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Lo jerónimo en Sor Juana

Para ofrendar su vida a las letras, Sor Juana decidió refugiarse en un convento. En esta entrega, Gabriel Zaid vierte luz sobre las razones  que llevaron a la Décima Musa a elegir la orden jerónima, decisión que explica el tenor de su vida y obra enteras.
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Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695) tuvo una madre soltera, analfabeta y empresaria que tomó a su cargo la hacienda manejada por su padre, un buen lector cuya biblioteca despertó en la nieta el apetito de leer.

Su inteligencia asombraba a todos y molestaba a algunos, como el necio que se atrevió a ofenderla con un epigrama sobre su origen familiar. Ella reviró con otro, “tan sangriento que nos duele en Sor Juana” –dice el padre Alfonso Méndez Plancarte, compilador de sus Obras completas. Fue una mentada de madre feroz, dos redondillas “que dan el colirio merecido a un soberbio”:

    El no ser de padre honrado

fuera defecto, a mi ver,

si como recibí el ser

de él, se lo hubiera yo dado.

    Más piadosa fue tu madre,

que hizo que a muchos sucedas

para que, entre tantos, puedas

tomar el que más te cuadre.

Con igual desenvoltura, pero sin motivos personales, escribió un soneto respondiendo al desafío retórico de rimarlo en che:

    Aunque eres, Teresilla, tan muchacha,

le das que hacer al pobre de Camacho,

porque dará tu disimulo un chacho

a aquel que se pintare más sin tacha.

    De los empleos que tu amor despacha

anda el triste cargado como un macho,

y tiene tan crecido ya el penacho

que ya no puede entrar si no se agacha.

      Estás a hacerle burlas ya tan ducha

y a salir de ellas bien estás tan hecha

que de lo que tu vientre desembucha

     sabes darle a entender, cuando sospecha,

que has hecho, por hacer su haciendamucha,

de ajena siembra, suya la cosecha.

No era propio de una mujer, y menos de una monja, escribir así. Y, precisamente por eso –dice Antonio Alatorre en “Sor Juana y los hombres”– escribió este soneto digno de Quevedo: para demostrar que no era menos que los hombres. Octavio Paz, en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, había hecho esa comparación y subrayado algo importante: Ni estos ni otros poemas satíricos de Sor Juana fueron póstumos. Están en la primera edición de sus obras. Ella los envió a su editor en Sevilla sin aspavientos, y él los publicó con las debidas licencias eclesiásticas y del rey. Sor Juana, probablemente, los “consideraba, dentro de su programa vital de emulación literaria, como muestras de su capacidad para acometer todos los géneros en boga, aun los más arriesgados”.

Parece que la censura lo entendió así, porque el Calificador del Santo Oficio de la Inquisición (contra lo que imaginamos de aquellos tiempos) dice “que habiendo leído con singular atención cuanto en este volumen se contiene, nada he hallado que corregir […] Ni en un ápice ofende, ni la verdad de la religión católica, ni la pureza de las costumbres más santas. Mucho sí que aprender, muchísimo que admirar; conque dejando el oficio de censor, tomara gustoso el de panegirista”…

Sor Juana se midió con los mejores poetas del Siglo de Oro, no solo Quevedo. José Gaos (En torno a la filosofía mexicana) la señala como figura precursora de los humanistas mexicanos “que dieron al siglo XVIII su esplendor: ser religiosos, afán de saber enciclopédico, saber de la ciencia moderna, interés por saber de las cosas naturales y humanas del país y por el progreso y emparejamiento de éste con Europa en los dominios de la cultura”. Sor Juana mostró que el emparejamiento era posible.

Pero Gaos, Paz y Alatorre olvidan a San Jerónimo, un letrado polémico y lenguaraz que creía en la inteligencia de las mujeres. Gracias a él, Sor Juana se sintió legitimada, como retoño de una familia espiritual que la ennoblecía. Su ancestro espiritual era un lector voraz, escribía maravillosamente y no tenía pelos en la lengua.

Juana intentó ser carmelita, pero esa regla tan pesada fue superior a sus fuerzas. ¿Por qué carmelita? Joaquín Antonio Peñalosa hace una buena hipótesis en Alrededores de Sor Juana Inés de la Cruz: a los diecinueve años de edad, Juana buscaba una figura tutelar para su doble vocación de soltera y escritora. Creyó encontrarla en Santa Teresa de Jesús, y, con el espíritu decidido de la reformadora, entró de novicia en la orden de las carmelitas descalzas. Pero los ayunos, penitencias y deberes la enfermaron. Renunció a los tres meses y, después de buscar tres meses más, se fue con las jerónimas para el resto de su vida. Había otros veinte conventos de monjas. ¿Por qué ese? Porque San Jerónimo fue un gran escritor, que creía en las bibliotecas y en la inteligencia femenina.

