Fotografía: Ximena Oliver

Lo único que puede hablarnos de la novela es la novela

La novela nunca ha dejado de incorporar elementos inesperados, de conquistar nuevos territorios y de desafiar las definiciones. En este ensayo, Michael Schmidt muestra las dificultades que entraña encontrar una descripción satisfactoria, al tiempo que da cuenta de la inagotable capacidad del género para reinventarse.
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En 1911, el escritor y aventurero de San Francisco Ambrose Bierce publicó El diccionario del diablo. Con la exasperación de un periodista ocupado escribió esta definición:

Novela, s. Cuento literario hinchado. Especie de composición que guarda con la literatura la misma relación que guarda el paisaje panorámico con el arte. Es demasiado larga para leerla de una vez, y las impresiones producidas por sus sucesivos fragmentos son sucesivamente borradas, como ocurre en el caso de las visualizaciones del paisaje. La unidad, la totalidad de efectos, resulta imposible de lograr, porque, además de las pocas páginas finales, todo cuanto queda en la mente del lector es la simple trama de lo acaecido antes. La novela realista es a la novela de imaginación lo que la fotografía es a la pintura. Su principio distintivo, la verosimilitud, corresponde a la realidad literal de la fotografía y la ubica en la categoría del reportaje, mientras que las alas libres del autor de ficciones le permiten a este remontarse a cualquier altura para la que esté dotado. Y los principios esenciales del arte literario son imaginación, imaginación e imaginación. El arte de escribir novelas, tal como fue en el pasado, está muerto desde hace mucho tiempo, en todas partes, excepto en Rusia, donde es nuevo. Haya paz para sus cenizas… algunas de las cuales se venden mucho.1

La descripción es perentoria y amplia. Es más útil, en cuanto a lo que dice de los problemas de la narrativa y como respuesta a las novelas rusas que tomaron por asalto Europa y América, que la actual definición del Oxford English Dictionary (oed). Ahí la novela es “un género”. También es “una narración o relato ficticio escrito en prosa de longitud considerable (en la actualidad, normalmente lo suficientemente extenso como para llenar uno o varios volúmenes), especial y original (a menudo en contraste con el romance), que representa a personajes y acciones con cierto grado de realismo; un volumen que contiene una narración de esas características”.2

En cuanto el lexicógrafo pone su definición en el papel, comenzamos, en defensa de la forma, a interrogarlo. ¿Se puede abarcar la novela de manera tan sucinta? No podemos avanzar si no compartimos algunos términos. Nuestro concepto de las “reglas” descansará en el principio de la ley común, como el derecho anglosajón. Las novelas que existen crean el espacio creciente en el que la ficción existe y se lee. No rigen leyes derivadas de Aristóteles. “Debería” y “debe” matan la imaginación. “Lo único que puede hablarnos de la novela es la novela”: la tautología de Edwin Muir es útil.

La palabra novelist ha sobrevivido a una variedad de significados, algunos de ellos contradictorios. A finales del siglo XVI significaba “innovador”, y conservaba ese significado a mediados del siglo XVII, cuando también empezó usarse con la acepción de “novato”, alguien sin experiencia. Novelista: innovador e inocente. (La palabra original vivió su transformación más o menos en la misma época: de designar algo arraigado en el pasado, que atestiguaba un origen, a algo que se origina a sí mismo, que carece de precedente.) Novelista vino a significar (con un tono peyorativo) “chismoso”. A finales del siglo XVIII adquirió el sentido de “escritor de novelas”, conservando algunos de los matices históricos.

La novedad y la renovación están incluidas en la palabra novela, que deriva del diminutivo de la voz latina novus, “nuevo”. Desde el periodo tardío del Inglés Medio3 hasta el siglo XVIII, designó algo nuevo y también una noticia. Su aplicación literaria deriva de la novella italiana, otro diminutivo, los cuentos breves o los relatos ficcionales recogidos en obras más amplias, como por ejemplo los capítulos del Decamerón de Boccaccio (el primer uso documentado data de 1566). En 1643 una de las acepciones del oed estaba establecida: “Una narración o relato ficticio escrito en prosa.” Un siglo más tarde aparecía orgullosamente con un artículo definido como the novel: el siglo XVIII la hizo lapidaria y categórica.

