DIVAGACIÓN BAJO EL ESMOG
El automóvil, el auto, el coche, el carro, el carrazo, el carrito, es la olímpica ilusión de amor, el cónyuge y el amante y el habitual domicilio o la casa chica de muchos ciudadanos capitalinos, o, por lo contrario, el sueño, el ideal y la pesadilla y el terror cotidianos de una cantidad teóricamente mayor de peatones esmogiquenses, including me…
A saber cuántos superciudadanos o superciudadanas carrohabientes son los que, antes de que en Esmógico City brote la Aurora de esmog vestida, se apresuran a meterse en sus vehículos como volviendo a tiernos vientres maternos, y, apenas desperezados, desayunados y despedidos del o la cónyuge, y sintiendo ya el inminente orgasmo típico del energúmeno civil dedicado a la embriagadora orgía automovilística, encienden el motor, pisan apasionadamente el acelerador, y, tras esa introducción y allegro, salen del garage privado o colectivo para lanzarse en loco frenesí hacia el asfixiado corazón de la ciudad, es decir, hacia un casi eterno embotellamiento de autos a veces interrumpido por breves momentos de fluidez vial en los cuales practican el deporte de reducir peatones a la bidimensionalidad. (Pues el embotellamiento es quizá la única pesadilla de los carrohabientes, a veces compensada por los sustos o algo peor que propinan a los ilusos peatones que creyeron en eso de que “la calle es de todos”.)
El automovilómano es el señor o la señora (llamémoslos así) que utiliza el carro hasta para ir al bar a unos cien pasos de la chamba, o al salón de belleza a la vuelta de la esquina del hogar, o a recoger el vástago en la escuela a dos cuadras de distancia. De tal modo que tú, alucinado por la frecuencia de viajes automovilísticos, a veces calculas que en Esmógico City, Detrito Funeral, habitan más automóviles que ciudadanos (y sería cosa de establecer un censo).
A veces te paras en el borde de una banqueta en un gran cruce de calles para observar (acaso con un cierto sadomasoquismo) los desfiles cruzados, lentos pero sin pausas, de los autos: autos sin cesar, autos de un horizonte a otro (si es que todavía a Esmógico City le quedan horizontes), autos envenenadores del aire (si es que algún aire le queda a Esmógico City), autos asesinos del silencio (si es que en Esmógico City todavía ocurre algún minuto de silencio), autos que inmóviles, runruneantes, tosijosos, eructantes, petardeantes, impacientes, coléricos ante las luces roja, amarilla y verde de los indiferentes semáforos, compiten con los otros ocupantes supremos del espacio citadino (los dizque ambulantes, fijos en las banquetas) en hacer difíciles la andadura y la vida al peatón.
Y a veces el ciudadano sueña (si acaso todavía le queda energía para soñar) con que un día, apenas salidos de las empresas malamente llamadas “automotrices”, una especie de locura mecánica les ocurra a los vehículos automotores, y, aprovechando una larga luz verde: todos, carros, carritos, carrazos, autobuses, camiones, lanzando claxonazos de delirio crapuloso, decidan suicidarse en masa, y ellos solos se embistan y entrechoquen, por atrás y por delante, en una orgía obscena y fatídica.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.