La otra muerte del Caudillo

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     “¡Qué duro es morir!, le dije a Pozuelo cuando me bajaban a esa especie de quirófano de campaña de urgencia en el cuerpo de guardia, transportándome como si fuera un herido de guerra, envuelto en una alfombra, entre frazadas y gritos, órdenes contradictorias, angustia, miedo, mientras él luchaba contra mi insistente empeño en agarrarme el bajo vientre porque yo sabía que me estaba desangrando, tengo experiencia de estas cosas y quería evitarlo”. De mano propia —o mejor: de boca propia— se inicia así el relato de los ultimísimos días de quien este 20 de noviembre arriba a los 28 años de su extinción y origina una de las novelas más logradas que sobre ese periodo, convulso e inicial para España, se han escrito. Me refiero a Francomoribundia de Juan Luis Cebrián. Y no hay lector que en lo arriba citado no reconozca a Franco agonizando, con lo que se atraviesa de golpe y porrazo el umbral de la transición, que es el eje de la obra. Sólo habría que señalarle a esta violenta apertura histórica lo moroso de la relación del Caudillo en su lucidez mortal, sobre todo que estilísticamente esté tan bien elaborada, construida —incluso gramaticalmente—, cuando a mi ver se imponía un flujo de la conciencia fragmentado, disperso, hasta incoherente; al modo del monólogo de Molly Bloom en el Ulises de James Joyce. Pero Cebrián ha preferido la integridad del discurso a su legitimidad, sin duda porque la primera forma le concede la claridad expositiva y aun reflexiva frente a la oscuridad, sobre todo conceptual, a que lo hubiese forzado la evocación inconexa de un moribundo.
     Pero hay más. Cebrián se ha decantado por esta estructura artificial de los recuerdos porque estaba en sus planes —o el tipo de novela que estaba escribiendo se lo exigía— construir una semblanza biográfica —externa pero también íntima— de Franco. Y como es este día franquista —20 de noviembre— o antiFranco, váyase a saber, lo que me motiva, quisiera reducirme a apreciar, digámoslo así, el Franco de Juan Luis Cebrián.

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     De entrada hay que decir que no es un Franco repugnante el que brota de sus trazos. No importa que, en la entrevista que María Luisa Blanco le hiciera para Babelia, a una pregunta de ésta sobre su definición del dictador, Cebrián responda: “un hombre de una mediocridad espantosa”, para añadir: “El típico representante de la clase militar española”. Declaraciones así se pueden hacer en una entrevista, pero en un libro que quiere —o necesita— ser objetivo, ponderado, la matización se impone. Y así hay humanidad en el Franco de Cebrián desde que lo exhibe en el aire emponzoñado de “un hospital público”. Y en el fragmento citado arriba hay una referencia transparente a la herida en el vientre que recibiera el Generalísimo —entonces no lo era— en el Rif, y que se ha utilizado tradicionalmente para destacar su valentía.
     No se piense por esto que Cebrián ha trazado una imagen edulcorada de Franco, pues peligrosamente entonces se le podrían atribuir inclinaciones franquistas o benevolencia hacia él. No, porque si esa imagen no es repulsiva, tampoco es grata. No puede serlo la de quien en nombre de la disciplina militar manda a fusilar a dos subalternos suyos (uno de ellos Caballero) por faltas nimias, para ejemplarizar, escarmentar en la campaña de África; de quien tranquilamente admite el fusilamiento de “miles de paisanos” en la posguerra civil española, se enorgullece de ello “en nombre de los vencedores” y alcanza el cinismo al alabarse de “las abundantísimas muestras de piedad que di”.
     Pero hay más de una cara de la moneda y otra en la que Juan Luis Cebrián pone énfasis es en la del niño gallego brutalizado por un padre borracho y soez que aterraba a sus hijos y a su esposa y que murió no en el lecho conyugal, sino en el de su barragana. Esta evocación infantil de Franco conduce a Cebrián incluso a emplear una de las prosas más poéticas que este párrafo inicial posee —pero de lo que no está huérfana la totalidad de la novela—, y escuchamos en labios del Caudillo esta bella descripción de su madre: “y me miran sus ojos mentirosos y grandes, como si quisieran adueñarse de mí, prestar a mis pupilas el brillo de las suyas”. Marginando que, realmente, se me hace muy difícil aceptar este lenguaje en el Franco real, Begoña Bahamonde le dicta al niño una norma de conducta que él aplicará en todos los momentos de su vida: “Paso de buey, piel de lobo”.
     Otro aspecto interesante de este arranque de Francomoribundia es la idea que el dictador tiene de su sucesión y la de su régimen, de la España tras él; con lo cual se cae de lleno en el nudo de la novela, que es la política, pues por encima de todo esta última entrega de la trilogía narrativa de Cebrián El miedo y la fuerza —de la que poco ha ya nos diera La agonía del dragón— es una ficción medularmente política, tour de force que se impuso el autor, ya que con el tema elegido —la transición— bien pudo haber escrito historia, reportaje o incluso testimonio al ser ese proceso algo vivido en carne y letras —al menos de periódicos— por él; desafío del que sale airoso en mi opinión. Como lo sale su coetáneo y colega sudamericano Mario Vargas Llosa con La fiesta del Chivo. Prueba dual de que con lo político se puede hacer alta literatura novelística.
     Me he apartado: Franco, que se considera “un rey sin corona” y que “la nobleza soy yo”, sueña al borde del infierno o del cielo —que ambos destinos valora— con un reemplazo suyo monárquico, y para ello ha venido preparando desde años al príncipe, estableciendo así, con él, con su creación en contra de su padre Juan de Borbón, “una dinastía, que no será de sangre sino política”. Y más que el heredero de su poder, el “nuevo Rey” será el prosecutor de la obra originada por él, de su obra, o utilizará el poder como vehículo para continuarla. “Me propuse —declara testamentariamente— elevar a España al nivel adecuado o morir en el empeño y quiero saber que mi agonía no marca el estertor final de una meta imposible”. Como colofón leemos de su mano temblorosa —en documento que lo ayudó a redactar su Carmen en El Pardo, y que está lleno de tachaduras y enmiendas— esta epifanía: “Tendremos un rey nuevo para una España nueva”.
     Cuando llegué a este asombro novelesco, anoté en el margen de la página: “¿Será de Franco o de Cebrián?” Esto es, ¿del moribundo dictador o del desdoblado relator de su moribundia? –

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