Mucho se ha insistido en que los líderes de Podemos son profesores de ciencia política. Sin embargo, nadie sabe muy bien qué significado atribuir a ese hecho. ¿Son aprendices de brujo que están convirtiendo España en un gigantesco trabajo de campo, heraldos de una diferente profesionalización de la política, modernos Quijotes que no sueñan con libros de caballería sino con revistas internacionales con índice de impacto? Simultáneamente, han estallado modestas disputas intelectuales en torno a su genealogía teórica, como la que trata de decidir si son o no gramscianos. Y no faltan quienes apuntan que estas adjetivaciones carecen de toda importancia a estas alturas, siendo lo relevante atender a lo que Podemos llegue a hacer por encima de lo que piense.
Sería un error, no obstante, desdeñar las bases teóricas de Podemos como una curiosidad sin importancia. Para empezar, está el puro placer intelectual de conocerlas, para así observar el desarrollo de la formación con un ojo puesto en sus fundamentos. Pero sucede también que pocas veces se habrá visto una correspondencia tan exacta entre la teoría y la praxis en nuestro sistema político, lo que significa que la última no puede entenderse sin la primera; es, de hecho, una teoría orientada a la praxis. Así lo demuestra la intervención de Íñigo Errejón, número tres del partido, en un máster organizado por el Departamento de Ciencia Política de la uned, disponible en YouTube. Su exposición es brillante, aunque –para quien conozca sus fuentes intelectuales– nada original. Allí puede constatarse, en todo caso, por qué los grandes partidos españoles se encuentran con el pie cambiado: su mentalidad de gran empresa consolidada se ha visto sacudida por la irrupción de una ágil start-up que ha cambiado el mercado en que todos compiten. Íbamos al Corte Inglés y ahora preferimos una tienda digital.
Dicho esto, ¿de qué fuentes bebe Podemos? Más aún, ¿qué relación hay entre sus bases intelectuales y su práctica política? Si queremos señalar rápidamente sus principales influencias, hay que hablar de un itinerario teórico que empieza en Antonio Gramsci, sigue con Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, influidos a su vez por Jacques Derrida e incluso Carl Schmitt, hace parada en Jacques Rancière, coquetea con Žižek y en todo momento se alimenta de la teoría de los marcos que, desde la psicología y la sociología, es parte decisiva de la explicación contemporánea de los movimientos sociales. Y, si queremos reducir todo esto a una sencilla formulación, podemos recurrir a la famosa frase de Victor Hugo según la cual puede pararse a un ejército, pero no a una idea cuyo momento ha llegado. Porque Hugo tenía razón, pero se olvidó de añadir que las ideas no nacen en el vacío ni se propagan espontáneamente. Premisa mayor de Podemos es la necesidad de impulsar ciertas ideas, con objeto de generalizarlas cuando la ocasión sea propicia, para así cambiar la percepción de los ciudadanos como primera fase de un proyecto más amplio de transformación social.
Ni qué decir tiene que no es precisamente novedoso apuntar que la percepción es un elemento decisivo de la vida; tampoco que el lenguaje es constitutivo de la realidad así percibida: venimos sabiéndolo desde Platón y nos lo recordó Maquiavelo. Pero la filosofía occidental ha ido refinando considerablemente su vocabulario sobre la relación entre las palabras y las cosas, prestando cada vez más atención a los procesos a través de los cuales ciertas formas de percibir la realidad pasan de los márgenes al centro e incorporando a sus análisis no solo la creación estatal de imágenes sino también su misma germinación social. La vieja idea de Hugo, convertida ahora en frame.
