Podemos encontrarla en la portada del Vanity Fair de este mes.
Como se sabe, no cualquiera desfila por ahí. Es el nicho reservado a figuras rutilantes del Olimpo mediático actual: Nicole Kidman, George Clooney, Brad Pitt y Angelina Jolie…La glossy mensual presentada por la casa Condé Nast en ediciones internacionales es el súmmum para todo aquél que tenga una película qué poner en mira y boca de todos.
Mas ella no estápromoviendo ningún blockbuster de verano, ni tampoco una serie de televisón por cable. No se dedica (todavía, pero habrá quien no la descarte) a la política, ni es una magnate del mass-media como Oprah Winfrey; se trata más bien de una mujer de 65 años, con atuendo simple y revelador, peinado casual (que de casual no tiene nada, la imagen aquí obviamente ha sido curada como exposición de museo), aire sereno y elegancia estoica a lo Catherine Deneuve, captada por la lente divina de Annie Leibovitz. Esta señora es la figura du jour y el nombre que nos pide que le demos es Caitlyn Jenner y nada más aparecer anunciada en la revista rompió el Internet, igual que hiciera su célebre hijastra, la famosa-por-ser-famosa Kim Kardashian con otra fotografía, ésta de tono vulgar, en la que ostentaba muy oronda su espectacular culo ante los mirones del mundo.
Son precisamente los mirones del mundo los que se vuelcan en redes sociales y mesas de restaurantes para hablar de Caitlyn, a la que ya no hay que referirse por su identidad anterior, que la imagen acaba de disolver por fin, después de largos meses de especulaciones y chismes: Bruce Jenner is no more. El atleta olímpico de los setenta es la sensación femenina del 2015. Su historia ha conmovido a millones alrededor del mundo, en sólo unas semanas desde que se sentó con Diane Sawyer y le concedióuna cándida y a todas luces honesta entrevista televisiva acerca de su decisión de trascender y aceptar su verdadera personalidad interior ante el mundo.
Pero esta foto y la entrevista que la acompaña no son el punto final sino el principio de algo, aún más grande, más sensacionalista, polémico y hasta divisivo. Veámoslo así: Vanity Fair es la concha, donde Caitlyn Jenner es la Venus que emerge del turbulento mar de la adicción a la celebridad instantánea y éste momento es histórico ya en los anales de la cultura pop.
Y todo estaría muy bien, si no fuera también una demostración exagerada de la doble moral en el discurso estadounidense que rápidamente se adopta como regla en estos casos en todas partes.
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Little Caitlyn, happy at last, exclaman todos, con la familiaridad que la telebasura nos da para con gente que no tiene ni idea de que existimos, y no obstante, cuyas tribulaciones y retos son para nosotros tan o más relevantes que los de nuestro prójimo inmediato. Congratulo a Miss Jenner por encontrar para su salud mental, que nunca es tarde para aceptar ser quien realmente se es, y demostrar también que es posible conocerse a uno mismo a cualquier edad.
Lo que encuentro abrumador (e incluso, con toda honestidad, irritante) es la desproporción con que ahora se trata el tema y el resabio amargo que dejan aspectos del prejuicio sexual que aún prevalece incluso entre quienes nos consideramos minorías.
Lo que ha hecho Miss Jenner, de la mano de sus muy eficientes publicistas de alto rendimiento, en todo caso es sensacionalizar (y hasta frivolizar, no olvidemos que es un apéndice de la ronda de las Kardashians, que en la última década han convertido eso mismo en un negocio multimedia y multimillonario) un hecho que debería ser ya completamente mainstream en los medios y en la percepción pública, al respecto de cualquier persona. Pero como es una figura pública vigente hoy día, vemos el argumento de la libertad sexual enarbolarse como una bandera, por causas completamente erróneas.
Veamos la evidencia a mano: Bruce Jenner (1949) decatlonista con medalla de oro en los juegos olímpicos de Montreal ’76 y los panamericanos de México ’75; casado en tres ocasiones, la más reciente con la polifacética Kris Kardashian-Jenner (de quien acaba de divorciarse este año), padre de seis hijos (todos ellos famosos-por-ser-famosos por mérito de MTV y E! Entertainment Televisión) y de religión cristiana, según sus propias palabras, se revela, como decía antes, tras muchos dimes y diretes, trascendidos y negaciones falsas, como una mujer transgénero. Y la nota estalla, convirtiéndose en un auténtico freak show.
Pero ojo: el freak show del que hablo es a la inversa; no es ella el fenómeno, en realidad. Somos todos los que nos agolpamos en la vitrina para verla, para examinarla, para ver si hay algún vestigio del hombre en su apariencia actual (se parece bastante a su coetánea, la formidable Jessica Lange, en todo caso). ¿Tendrá aún manzana de Adán? ¿Los senos, son suyos? ¿Sus manos son muy grandes y masculinas? ¿Hay rastros de barba o bigote bajo el maquillaje o ya está tomando hormona? ¿Tendrá todavía un “paquete”? El morbo se destapa con el mismo sonido y efecto de una botella de Dom Perignon: ¡Mírenla! ¡Mírenla!
