En las visiones de Artaud el teatro debía ser como la peste. Algo que se siembra sin ser visto ni oído. Manifiesto de golpe, no queda más que aceptar que forma parte de nuestro organismo. El ser humano es esencialmente receptáculo, no se olvide: un vacío que se siente hueco y sabe que si fuera parte de lo lleno no necesitaría dioses ni explicaciones. El teatro y la peste son actos fundacionales, bajo incendio y purificación, son siempre incitadores radicales de la vida y la muerte.
La conglomeración es el aura del deporte y de la política; a fin de cuentas, afirmación del “existimos y somos muchos”. El convivio es el aura de lo teatral; el “estamos reunidos para celebrar lo inadmisible”. A fin de cuentas, como dice Kadaré, todo el teatro va de la boda al funeral. Cerrados los teatros, emprendida la representación de todos nosotros como “sospechosos contagiadores”, lo teatral nos zapatea sus ironías y paradojas por las calles que hace días eran mejores lugares: campos de desconocidos que ahora son corredores por los que andan los inocentes traidores a la especie humana. En medio de la fe en la restauración del orden pasado de los que creen en las “recomendaciones” o en la afirmación brutal de la continuidad de la vida normal que impulsa a los que no las siguen, se ve un placer escondido e impropio. El placer de vivir un acontecimiento; placer del saber que sin esta tragedia seguiría la noche de nuestra insignificancia en rutina. El placer de tener con los extraños un tema común, de poder soltar libremente la lengua con fundamentadas imprecisiones; de tener, al igual que todos, algo que decir sabido de “buena fuente”; de que podemos contribuir a dar dimensión humana a cifras informativas, y otra vez podemos contar una historia para restablecer el dominio de lo humano sobre el invisible mundo viral.
En este combate de la especie se restablece el convivio teatral fuera de los teatros, convivio a base de la separación que vuelve a las aguas fundadoras de lo trágico y de esta ciudad, ya acostumbrada al anonimato de masa que concede libertad al famoso y al criminal, lujo imposible en un pueblo reducido. Bajo la democrática distribución de la culpa, la victimización y la paranoia, el encuentro con otro en la calle se ha vuelto escena, es decir, líneas de tensión y distensión entre vida y muerte, diálogo entre miedo y miedo que se olisquean o pelean según su raza.
Bernhard dice a través de un personaje de su novela: odio a la naturaleza porque me mata, y Artaud odiaba al teatro porque lo amaba necesariamente. Pasará este episodio, la angustia actual se volverá un orgulloso “yo lo viví… yo estuve…” decorado por las mentiras que ponen la tierra movediza de la historia y la tierra firme de las leyendas. Pasará, pensamos, mientras nos reconocemos como más o menos hipocondriacos; mientras nos sentimos como si hubiéramos perdido una cierta inocencia; en la certeza de estarnos jugando el principio de realidad convenida donde se difuminará lo ficcional y lo real; sintiendo una teatral emoción de amor u odio por la naturaleza. Vivimos el drama de nuestras pasiones fundamentales: deseo de vida y de muerte. Entre el placer y la desesperación, la teatralidad nos ha alcanzado, como siempre, cómplice de otro, de un algo que no entendemos.
– Alberto Villarreal
(ciudad de México 1977) Escritor y director de teatro. Fundador y director artístico de Artillería Producciones y La Madriguera Teatro.