A su manera, Alejandro Rossi tarda en llegar a Venezuela. Y digo tarda para apartarme de la circunstancia biográfica o familiar, y más bien recentrarme en la recepción crítica de su obra. En verdad siempre la tuvo cerca –y mucho más mientras envejecía, como quien vuelve a los orígenes en vida y obra–, pero más como referente vital que como paisaje intelectual. Evocar a Venezuela, por supuesto, era evocar a su madre, su bella y recordada madre Guerrero, y a través de ella vendrían paisajes, hábitos, aprendizajes, tías sin oficio y parientes incisivos. La preservó como un tesoro en sus años adolescentes, la siguió recordando a la par de su formación intelectual en México, pero me parece que, al menos por un largo tiempo, le interesaba más como referente novelesco –ver La fábula de las regiones e incluso más Edén / Vida imaginada– que como territorio de discusiones o tribunas intelectuales. Los debates de la patria lejana –los avatares de la política, las promociones de las que hubiera podido formar parte– los observaba con una sabia distancia; nunca con indiferencia, por supuesto, pero sí con el escozor de que esos paisajes, pudiendo ser suyos, valían más como destino alterno, como vida imaginada. Tarde, mucho más tarde, llegarían las compañías intelectuales: con Juan Nuño, por ejemplo, mantuvo una especie de hermandad (se reconocían, me parece, en la extraterritorialidad); al maestro Federico Riu le guardaba cierta veneración; y de otras amistades que habitaron sus años filosóficos se resentía al reconocer apuestas extraviadas y desviaciones políticas sin fondo. Es en los años postreros, se diría, que el mejor Rossi regresa a su punto de origen –si es que el imaginario de un fabulador puede tener alguna vez punto de origen.
La primera travesura, creo, se la debemos al narrador José Balza, quien en 1987 logra que Monte Ávila Editores haga una reedición local del Manual del distraído, nueve años después de la primera edición mexicana. Esa reedición caraqueña que es hoy pieza de colección, con una portada grisácea y un grafismo desvaído que según muchos recordaba a Diderot, introducía en la comarca literaria venezolana un sentido de extrañeza. ¿Por qué Balza en sus entrevistas promocionales, o por qué Nuño en su prólogo asertivo, intentaban demostrar que este brillante escritor era una pieza perdida de la tradición venezolana? Sacábamos las cuentas de las promociones y de los grupos literarios de las últimas décadas, y ni en unas ni en otros calzaba esta extraña figura. Se trataba entonces, decían algunos, de un advenedizo; o quizá más bien, decían otros, de un hijo pródigo que regresaba revestido de otras escuelas del pensamiento. Lo cierto es que las pequeñeces se dejaron de lado para que una lectura cabal, sobre todo de los más jóvenes, se abriera paso y reconociera a un autor sin igual, de tono e intereses distintos, de género inclasificable. Un aire de frescura, de libertad, tan ansiado por las nuevas voces, llegaba justo a tiempo y se convertía en protector de los más experimentales, de los más inseguros. Rossi era, según esta conseja, una referencia ineludible que nos permitía descubrir otra tradición dentro de la tradición. Con razón, se decía, convenía vivir lejos de estas tierras: en las antípodas, admitíamos, la voz podía convertirse en otra cosa.
Ese ejercicio de enraizamiento forzado lleva a Balza a cometer un acto más temerario: en la reedición de su antología El cuento venezolano, publicada en 1990, a diferencia de lo dispuesto en la edición original de 1985, incluye de Rossi el relato “Sueños de Occam”. Ya esta afrenta, para las mentes conservadoras, rayaba en el desafío. ¿Cómo era posible que a un visitante ocasional se le extendiera la alfombra roja en una compilación genérica del siglo XX, y precisamente de cuento moderno, quizás el género de abolengo del que más se precian los autores venezolanos? Con un relato brevísimo, más pieza reflexiva que otra cosa, Rossi pasaba casi inadvertido al lado de las grandes catedrales del siglo –Uslar Pietri, Teresa de la Parra, Julio Garmendia, Guillermo Meneses–, pero su tono, sus motivos, su discurso aparentemente intrascendente, seguían horadando la piedra sepulcral y creando orificios por donde corría primero un riachuelo apenas sonoro y luego un torrente de significación y frescura. Dos décadas han bastado apenas, si no menos, para que los narradores que se iniciaron en los años ochenta lo tengan como una referencia indiscutible. Poco importaba ya el sello de venezolanidad que algunos le exigían –y menos con un autor que renegó de todas las patrias posibles–, pues lo que todos celebrábamos era precisamente su aire cosmopolita, su formato de burladero en donde tantos embestían, la noción de que todos podíamos ser unos y múltiples. Las nociones que nos habían alimentado por tanto tiempo podían ser dañinas sino se relativizaban con distancia, humor y sana ironía.
Pero la Venezuela de la infancia, que no la del presente turbulento, regresa a Rossi de la mejor manera posible: como paisaje humano, como paraíso perdido, como recuperación del hablar materno. Y es en esa indagación de los últimos años, tan hermosamente presente, por ejemplo, en Edén / Vida imaginada, donde el maestro nos demuestra una realidad que es nuestra pero desconocida, que es entrañable pero escrita por otro, que es tangible pero sólo podemos imaginar. Esa Caracas de familias numerosas, de niños traviesos; esa manera de ser en el tiempo; esos afanes que de tan nuestros no distinguimos; esas tensiones que no sabemos apreciar se muestran al desnudo porque un habitante del horizonte pudo verlas desde allí y reflejarlas para fortuna de nuestra memoria narrativa. Hizo falta ese distanciamiento, hizo falta la fundición de patrias varias en un solo destino de soledad y recorrido, para que esta obra prodigiosa, la del último Rossi, fuera nuestra como ninguna otra de las que hemos tenido. ~