La sordera del mundo

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Mal de muchos, consuelo de sordos. El reciente escรกndalo alrededor del japonรฉs Mamoru Samuragochi ha vuelto a poner en evidencia la sordera caracterรญstica de nuestro tiempo. Desde hace algunos aรฑos este personaje se hacรญa pasar por compositor sordo, lo que le valiรณ el aburrido epรญteto de “El Beethoven japonรฉs”. “Autor” de una cรฉlebre Sinfonรญa Hiroshima, fue otra de “sus” obras, una tal Sonatina para violรญn y piano, lo que desatรณ el escรกndalo cuando, en los recientes Juegos Olรญmpicos de invierno, un atleta japonรฉs se presentรณ a patinar con dicha mรบsica. Sentado ante su televisor, el verdadero compositor de la pieza en cuestiรณn –un maestro de mรบsica llamado Takashi Niigaki– no soportรณ mรกs la idea de que su mรบsica alcanzaba la efรญmera fama de algunos minutos olรญmpicos y, aunque habรญa recibido varios millones de yenes como pago, contรณ la historia a una conocida revista en Japรณn. Como consecuencia los discos de Samuragochi fueron retirados del mercado y un escรกndalo de cierta proporciรณn alcanzรณ diversos medios internacionales. Para la compaรฑรญa Nippon Columbia, el sello discogrรกfico del “compositor”, las pรฉrdidas serรกn relativas toda vez que Samuragochi habรญa vendido ya varios cientos de miles de discos.

Por supuesto, uno se pregunta por quรฉ esa compaรฑรญa discogrรกfica o las orquestas que tocaron la mรบsica falsa de Samuragochi no pudieron darse cuenta que se trataba de un impostor. Incluso puede pensarse que quizรก no quisieron hacerlo a pesar de la evidencia sonora: la mรบsica de Niigaki-Samuragochi es totalmente rutinaria, un bonito pastiche de fรณrmulas de la mรบsica del siglo XIX que puede sonar algo a Beethoven, algo a Rachmaninoff, algo a Mahler, algo a… pero que no es, por supuesto, nada comparable a los ilustres modelos.

La triste historia no sorprende. Aunque ahora Wikipedia seรฑala casi con rencor que Samuragochi es “un impostor japonรฉs de la prefectura de Hiroshima”, lo cierto es que el engaรฑo deja en evidencia el esparcido fenรณmeno de la sordera de nuestro tiempo. ¿Cuรกntas malas obras no se aplauden? ¿Cuรกntas malas interpretaciones no se aclaman? ¿Cuรกntos malos discos se venden?

Todos los musicรณlogos solemos preguntarnos por quรฉ la mรบsica es asรญ. Es decir, cรณmo y por quรฉ llegamos al triste punto donde la mรบsica terminรณ por generar un engaรฑo tras otro y por despojarse de sus parรกmetros crรญticos. La democrรกtica premisa que concede prioridad al gusto parece tener una perversa parte en ello. Suelo decir a mis alumnos que, al menos en clase, estรก prohibido hablar de gusto: es de mal gusto hablar de gusto porque ese gusto no es sino el termรณmetro de la mala educaciรณn, la medida de la ignorancia. Toda persona cree poseer un gusto infalible, y eso explica tanta diversidad y tanta locura, pero al menos la literatura o el cine poseen la ventaja de contar con ciertos parรกmetros crรญticos, con reseรฑas de especialistas y con una larga y famosa lista de publicaciones en las que los expertos juzgan y evalรบan las producciones recientes. En mรบsica, en cambio, tales canales son mรญnimos e impera la razรณn del nรบmero: si un disco vendiรณ tantos ejemplares, si un concierto agotรณ tantas localidades, si un video tuvo tantos clics, entonces es bueno. En la perversa lรณgica de nuestro tiempo, tantos es igual a bueno.

Hubo un tiempo y un espacio en que las cosas fueron de otro modo. En el siglo XIX el conocimiento de la mรบsica por parte de las clases medias era informado y de primera mano: habรญa un piano en buen nรบmero de casas y gran parte de la poblaciรณn sabรญa leer mรบsica. El advenimiento de las tecnologรญas terminรณ por implantar en nuestra sociedad occidental el analfabetismo musical que hoy campea. Si antes se hacรญa mรบsica, hoy simplemente se compra y, mรกs aรบn, se descarga. Como no hay educaciรณn musical, cada quien cree que descarga o escucha la mejor de las mรบsicas. Asรญ pensaban los cientos de miles de japoneses y turistas despistados que compraron los discos del patรฉtico Beethoven japonรฉs.

