que su mujer razonara. Con sus rarezas, pero buena persona. Tambiรฉn el casero es muy inquietante. Y hay quien dice que abusa… ยกCalla! Delante de las niรฑas, ยกno! Tienes razรณn. No hay que hacer caso de las habladurรญas. O hasta las esculturas del jardรญn acabarรกn chismorreando. Con el biberรณn en una mano, Horacio cogiรณ a la pequeรฑa y se la llevรณ a acostar. Estรก feo, rezongรณ su mujer, asomรกndose a la ventana. Ni se ve el horizonte. Y, sentรกndose a la mesa con Elba en su regazo, empezรณ a contarle una historia mientras le daba la papilla.
El hombre de la arena viene en busca de los niรฑos que se niegan a acostarse y les arroja puรฑados de arena a los ojos. Los encierra en un saco y se los lleva a la luna para que sirvan de alimento a sus hijitos, que tienen, como los mochuelos, unos picos ganchudos con los que devoran los ojos de los niรฑos que no son obedientes. De los de su hija irradiaba la fascinaciรณn del pรกnico. ยฟQuรฉ versiรณn le estaba contando? ยฟLa de Andersen, como tantas veces antes de irse a dormir? ยฟO la de Hoffmann, para la que era demasiado pequeรฑa? El Sandmรคnnchen del danรฉs no abrigaba malas intenciones, solo esparcรญa un poco de arena, soplando siempre con cuidado, para que los niรฑos no pudieran mantener los ojos abiertos. Despuรฉs les echaba otro poco por la espalda. Asรญ se quedaban tranquilos, y sus padres podรญan meterlos en la cama. Sentado en el borde, el hombrecillo les contaba historias. Cada noche, una diferente.
Unos picos ganchudos con los que devoran los ojos de los niรฑos que no son obedientes, repitiรณ la madre para sus adentros. ยฟObedientes? ยฟHasta quรฉ punto era la obediencia una virtud? Quรฉ difรญcil educar a un niรฑo, enseรฑarle a distinguir cuรกndo puede mostrarse dรณcil y cuรกndo debe atreverse al desacato. ยฟObediencia a quรฉ? A la luz, pensรณ Rita, a la que tanto le gustaba el sol. E imaginรณ para sus hijas una obediencia de flor. Una vida de amapola. Elba, presa del sueรฑo, se frotรณ los ojos. Vamos, a dormir. Que viene el hombre de la arena. En aquel momento se oyeron unas pisadas en el rellano. Alguien se detuvo frente a la puerta y llamรณ con un par de golpes. Rita dejรณ a la niรฑa en el suelo y fue a abrir. Una sombra enorme oscureciรณ el suelo de la cocina. ยฟHerr Kischke?, preguntรณ ella y escuchรณ un revuelo a sus espaldas. El hombre no contestรณ, aunque se inclinรณ para atisbar el interior.
ยฟQuiere pasar? Tiene que saber que Horacio estรก en casa, pensรณ la espaรฑola. Y se sintiรณ mรกs segura. Ademรกs, parecรญa cohibido. Yo… El hombre bajรณ la vista. Yo, balbuceรณ. Querรญa pedirle la pala que le prestรฉ a su marido para esparcir arena sobre la nieve de la entrada. Su voz volvรญa a ser firme. Pero pase, insistiรณ Rita, luchando consigo misma. Con los huesos hacรญan jabรณn. ยฟO era con la grasa? รl hizo un ademรกn de rechazo. No, no. Prefiero quedarme aquรญ. Lumpen, Knochen, Eisen und Papier, le canturreรณ a ella la sangre, aunque abriรณ un poco mรกs. No deje a sus hijas solas con ese hombre, dijo Kischke de pronto. Con Schรคfer. Entonces se oyรณ un bramido y Rita se volviรณ. Elba, acurrucada bajo la mesa, los escudriรฑaba sin pestaรฑear. La mirada fija. Los ojos, desorbitados. Quieta, como una de las esculturas del jardรญn.
A la madre entonces le vinieron a la memoria las palabras exactas. Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario, el diablo, ronda como leรณn rugiente, buscando a quiรฉn devorar. Fruto de aquella mezcla de etnias, ninguna religiรณn habรญa prevalecido en su interior. Entonces, ยฟpor quรฉ aquella cita? Su marido tampoco era creyente. ยฟAcaso las palabras, repetidas sin cesar, flotan en el aire y se incrustan en cada rincรณn de nuestra vida? Su hija mantenรญa el ceรฑo fruncido. Un demonio parecรญa haber anidado entre sus cejas. Y de los puรฑos, apretados, le caรญan dos hilos de azรบcar. No puedo soportar la mirada de esa niรฑa, confesรณ Kischke. Los ojos de una criatura de poco mรกs de tres aรฑos le impedรญan atravesar el umbral. La mirada de los Lรถwy. La de los Mahuad. ~
(Madrid, 1961) es escritora y traductora. Ha publicado las novelas 'Leo en la cama' (Espasa, 1999), 'Los pozos de la nieve' (Acantilado, 2008) y 'Venรญan a buscarlo a รฉl' (Acantilado, 2010).