El oed nos alerta de que en inglés una novela (novel) no es lo mismo que un romance. La palabra francesa para novela es roman (en francés, nouvelle es una novela corta o una novella, más cerca del significado italiano original). Roman remite a la fuente del género (en Francia), que no se hallaría tanto en la relación de noticias como en el romance en verso y en prosa de la Edad Media y el Renacimiento, con patrones y público específico. La diferencia entre novel y roman señala una distancia cultural entre el pragmatismo inglés y un enfoque más abstracto. Cuando las novelas inglesas empezaron a escribirse de manera sistemática, eran distintas de las novelas continentales y pronto se convirtieron en un género popular.

En alemán, también, una novela es un roman, y existen varios géneros en alemán y en francés que han penetrado en el lenguaje de la crítica: la novela psicológica que trata de los años de formación de un personaje es el Bildungsroman o novela de aprendizaje; una novela con intención pedagógica es un Tendenzroman; un roman à clef (novela en clave) incluye a personajes “reales” ocultos tras incidentes y nombres de ficción.

La distinción entre novel y romance es útil pero difícil de sostener, especialmente cuando la novela está tomando forma. El romance inglés es en general pura ficción en términos históricos, y la mayoría de los romances se asientan sobre romances anteriores. Literatura que brota de la literatura: Ford Madox Ford distingue entre escritores que muestran arte y los que exhiben virtuosismo. Estos últimos suelen desarrollar su obra a partir de libros anteriores. En aspectos cruciales los virtuosos son intérpretes de música que no han creado ellos mismos. A la larga, para Ford es el artista, en sus términos el novelista, y no el virtuoso, quien importa.

El oed insiste en que una novela es “una narración o relato ficticio escrito en prosa”. ¿Estamos satisfechos con alguno de esos términos? ¿Por qué “ficticio”, para empezar? ¿Acaso Defoe no insistió en la factualidad de sus relatos, desde Diario del año de la peste, una aparente pieza de periodismo de primera mano que es en el fondo una novela, hasta Robinson Crusoe, libremente basado en la vida de un náufrago real? Sus lectores necesitaban hechos y él aportaba simulacros convincentes. A lo largo del siglo XVIII era convencional afirmar la factualidad de una historia, y esta insistencia fue el punto de partida para las parodias de Jonathan Swift, Henry Fielding, Laurence Sterne, Tobias Smollett y otros. En el siglo XX Saul Bellow hablaba de “la poesía de los hechos” en la ficción estadounidense, enraizada en lo real, responsable ante la historia: la novela como, o hecha de, información, con lo que él llamaba inevitables elementos periodísticos. “¿El desafío del periodismo en nuestra época nos eleva más que el del arte?”

En los últimos años han sido frecuentes las novelizaciones de hechos reales. En Oswald. Un misterio americano Norman Mailer crea a Lee Harvey Oswald y Libra, de Don DeLillo, trata del mismo asunto. Truman Capote describió A sangre fría como una “novela de no ficción”. El arca de Schindler, de Thomas Keneally, con su elaborado esfuerzo por resultar verosímil, pertenece a esta categoría. Libros que funden la ficción y la biografía prestada, como El hotel blanco de D. M. Thomas, desdibujan la línea entre la historia y la novela. Cuando los elementos históricos se combinan con la invención, los lectores se sienten inclinados a juzgar en términos morales en vez de artísticos y piden una responsabilidad específica. El libro de Capote es un experimento polémico en un género imposible.

¿Aceptamos la condición del oed, que dice que una novela debe estar escrita en prosa? ¿Qué hacemos entonces con El anillo y el libro de Robert Browning, cuya huella en el género de la ficción detectivesca llega a obras recientes como El nombre de la rosa? Amores de viaje, de Arthur Hugh Clough, comienza en el terreno de la novela epistolar. Es compleja en todas las maneras en que debería serlo una novela, con una dimensión añadida en la forma que asume el lenguaje: economía de efecto, voces que llegan sin mediación, un ingenio que se traslada a sus caracteres, sus humores lánguidos y sus pasiones cambiantes. Alexander Pushkin rechazó la prosa en Eugenio Oneguin (1833), y el poeta y novelista indio Vikram Seth respondió a su ejemplo y su forma con la novela en verso Un buen partido. El poeta australiano Les Murray produjo una notable novela episódica en verso titulada Fredy Neptune (1998). Más recientemente, el estadounidense Brad Leithauser ha publicado Darlington’s fall (2002). La poeta canadiense Anne Carson llama a su Autobiography of red (1998) una novela en verso, y el poeta inglés Craig Raine describe la larga secuencia de poemas History: The home movie (1994) en términos similares.