Los freaks somos nosotros.
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En este preciso y precioso momento, desde el altar de Vanity Fair, Caitlyn Jenner es aceptada y querida. No importa que ya no sea “machín”. Es una Kardashian (o casi). Es una de los nuestros. Y este privilegio que recibe, que realmente no le cuesta nada —¿hay aquí un sacrificio? ¿Qué? ¿Su privacidad? ¿Pero quéno la había tirado por la borda cuando se trepóa esa nave de los locos que es el reality show que gira en torno a su hoy exesposa y sus múltiples retoños? —es la muestra de que somos muy open mind, que podemos aceptar perfectamente el hecho de que la identidad sexual es un artificio de creación social, y que cada quién tiene la libertad de hacer con su pene o vagina lo que le plazca, para asumirse con autenticidad y valentía y eso merece nuestra admiración y aplauso.
Me pregunto entonces, si Bruce Jenner no hubiese sido quien era, ¿sería Caitlyn Jenner la fabulosa sensación del planeta que es justo ahora? Encuentro hipócrita y salaz el que muchos exclamen “¡tiene derecho a ser feliz! ¡No debe ser criticada! ¡Es una valiente!” cuando son incapaces de reconocer, que básicamente Caitlyn Jenner —que, por cierto, durante su muy vista entrevista con Sawyer hizo hincapié y dejó bien claro que como hombre jamás se consideró homosexual ni incurrió en prácticas sexuales de esta índole, “no vayan a pensar otra cosa”, Calderón dixit—, recibe esta aceptación porque es una mujer transgénero (sí, desde luego) que es caucásica, occidental y privilegiada económica, social y mediáticamente.
¿Qué hay de quienes no pueden acceder a este tipo de aceptación, aún si son igualmente transgénero? Ah, claro, no son celebridades. Son hombres que ya no quisieron serlo y se hicieron — he aquí el jocundo término muy mexicano para describir esto —“la jarocha”. Están en un limbo entre dos personalidades. No son hombres ni mujeres. Gente a medias que no recibe respeto, personas anónimas que se vuelven invisibles ante nuestra sociedad sólo por desafiarla, sin tener un aparato de relaciones públicas made in Hollywood.
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En todo caso, habría que reconocer también a figuras como Christine Jorgensen o la tenista retirada Renée Richards, quienes hace décadas dieron más visibilidad a la causa trans, viéndose expuestas a un morbo más explícito y a unos medios mucho menos clementes con sus personas, pero ya sabemos que todo aquel que no recuerde un periodo de la historia anterior a la última temporada de Friends está condenado a repetirla.
¿Qué nos dice este asunto de Caitlyn Jenner sobre nuestra doble moral y nuestros prejuicios sexuales? Finalmente, es una suerte de extrapolación del prejuicio clasista prevalente en un tema similar en la comunidad homosexual: con dinero/varonil/bien parecido = Gay. Sin recursos/obvio/poco agraciado = Puto. La verdad sin maquillaje del asunto es que la transición de Miss Jenner, aunque muy loable y evidentemente pública, no es más relevante que la de alguien sin fama ni recursos ni medios. La realidad es que las cosas nunca se van a dar de una forma perfecta y se aprovechan las oportunidades cuando surgen, en este caso, la de poner el tema sobre la mesa de nuevo; la homosexualidad ya es aceptada en medios, para bien o para mal, y muchos de ellos manejan su lado más frívolo; si bien esto ha dado pauta para aceptar y normalizar lo que antes se criticaba, caricaturizaba o de plano se escondía. La T en LGBT está recibiendo ahora un reflector muy necesario. Durante su entrevista por TV, Miss Jenner señaló que esperaba que su historia pudiera ser vista de manera positiva, ayudara a cambiar vidas y hacer una diferencia. Sinceramente, espero lo mismo que ella dijo: de entre todo el cinismo que tiene el show business, quizá se pueda al menos por esta ocasión, moldear la experiencia para que deje algo que cuestione la ignorancia de quien arremete, sin respeto, contra todo aquel que es diferente; que el furor suscitado sirva de algún modo para educar en una cultura no de tolerancia, sino de genuina aceptación.
Habrá que ver qué es lo que queda cuando se acaben los flashes, y más allá de Miss Jenner volvamos los ojos a otras, jóvenes y viejas, ricas, pobres o de clase media, en todas partes del mundo, que no tienen manera de decir “esta boca es mía y esta es mi voz.”
Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".