Al parecer, cada vez es más normal suponer que los libros siguen el calendario habitual de las tiendas departamentales: libros de primavera-verano, libros de otoño-invierno, para el día de la madre, para el día del padre, lecturas de domingo, lecturas para el Super Bowl, etcétera. Los géneros literarios se entienden ya únicamente como etiquetas de venta, y en la página web de la librería Gandhi hay incluso una opción que le ofrece al cliente la posibilidad de “repetir pedido”, como si los libros fueran jamón o productos de limpieza que nos han gustado tanto como para volver a comprarlos.
Una de las novelas sobre la paternidad que no va a aparecer en ninguna mesa de sugerencias es El Periquillo Sarniento, que ahora mismo contiene casi todos los defectos necesarios para que los departamentos de publicidad de editoriales y librerías no se acuerden de ella: es larga (alrededor de mil páginas); en librerías solo se encuentra en la colección Sepan cuántos… de Editorial Porrúa, una colección que goza de mala fama entre los lectores a quienes nos tocó la infamia de la doble columna, o en versiones resumidas; es probable que a más de uno le haya tocado como lectura obligatoria en la escuela, lo que más probablemente significa que nadie la leyó entonces y que poca gente tendrá ganas de leerla ahora; es decir, que El Periquillo goza de esa maldición de los libros que todo mundo sabe que son importantes porque son canónicos y que son canónicos porque son importantes.
También está, claro, el hecho de que la lectura de un libro como El Periquillo, si se hace, altera la manera en que se leyó originalmente y se desentiende de los mecanismos retóricos, narrativos y expresivos que el autor utilizó para que la lectura por fascículos tuviera sentido. Así, puede suceder que un lector actual se sienta desalentado por la constante presencia de moralejas, por la estructura episódica, o por el puro y simple peso de la tradición, esa que asegura que tal o cual libro es una obra maestra, independientemente de que lo sea o no.
Y probablemente El Periquillo sea una obra maestra, pero esto se trata de decir que: acá hay un libro que un padre, Pedro Sarmiento, le escribe a sus hijos para contarles de qué va la vida. Eso es todo: un hombre que se pone a escribir y a escribir hasta que ya no puede hacerlo con la única intención de que sus hijos lo conozcan y aprendan de sus errores, pero también con el objetivo de que se diviertan.
Además, si somos justos, debido a la cantidad de veces que Pedro Sarmiento le cuenta su vida a otros personajes durante el libro, la extensión real de la novela –si suponemos que cada vez que empieza a contar su vida el libro tendría que volver a empezar– debería ser no de mil, sino de unas tres o cuatro mil páginas. Es uno de esos libros que no se cansa de contarse a sí mismo.
Todo esto, claro, suponiendo que haya en verdad alguna relación entre el día del padre y un personaje en una novela que tiene hijos. La verdad, es que se puede recomendar Cien años de soledad para cualquier festividad sin estarse complicando la vida.
De hecho, mejor hablemos de García Márquez.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.