Esto significa que no existen significados fijos, sino que la sociedad se encuentra constituida en cada momento por un conjunto de relaciones de poder que han cristalizado en una determinada organización de la realidad, sedimentada y naturalizada por el paso del tiempo, presentada como si fuera inevitable y no contingente. Tal es la tesis central del pensador argentino Ernesto Laclau, para quien el orden social es un discurso, o sea, un conjunto de prácticas y significados que no tienen un contenido estable, sino flotante, porque su sentido depende de las relaciones, por definición dinámicas, entre diferentes clases y grupos. De ahí que la sociedad siempre esté abierta, aunque en un sentido diferente al popperiano. Y corresponde a la política poner en cuestión el orden existente, haciendo ver que nada hay de necesario en él; Laclau es así posmarxista, porque afirma la primacía de lo político y no de lo económico. Es el paso que Gramsci no llegó a dar cuando formuló su noción de hegemonía, reformulada por el propio Laclau y Chantal Mouffe, quienes ponen de manifiesto en trabajos conjuntos que las alianzas entre grupos susceptibles de alterar ese orden falsamente naturalizado no responden a rígidas divisiones de clase. Algo visible en el variado perfil sociológico del potencial votante de Podemos, y que a su vez permite subrayar el papel de los llamados “grupos subalternos”: desde las mujeres a los indígenas. Nuevos actores que permiten crear nuevas coaliciones y alterar el equilibrio de intereses existentes.
¡Pluralismo! Justamente. Y su reconocimiento teórico implica una concepción agonística de la política, así Mouffe, como canalización de un conflicto que el consenso –aspiración imposible– no puede erradicar. En esto, Mouffe sigue a Carl Schmitt y su célebre distinción entre amigo y enemigo, cruzada con la idea de Derrida sobre la différence. Así las cosas, construir un eje antagónico, un nosotros frente a un ellos, es esencial para constituir identidades que, por esa misma razón, no tienen un carácter definitivo. En el marco de esa “democracia agonística”, el populismo es entendido, a la manera de Laclau, como una lógica social antes que como una ideología específica. Se trata de una lógica fundamentalmente democrática, en la medida en que la construcción del pueblo es vista como la tarea central de toda política moderna. Desde este punto de vista, el populismo pasa a ser una forma de la lucha por la hegemonía, mediante la cual unas demandas hasta el momento marginales son politizadas y universalizadas, pasando a formar parte del vocabulario ordinario de todos los agentes políticos. Así, desde el momento en que los rivales de Podemos usan el término casta, están otorgándole una victoria: porque entran al combate con metáforas ajenas, creando así una realidad distinta a través del discurso.
En este punto, la relación de Podemos con los movimientos sociales tiene especial relevancia, ya que el verdadero cambio político solo se hace posible después de que la política insurgente desarrollada por aquellos ha preparado el terreno. En la conferencia citada, Errejón habla explícitamente de la “grieta” abierta por el movimiento 15m como el momento en que se produjo “una quiebra en el sentido instituido” en España y se abrieron nuevas posibilidades hegemónicas. Acertadamente, la teoría contemporánea de los movimientos sociales ha tendido a caracterizar a estos como agentes de persuasión que libran una guerra de significados en torno a la realidad social, tratando de modificar el entendimiento mayoritario sobre determinados asuntos. En lugar de enmarcar una chimenea humeante como símbolo de progreso, ver en ella polución; reinterpretar el desahucio como un problema público antes que un drama privado; etcétera. Ya lo dice Žižek: todo es ideología. O sea: la realidad depende del modo en que veamos la realidad. Este constructivismo radical, dicho sea de paso, bien puede explicar la dificultad que encuentran estos movimientos populistas para traducir la “voluntad de cambio” en rendimientos económicos dignos de tal nombre.
Hay muchos otros aspectos del fenómeno Podemos –como su fuerte dimensión emocional– que merecen atención; asimismo, sus bases teóricas son susceptibles de una crítica fundamentada. Pero no se trataba aquí sino de presentar esas bases, especialmente relevantes para un partido de politólogos. Máxime porque incluyen, como ha podido verse, un manual de instrucciones para el acceso al poder y un programa de resignificación cuyo núcleo es la desacralización del régimen constitucional vigente, señalado por Iglesias Co. como una contingencia que ha permanecido naturalizada demasiado tiempo. Si España no tenía una democracia agonística, desde luego ha pasado a tenerla. La guerra –por el significado, por los recursos, por el poder– está en marcha. Y por eso conviene saber qué piensan los generales. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).