Todavรญa en el siglo pasado, al menos en la prensa inglesa, Donald Francis Tovey –quizรก uno de los mejores crรญticos musicales de todos los tiempos– se daba el lujo de afirmar: “La mitad de la mala educaciรณn musical del mundo proviene de las personas que saben que el primer acorde de la Novena Sinfonรญa de Beethoven es la dominante de re menor.” Hoy, el cรกustico humor de la frase pasarรก inadvertido aun para aquellos que sepan algo de armonรญa. Lo sorprendente es que los britรกnicos de hace algunas dรฉcadas todavรญa se reรญan de tal afirmaciรณn (esos mismos britรกnicos que podรญan leer los ejemplos musicales con los que Tovey aderezaba su columna de crรญtica musical en The Times). Hoy, en todo caso, toca terminar el cรกlculo: la otra mitad de la mala educaciรณn musical del mundo proviene de quienes creen que Beethoven estaba realmente sordo mientras escuchan a los Samuragochis de hoy, a los dizque compositores o seudointรฉrpretes (Richard Clayderman, Andrรฉ Rieu…), a los niรฑos prodigio (como la talentosa pero aburrida niรฑa Alma Deutscher que estos dรญas estรก de moda…) o hasta los muy virtuosos intรฉrpretes cuya ejecuciรณn es, en realidad, absolutamente prescindible (Lang-Lang, llenarรก Bellas Artes, a no dudarlo). La explicaciรณn de tanta sordera es triste: hemos perdido de vista lo que hace verdaderamente importante a la mรบsica y que no es la destreza de su interpretaciรณn, sino su significado. ¿Por quรฉ creemos que la mรบsica no significa nada? ¿De dรณnde saliรณ la extraรฑa idea de que la mรบsica es รบnicamente un asunto sentimental o sensorial? Los melรณmanos de hoy suelen llenar las salas de conciertos, aplauden a directores y mรบsicos y, al salir, poco o nada han entendido del significado de la mรบsica escuchada. Si acaso, la relacionan con experiencias propias, con su personal subjetividad. Pero lo cierto es que la mรบsica significa y no es una manifestaciรณn subjetiva; la mรบsica, como la literatura o la poesรญa, alude a experiencias profundas y trascendentes. En una de mis รบltimas clases hablรกbamos de la Primera Sinfonรญa de Johannes Brahms, una composiciรณn que se ocupa del desencanto de los ideales y de la suplantaciรณn de estos por una visiรณn idealista de la naturaleza o de la religiรณn. La forma en la que Brahms expresa todo ello es emocionante y conmovedora, ademรกs de que la sinfonรญa estรก llena de alusiones a su apasionada y conflictiva relaciรณn con Clara Schumann. ¿Querrรญamos escuchar a Brahms a manos de una orquesta de prodigios? ¿Serรญa mejor escuchar esta obra monumental a cargo de una orquesta de esperanzas aztecas o japonesas? Desde luego que no. Bastarรก una ejecuciรณn buena y un director solvente porque antes que la interpretaciรณn estรก la mรบsica misma. El mundo pop, desde luego, dicta lo contrario: Justin Bieber o Katy Perry tienen toda suerte de atributos, aunque no musicales. Esa visiรณn, lamentablemente, ha terminado por oscurecer y hasta demeritar el valor estรฉtico de la mรบsica.

No hay que correr a condenar la moral del asunto. El seรฑor Samuragochi, que no sabe mรบsica pero se disfraza de compositor y hasta se hace pasar por sordo, no se distingue mucho de tantas y tantas personas que todos los dรญas se dedican a tomarnos el pelo: el vendedor de remedios en cualquier mercado, la eficiente cajera de algรบn banco, el respetuoso chofer del microbรบs, el honesto comerciante de los precios abusivos, la patriรณtica diputada que se alza el sueldo y se manda retratar en anuncios espectaculares… Larga es la lista como largo el teclado, decรญa el Cronopio. Lo verdaderamente triste es que el respetable (¡vaya adjetivo!) pรบblico japonรฉs, como el respetable local, es presa fรกcil de los engaรฑos musicales. Pero no tiene la culpa el indio, sino el que le compra los discos…~

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es pianista y doctor en musicologรญa por la City University de Londres. Prepara un catรกlogo con las piezas del compositor zacatecano Ernesto Elorduy.


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