Foto: Patricia Nieto

Línea 6: Un grito sordo y compartido

Un viaje cualquiera de punta a punta (El Rosario-Martín Carrera) durará 17 minutos y 24 segundos. Como todos los viajes, este puede ser una intravagancia neurótica, melómana.
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1.

La línea seis es la casa de la brevedad. Olvídate de la interminable longitud en forma de L acostada de un Taxqueña-Cuatro Caminos o la continuidad aburrida (¿hipnótica?) de un Universidad-Indios Verdes o, peor, del desequilibrio en forma de agujeta tirada de un Observatorio-Pantitlán. En la 6 hasta los trenes tienen menos vagones. Un viaje cualquiera de punta a punta (El Rosario-Martín Carrera) durará 17 minutos y 24 segundos. Como todos los viajes, este puede ser una intravagancia neurótica, melómana. Así:

El Rosario-Tezozomoc (2:33): Morphine: In spite of me

Tezozomoc-Azcapotzalco (1:42): Alessandro Alessandroni: Vienna strangler

Azcapotzalco-Ferrería (2:01): The Arrows: Bring back the one I love

Ferrería-Norte 45 (1:36): Napoleon Strickland: Motherless children

Norte 45-Vallejo (1:18): Dickie Goodman: Martian melody

Vallejo- Instituto del Petróleo (1:29): The Last Poets: Just because

Instituto del Petróleo-Lindavista (1:48): Sun Ra & The Cosmic Rays: Daddy’s gonna tell you no lie

Lindavista- Deportivo 18 de Marzo (1:41): Soul Smoochers: Black pepper

Deportivo 18 de Marzo- La Villa/Basílica (1:15): Jelly Roll Morton: Stars and stripes forever

La Villa/Basílica- Martín Carrera (1:48): Armónica Ranchera Sentimental: ¿Qué te ha dado esa mujer?

(Para descargar o escuchar El Rosario-Martín Carrera mixtape: clic.)

¿Y de regreso? La respuesta, creo, es obvia: el solitario descenso en espiral de Sister Rayde Velvet Underground.

2. Instrucciones para comer en La Villa/Basílica

– Asciende del subsuelo por la escalinata que da a Ricarte y Calzada de Guadalupe. Camina una calle hacia la Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe. En la esquina de Garrido encontrarás el restaurante El Rey de la Birria (antes con puestito blanco semifijo Príncipe de la Birria). No pidas un taco ni un consomé ni un platón de birria; pide tres tortillas de comal tantito más doradas de lo normal. Acaso te mirarán con malojo. Resiste. Págalas; retírate.

– Regresa, por donde viniste a la cuchilla de Alberto Herrera/Calzada de Guadalupe. Pregunta por Don Lencho. (Su puesto de lonas naranjas suele estar frente al Zenón y la casa de empeños Don Nachito.) Pídele un taco de panza de borrego, uno de ojo, uno de machitos y aclara, con humildad, que tú has llevado la tortilla. Acaso te mirará con malojo. Resiste. Paga lo que sea necesario. Sazona con cebollas, pápalo y chiles curados. Serán tres de los mejores tacos que comerás en el norte de esta ciudad.

3.

El lunes 26 de marzo, a las 10 de la noche con 17 minutos, la estación Norte 45 estaba increíblemente sola. Sola como un pueblo fantasma está solo o como está solo un paisaje en esas fotografías de la primera guerra mundial que registraban las trincheras vacías.  Estaba sola: no había un jefe de estación, un guardia, una vendedora de boletos. Había sin embargo un perro dormido en el andén dirección El Rosario; era flaquísimo; tenía las patas hacia arriba, recargadas en la pared. Fui la única persona que se bajó en Norte 45 esa noche, y solo lo hice para poder estar un momento con ese perro incómodo y fuera de lugar. (Por eso noté que no había nadie.) Era fácil comparar a ese perro con un migrante que habiendo logrado cruzar el maldito río, habiendo traspasado las transas del pollero, la probable ojetez de la migra, el sol vertical del desierto de Arizona, se detiene bajo una sombra y, con la mirada al frente, por un instante libre de miedo y tal vez de esperanza, se fuma un cigarro. Qué dicha tan sencilla: qué dicha incompartible.

4.

Promesas de Dios” de Paul Hoover, traducido en las escaleras de la estación Tezozomoc el martes 20 de marzo:

Yo, tu Dios, volveré

estériles tus campos,

tus caminos de golf,

tu refrigerador será vacío,

vacío de filetes,

de huesos de jamón,

de mantequilla y de pan de maíz.

Apartaré la tela de metal de tu puerta,

enviaré a los mosquitos a tu cuarto,

donde yaces no muerto.

Porque no has alistado

la casa del Señor: no tiene banda ancha

ni pantalla de plasma.

Mi habitación es tierra yerma

con mobiliario de hoteles de paso.

Enviaré la bandada de avestruces,

enviaré la manada de tejones:

destruirán tus recámaras;

el torniquete habrá de penetrar tu cama,

tu piso bullirá de abejas.

Mi casa es tablaroca:

por su techo se cuela mi lluvia.

Ay del Señor de los Cielos

que no tiene mansión sobre la tierra.

Desde mis trampas para peces se oyen gritos,

los cuervos aletean mi perchero,

mi puerta: un pandemónium de búhos y murciélagos.

Reina el silencio en el postrer lugar

y el primero no tiene dominio.

Impaciente es el filo de mi daga,

mi saliente cual pastel se desmorona.

Cuidado, te lo advierto:

esperas al hermoso salvador

pero el hombre cualquiera se aproxima.

5. Una aparición

Dirección Martín Carrera. Jueves 29 de marzo, 2012, 11 am. Se subieron tal vez en la estación Azcapotzalco. Yo empecé a notarlos a la altura de Ferrería. Eran tres. Una mujer de unos sesenta años: oval, con un suéter café tejido y ligero, el pelo teñido de ámbar o alguna madera no preciosa; un hombre –un anciano– de pelo chino y gris, la cara intervenida de cicatrices de acné, la sudadera también gris. Y un niño: el pelo era grueso, oscurísimo; la quijada era estrecha, superficial, como de animal; se le veían los dientes atrás de los labios negros; la nariz parecía en una explosión constante. No tenía más de ocho años pero todo en él decía locura. Era exactamente igual al hombre de esta fotografía de W. Eugene Smith:

El anciano lo maniataba. El niño alzaba la voz: “¡Me quiero bajar, hijos de su pinche madre! ¿Qué me ven, pendejos, qué me ven?” Y desorbitaba los ojos, furiosamente amarillos y de pupilas negras. En un momento logró soltarse del nudo del anciano y saltó hacia la ventana. Un grito sordo y compartido calló el vagón entero. El niño se sostuvo de la ventana como un simio enjaulado. “¡Me quiero morir, me quiero salir!” alcanzó a gritar antes de que el anciano lo recuperara y le pusiera varios puñetazos en las nalgas. Lo amarró con la sudadera. Todos guardábamos un silencio vergonzoso. Yo me bajé en Vallejo. No he soñado al niño pero su odio, su ansia de matar cualquier cosa, de destruir todo lo que está vivo: eso tal vez sea inolvidable.

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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