Ilustración: Luis Pombo

“La obra de Paz está todavía sin descifrar”

Crítico implacable del arte contemporáneo, el autor de El Estado cultural traza el territorio de sus afinidades con Paz, en quien ve una inteligencia emancipada de todo dogmatismo. 
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En junio del año pasado, pasé por París para hacer algunas entrevistas para los programas que Clío acaba de estrenar con motivo del centenario de Octavio Paz. Enfermo, Marc Fumaroli no me pudo recibir, pero accedió gentilmente a contestar algunas preguntas por escrito. Antiguo colaborador de Vuelta, erudito en los siglos XVI y XVIII, crítico feroz del arte contemporáneo y del Estado cultural, bien conocido en español, Fumaroli publicó hace una década su magna obra sobre Chateaubriand (Poèsie et terreur). “De haber estado vivo Octavio –me dijo entonces–, se la habría dedicado a él.” ~

– Christopher Domínguez Michael

Un autor “anónimo”

En los años sesenta me fascinó El laberinto de la soledad, que tan bien respondía a mi propia situación espiritual de “colonial”: pasé mis primeros diecisiete años en Marruecos, en Fez: allí completé mis estudios de primaria y secundaria. Adolescente, me buscaba en París, una ciudad inmensa y todavía desconocida. Era mexicano a mi manera. Ese libro me servía de talismán, lo cogía entre mis manos cada vez que me sentía perdido y, misteriosamente, encontraba en él fuerzas para deshacerme de la desesperanza y el nihilismo.

Para mí, Paz era ese libro. Un poco como otro Bhágavad-guitá, también anónimo y antiguo. No era consciente de que el autor estaba vivo y que publicaba mucho, en verso y en prosa.

No tenía ninguna excusa para esta ignorancia tenaz, puesto que oía pronunciar el nombre de Paz con frecuencia a Kostas Papaioannou, un humanista griego genial admirado por Raymond Aron –su jefe en la Escuela de Altos Estudios– y a quien también frecuentaba mi amigo el gran grabador Roger Vieillard. La historia quiso que El mono gramático, el bello libro de Paz sobre la India, fuera concebido en el curso de un largo viaje a través del subcontinente en compañía de Kostas y de su estimulante conversación. A pesar de todas las veces que escuchaba su nombre, me mantuve obstinadamente en el “anónimo” autor del Laberinto y en su “única” obra.

Inteligencia crítica y lírica

Conocí por fin a Paz en persona en Barcelona, donde había organizado, a invitación del Museo Picasso, un coloquio sobre la relación entre las artes, en el sentido clásico, y el arte contemporáneo, en el sentido posmoderno. Sentí una inmediata simpatía por ese poeta tan cálido y benévolo como sutil. Tenía la impresión de conocerlo desde siempre, más allá del Laberinto. Esa familiaridad inmerecida se volvió todavía más cómoda gracias a la amistad, también inmediata, que me concedió Marie-Jo, su segunda esposa. Teníamos en común lejanas raíces corsas y un desarraigo parecido marroquí: ella había crecido en Mequinez y yo, al mismo tiempo, en Fez, a cien kilómetros de allí.

Descubrí pronto que en Paz la humanidad generosa, la simplicidad del gran señor del intelecto, se aliaban con un don misterioso de predicción inteligente de los seres y las situaciones. En la República de las Letras había sido, y seguía siendo, de los pocos que sabían adivinar antes que nadie el peligro aún escondido y el error de orientación todavía invisible. Este coloquio, y la gente que había elegido y reunido, anticipaba en quince años, al menos, una toma de conciencia que apenas empieza hoy a descorrer la cortina de humo de la publicidad y del conformismo comercial.

Nos preguntábamos ya acerca de la caída de las artes (en plural) en el Arte (en el singular del supermercado global) y acerca de la degradación de los artistas (pintores, escultores, grabadores, arquitectos…) en el amateurismo polimorfo del “plástico” comercial. Breton y su surrealismo, tan vinculados al honor de las artes, no habían cuestionado sus fronteras, mientras cultivaban sus correspondencias deseables. El poeta Paz tenía en grado supremo el sentido del honor de la poesía y de sus artes hermanas.

El gran momento del encuentro fue la breve intervención de Antonio Saura, gigante devastado pero decidido, que rechazó con un gesto videos, instalaciones, conceptos y otras coartadas de la servidumbre cuando declaró: “Para mí, pintor, la pintura es una tela impregnada de sudor y sangre.” Vuelta a las fuentes españolas de la “verónica” de la tauromaquia y, sobre todo, de la “verónica” de la Pasión, sudario, clavos, listones de madera, sangre, sudor y linfa. Vuelta también –invocada por Claude Lévi-Strauss en sus últimos escritos– a la colaboración artesanal entre el ojo y la mano.

En ese momento comprendí lo que también me develaría la lectura de Libertad bajo palabra: la resuelta emancipación de todo dogmatismo, sobre el que quiere y puede prevalecer la inteligencia crítica y lírica de Paz, tanto en el orden artístico y literario como en el orden económico y político. Su gran mérito es haberse dado cuenta, como Breton, de que los dos órdenes son inseparables: el realismo socialista en el Arte es síntoma de la revolución política que derivó hacia la tiranía, y Avida Dollars, el síntoma de un surrealismo vendido al mercado de esclavos del Arte.