San Jerónimo creía que las mujeres tienen que hacer cosas más importantes que casarse. Promovió que se dedicaran al estudio, la contemplación y la oración, con tanto éxito que fue acusado de subversivo de la buena sociedad y líder de aristócratas rebeldonas. Su ejemplo era un apoyo frente a la pequeñez moral que no ve en la cultura más que vanidad y perdición. Era posible tener cultura y fe. Era posible ser mujer y letrada. Era legítimo tener una gran biblioteca y dedicarle mucho tiempo. San Jerónimo no quería ser sacerdote, y, cuando lo presionaron, aceptó, a condición de que no lo distrajeran de sus libros, con misas y esas cosas.

En el convento de las jerónimas, Sor Juana se encontró a sí misma. Tenía lo que Virginia Woolf llamó después Un cuarto propio (de hecho, un dúplex). En el “sosegado silencio de mis libros” vivió veintisiete años como una de las cristianas doctas apoyadas por San Jerónimo; contenta de que “debía por el estado eclesiástico profesar letras, y más siendo hija de un San Jerónimo y de una Santa Paula, que era degenerar de tan doctos padres, ser idiota hija” (Respuesta a Sor Filotea).

Santa Paula (347-404) fue una patricia romana, “santísima madre mía […], docta en las lenguas hebrea, griega y latina, y aptísima para interpretar las Escrituras”, que fundó tres conventos para mujeres en Belén, bajo la dirección de San Jerónimo (c. 347-420). Este no fue romano ni patricio, sino un dálmata de familia acomodada, enviado a Roma para estudiar letras clásicas, de las cuales llegó a tener su propia biblioteca. Estudió especialmente el latín de Cicerón y empezó a escribir; pero frecuentaba las catacumbas con otros estudiantes y acabó bautizado. Terminó sus estudios y no supo qué hacer. Convivió con amigos cristianos que volvieron a sus tierras natales (él no quiso volver a la suya); y, finalmente, cargando siempre con su biblioteca, de la que no se separaba, peregrinó a Tierra Santa. En Jerusalén cayó enfermo y tuvo una pesadilla en la cual lo azotaban por ser más ciceroniano que cristiano: por no estudiar la Biblia como estudiaba a los clásicos griegos y latinos. Así que se fue a estudiar la Biblia y el hebreo para leer el Antiguo Testamento en su lengua original, en una ermita del desierto.

Tanto su retiro (leyendo, haciendo penitencia) como la flagelación que soñó han sido tema de cuadros famosos (pueden verse en Google Images). Y hay una anécdota sobre el ingenio burlesco de Quevedo cuando admiraba uno de estos cuadros, invitado por el rey con otros cortesanos. Su detestado Juan Pérez de Montalbán quiso lucirse improvisando una quintilla alusiva:

     Los ángeles a porfía

al santo azotes le dan

porque a Cicerón leía…

Y Quevedo lo interrumpe con un cierre inesperado:

¡Cuerpo de Dios! ¡Qué sería

si leyera a Montalbán!

Jerónimo abandonó su vida solitaria porque hasta el desierto iban a buscarlo las disputas teológicas que lo acosaban para que tomara partido. Estuvo en Constantinopla, donde fue discípulo de San Gregorio Nacianceno, estudió la patrística griega y se entusiasmó con el rigor ascético, crítico y textual de Orígenes. Sus conocimientos del griego, latín y hebreo fueron aprovechados en el Primer Concilio de Constantinopla (381), que intentó superar controversias sobre el credo. El papa Dámaso lo retuvo como secretario para asuntos griegos, lo llevó a Roma y le encargó la preparación de una Biblia completa en latín, porque no existía. Había libros sueltos traducidos (no siempre de la lengua original), pero no una edición completa.

Dedicó a esta obra veintidós años (383-405), decidiendo los libros que deberían entrar y el original preferible, retocando algunas traducciones latinas ya existentes y haciendo traducciones nuevas de todo lo demás. Su obra se volvió canónica. Es la famosa Vulgata que, un milenio después, Gutenberg divulgó más que nunca y el Concilio de Trento (1545-1563) declaró oficial. Fue el primer libro impreso con caracteres móviles, el primer bestseller y un ejemplo de belleza tipográfica. Aunque la Vulgata fue escrita en la periferia del Imperio, de su latín admirable se ha dicho que es el último clásico romano (Roberto Heredia Correa, San Jerónimo: Ascetismo y filología). Así como de Sor Juana, aunque escribió en la periferia, se dice que es el broche de oro del Siglo de Oro español.