El diccionario dice que una novela debe ser “una narración o un relato”, una historia con un principio, un medio y un final (no necesariamente en este orden). Esta es la parte menos discutible, pero incluso ahí podríamos dudar. ¿En qué sentido útil podemos decir que Arcadia de Philip Sidney, Tristram Shandy o Finnegans Wake son narraciones? Amalgamemnon, de Christine Brooke-Rose, escrita en futuro y en condicional y donde no sucede nada, pospone la narración. No se puede decir que las novelas de Samuel Beckett cuenten historias.

¿Y qué significa “longitud considerable”? Utz de Bruce Chatwin tiene noventa y seis páginas con generosos espacios en blanco, mientras que En busca del tiempo perdido de Marcel Proust supera el millón de palabras. El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y Una vuelta de tuerca de Henry James se clasifican como novelas, aunque son muy breves si las comparamos con obras más largas de esos escritores. Julian Barnes ganó el premio Booker por El sentido de un final, que la tipografía inflaba hasta las ciento cincuenta páginas en su edición original. ¿Y qué significa “personajes y acciones con cierto grado de realismo”? Los lexicógrafos deben ser conscientes de que la palabra characters –personajes en inglés– ha invertido su significado. En la Antigüedad, cuando Teofrasto (circa 371-circa 287 a. de C.) escribió su libro sobre Los caracteres, y en el apogeo de los “caracteres” ingleses de Joseph Hall, sir Thomas Overbury y Nicholas Breton –que culminó en la Microcosmographia; or, a peece of the world discovered, publicada por el obispo Earle en 1628–, el carácter designaba un tipo, no un individuo. Poblaban el teatro temprano y aparecen en Bunyan e incluso en Fielding: representan virtudes y vicios, su ser está contenido en su naturaleza moral y ética y en su nombre. Pero character ha acabado por designar sobre todo a individuos definidos y diferenciados.

¿Y las acciones? ¿Las consecuencias pueden contar como acciones? ¿Puede hacerlo el rechazo a actuar? ¿Y qué ocurre con la narración fragmentaria de William Burroughs, o las narraciones no consecutivas de Donald Barthelme? ¿Qué significa representativo? ¿Típico? Si es así, muchos géneros novelísticos (fantasía, ciencia ficción, crimen) quedarían excluidos de la definición. En la versión abreviada del oed, se menciona a “personajes y acciones representativos de la vida real retratados en una trama más o menos compleja”. “La vida real” es un término controvertido y cuestionable. James Baldwin escribe: “La experiencia propia no es necesariamente la realidad cotidiana. Todo te ocurre a ti, y eso es lo que quiere decir Whitman cuando escribe en su poema ‘Héroes’: ‘Yo soy el hombre, yo sufrí, estuve allí.’ Depende de lo que uno entienda por experiencia.” Y “retratados en una trama”: ¿no son permisibles otras formas de retrato?

Con cautela, me aventuro a traducir la definición del diccionario a los términos que incluyen la realidad de la novela actual: una novela es una narración, generalmente en prosa, sin duda más larga que un relato corto, probablemente (pero no invariablemente) de más de veinticinco mil palabras, que a menudo combina varias historias, incorpora elementos de invención y presenta personajes, individuos o voces y sus relaciones entre ellos y con el mundo a través de un lenguaje apropiado. ¿Es una definición demasiado abierta? ¿Deja un espacio para la imaginación radical? La novela acepta y toma la invención como ninguna otra forma literaria. El espacio genérico entre Robinson Crusoe de Defoe, Tom Jones de Fielding y Clarissa de Richardson es amplio, aunque los autores eran contemporáneos y Fielding destacaba en la parodia feroz. Agatha Christie, Ivy Compton-Burnett y Muriel Spark o Stephen King, William Burroughs y James Baldwin interpretan variaciones igualmente diversas. La distancia entre ellos se puede medir en el concepto del personaje y de la secuencia de cada escritor, en la relación entre el lenguaje y las cosas y acciones que expresa, el estilo, la estructura y la voz.