He escrito en alguna parte que Paz me provocaba el efecto de un Montaigne moderno: como el autor de los Ensayos, rechaza cualquier compromiso totalitario, y es tan audaz como aquel para denunciar los equivalentes contemporáneos del clericalismo católico y del fanatismo protestante. En su caso, como en el Montaigne del ensayo “Sobre unos versos de Virgilio”, surge al final del camino sembrado de trampas el descubrimiento entusiasta de una victoria sobre la muerte y sobre las aporías de coexistencia entre alma y cuerpo, “la llama doble” de la voluptuosidad compartida.

Paz es admirable en prosa y en poesía. Su obra, que leí tarde, es de una coherencia profunda, aunque siempre en movimiento. Está todavía sin descifrar. Como está sin descifrar la relación entre catolicismo y surrealismo. He aludido a la teología de la encarnación, podría haber aludido también a la teología de la presencia real.

La admiración por Duchamp

Siempre he atribuido a Duchamp la responsabilidad de ese hechizo al revés que metamorfoseó, a escala mundial, las carrozas en calabazas y, de manera inversa, las latas de sopa Campbell en obras maestras de museo y sala de ventas. Los ready made los inventó el diablo. Pero el dandy Duchamp se guardó de sacar partido del hallazgo en inglés que le valió la admiración de damas estadounidenses y coleccionistas neoyorquinos. Los verdaderos beneficiarios de esa brillante idea fueron los machacones a escala industrial del pop art, inventado en Londres y en Nueva York, los Lichtenstein y los Warhol, que pasaron de la idea al acto. La sociedad de consumo, su producción en serie y sus consumidores son el Salón y la Academia de la democracia estética contemporánea.

El diablo Duchamp tenía ingenio, humor y una inteligencia aristocrática del tipo de Voltaire. Es uno de los maestros del pensamiento más mordaces del modernismo, movimiento artístico antidemocrático donde los haya. La Iglesia, enfrentada a la democracia, tuvo a sus sacerdotes-obreros y sus teologías de la liberación. La República de las Letras y las Artes, enfrentada al mismo fenómeno, buscó su salvación aristocrática en el esoterismo, la abstracción, la belleza singular, irrespirable y desconcertante, todo lo que podía alejar a las letras y las artes del academicismo y la retórica que las ponen al alcance del gran público, fácil de adular por los burgueses. Duchamp jamás se desvió de esta ética del superhombre y de la estética rigurosa que exige, al margen del mercado y del partido. Con Breton no buscó la seguridad más que entre sus admiradores y amigos.

La paradoja suprema de este aristocratismo moderno habría sido la posición señorial que se arrogaron los Aragon, los Picasso, los Eluard, los Neruda, los Ehrenburg, los Sartre, los Moravia, los Guttuso, que reinaban en la cumbre de la jerarquía comunista o progresista, hagiografiados por la propaganda del partido y preservados de tener que comprometerse demasiado con el mal gusto del populacho, beneficiando siempre el gusto de la clientela rica… Octavio Paz admiró la especie de sacerdocio intelectual y libertino que ejerció Duchamp, no sin oponer implícitamente su línea de conducta a la hipocresía de las estrellas internacionales del modernismo estalinista.

La enseñanza de Paz

Paz no esperó a la caída del muro de Berlín, victoria de las democracias liberales, para poner en sobreaviso a sus lectores contra los peligros del mercado económico inherente a esos regímenes políticos. La libertad de comercio no siempre está al servicio de la libertad civil ni del bien común. Paz el poeta, cantor del cosmos, es espontáneamente ecologista, en tanto que la gula feroz de la industria y del comercio amenaza la supervivencia misma del planeta a fuerza de explotarlo. Sin embargo, para Paz, la crítica marxista del cinismo capitalista no es suficiente para explicar la variedad de los peligros que el hombre supone sobre el hombre y su hábitat. La economía colectivista de la urss y de la China maoísta ha sido mucho más mortífera para su mano de obra y mucho más devastadora para el medio ambiente que Shell, Texaco o Total. El rápido paso de la nomenklatura del partido ruso y del partido chino a los puestos de mando de una economía capitalista súbitamente sustituta de la economía colectivista atestigua el parentesco moral de los dos regímenes, pese a que las democracias liberales se pertrecharon relativamente mejor en materia jurídica y política contra los excesos y los abusos del mercado desenfrenado. La existencia en China de megalópolis-campos de concentración, en los que mano de obra mal pagada y que trabaja según horarios muy duros pone a punto las pantallas de Apple vendidas en todo el mundo y elaboradas allí bajo la autoridad de un arrendador de mano de obra del Estado, todavía no han arrojado una sombra sobre esas joyas casi sagradas de la nueva economía digital. El mercado estadounidense del entretenimiento no se contenta con los ingresos que le proporcionan best sellers de librería y blockbusters de televisión y cine: nada le resulta tan rentable (y tan irresistible para casi todos los adolescentes) como los videojuegos y, sobre todo, los videojuegos de guerra, que se venden por centenas de millones. ¿Cuál es el efecto, a corto y largo plazo, de esos juegos violentos y sangrientos, infernales y apocalípticos, que dan la iniciativa a sus jóvenes espectadores fascinados? Nadie lo sabe, nadie lo ha calculado. Esos formidables rivales de la poesía, de la literatura y de las artes no son enemigos de la educación, en el sentido clásico del término. Leamos cuidadosamente a Paz: él vio o presintió esta “revolución” que la publicidad nos presenta cotidianamente como la puerta a un paraíso terrestre. ~

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Traducción de Aloma Rodríguez

 

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