Hubo en el siglo IV en Roma un grupo de patricias notables por su posición social, su inteligencia y sus deseos de perfección cristiana. Habían tenido noticias de los primeros ermitaños (un movimiento de laicos radicales surgido en Tierra Santa contra el integrismo del cristianismo oficial); y habían admirado una célebre carta de Jerónimo a su amigo Heliodoro, invitándolo al desierto. Es una carta radical, contra los peligros de la familia, de la patria y hasta de los cargos eclesiásticos (Heliodoro iba para obispo, y llegó a serlo): no es mejor ser obispo que ser perfecto. “Y no querer ser perfecto es un delito.”

Santa Marcela (325-410), viuda joven como Paula, había optado por vivir en su palacio del Aventino como en una ermita, dedicada a la oración y el estudio. Esto escandalizó a la aristocracia romana, y aun a sus familiares,  que la despojaron de otras propiedades cuando vieron que  rechazaba a sus pretendientes y vivía ascéticamente. Paula y otras patricias la visitaban, y con ellas formó un círculo de estudios bíblicos, que llevaba años de reunirse cuando el famoso Jerónimo llegó de vuelta a Roma. Marcela decidió reclutarlo como director espiritual y de estudios, cosa que aceptó encantado, porque le hacían preguntas muy inteligentes, que lo obligaban a investigar y reflexionar. La correspondencia con ellas muestra el nivel intelectual que tenían (San Jerónimo, Epistolario, edición bilingüe de Juan Bautista Valero para la Biblioteca de Autores Cristianos).

Jerónimo las animó a estudiar hebreo, no solo griego, y llegó a respetarlas muchísimo. “Yo no hago ninguna diferencia entre las santas mujeres […], los hombres santos y los príncipes de la Iglesia” (carta a Principia). Naturalmente, se dijo que estaba echándolas a perder, porque las animaba a perfeccionarse, en vez de casarse (había el temor de que la aristocracia romana desapareciera, si no se reproducía); y más aún cuando Blesila, hija de Paula, murió supuestamente por los ayunos excesivos. En este clima adverso (exacerbado por su espíritu combativo) tuvo como defensa la protección del papa; pero la perdió a los tres años de haber llegado a  Roma, porque Dámaso murió. Aunque era considerado papable, y quizá precisamente por eso, los ataques arreciaron. Prudentemente, se fue a Belén a continuar su obra, donde vivió hasta su muerte, protegido por Paula, que lo acompañó, fundó conventos, secundaba sus trabajos filológicos y financiaba todo.

Marcela se quedó en Roma, hasta que llegaron los godos, saquearon la ciudad y (creyendo que escondía dinero y joyas) la torturaron, de lo cual murió a los 85 años. En su elogio póstumo (carta a Principia), dice San Jerónimo: “De sus virtudes, de su ingenio, de su santidad, de la pureza que descubrí en ella, me da apuro hablar, por miedo a exceder los límites de lo creíble y por no aumentar tu dolor con el recuerdo del bien que has perdido. Únicamente diré que todo lo que yo había cosechado tras largo estudio, lo que había convertido como en una especie de segunda naturaleza tras prolongada meditación, ella lo absorbió con avidez, lo aprendió y lo hizo suyo de tal forma que, después de mi partida, cuando surgía una discusión sobre algún texto de las Escrituras, se acudía a ella como a árbitro.”

No solo eso. De Marcela aceptaba los regaños, cuando arrastrado por sus inclinaciones polémicas y satíricas escribía cosas despiadadas. Marcela le llevaba quince o veinte años, era prudente y estaba acostumbrada a mandar. Alguna vez, con burla afectuosa, Jerónimo le dijo en griego: mi ergodioktes (mi capataz).

David S. Wiesen (St. Jerome as a satirist) identifica  numerosos pasajes de la prosa de Jerónimo donde pueden observarse maneras y hasta frases de Horacio, Persio, Juvenal y otros poetas satíricos latinos, esgrimidas con malevolencia poco santa. Frente a esta contradicción fundamental, resulta menor, pero significativa, la contradicción de que el admirador y apoyo de tantas mujeres no evitara la retórica misógina tradicional. Así también Sor Juana, que escribió contra los “hombres necios”, no tuvo inconveniente en hacer escarnio de la supuesta “Teresilla”. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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