En el siglo XX le ocurrió algo profundo a la novela. El crítico húngaro Georg Lukács anticipó lo que vendría en camino en La teoría de la novela, que escribió después de la Gran Guerra y antes de abrazar el marxismo. El proyecto de las vanguardias estaba en marcha. Las viejas formas ya no se sostenían; un escritor atento a su tiempo no podía presumir cosmovisiones comunes, valores compartidos o el tipo de estabilidad que había hecho que la ficción del siglo XIX fuera variada y universal, de modo que los grandes escritores rusos, franceses, portugueses, italianos y alemanes conservaban en inglés un valor casi igual al de los nativos, y los autores ingleses y estadounidenses sobrevivían si cruzaban el océano. Lukács dice: “Una totalidad que puede simplemente aceptarse ya no está al alcance de las formas del arte: por tanto, debe estrechar y volatilizar lo que haya que dar forma para poder abarcarlo, o deben mostrar polémicamente la imposibilidad de alcanzar su objeto necesario y la nulidad interior de su propio medio. Y en ese caso llevan la naturaleza fragmentaria de la estructura del mundo al mundo de las formas.”

Lukács reconoce pronto las causas y consecuencias formales de la vanguardia. Su narrador moderno es “consciente de sí mismo”, no “natural”, por usar la distinción de Virginia Woolf. Es imposible que un narrador moderno sea “natural”: la voz de autoridad que hablaba al lector ya no se sostiene y, si los novelistas necesitan esos narradores, deben inventarlos. Los escritores y los lectores cayeron de la gracia hace tiempo.

E. M. Forster entendía lo que implicaba esa caída. Lukács la había definido como una especie de imperativo, la posición irónica obligatoria, la distancia que el escritor crea entre la enunciación y aquello que se enuncia. “La ironía del escritor es un misticismo negativo que surge en épocas sin un dios. Es una actitud de docta ignorancia hacia el sentido, un retrato de la actividad amable y maliciosa de los demonios, un rechazo a comprender algo más que el mero hecho de esa actividad; y en ello está la profunda certeza, inexpresable por otros medios que los de la creación artística, de que a través de no desear saber y no poder saber ha encontrado, atisbado y aprehendido la sustancia definitiva y verdadera, el dios presente e inexistente. Por eso la ironía es la objetividad de la novela.” El sintagma “un rechazo a comprender” describe al narrador poco fiable y ausente; es deliberado y artificioso. Cuando Lukács habla de la ironía como “la objetividad de la novela” está diciendo dos cosas. La ironía da a los autores un control sobre el asunto y el tema, puede mantenerlos a distancia, o alejarlos cuando la novela amenaza con volverse demasiado seria, demasiado sincera, demasiado conclusiva en sus efectos; en otras palabras, con desequilibrar la estructura del relato. También es el medio que tiene un autor para mantenerse fuera de la narración, manipulando sin quedar atrapado en el proceso del relato. En un sentido distinto al de, por ejemplo, León Tolstói o William Makepeace Thackeray, con su costumbre de interpelar directamente al lector y su comprensión de lo que han creado, los autores que se quedan fuera ocupan un lugar similar al del lector. Están a nuestro lado, no por encima: mon semblable, mon frère.

Forster describe “los ingredientes de la ficción” como “seres humanos, tiempo y espacio”. Omite un ingrediente esencial de la novela, esta perspectiva curiosa, irónica, una evolución del “punto de vista” narrativo de Henry James, que constituye una clave para entender la mayoría de las novelas. En particular en este punto se puede explorar el arte de la novela. Aparece de nuevo la distinción de Ford entre arte y virtuosismo: el arte primario crea y sostiene una perspectiva consistente, creíble y viva. No necesita usar una voz o un solo punto de vista: puede entrañar la orquestación de elementos apropiados para la historia que se cuenta (disponer la trama, idear las proporciones y el ritmo de la narración y la unicidad del efecto final). En una novela, “la unidad, la totalidad de efectos, resulta imposible”, dice Ambrose Bierce. Este imposible es lo que la novela ambiciosa intenta alcanzar. Cuando funciona, es muy difícil que el lector no perciba y valore los ritmos cambiantes de la prosa, el desarrollo de imágenes, símbolos y estructuras de recurrencia, dónde y cómo se rompen capítulos y párrafos.

¿Y la trama? Edwin Muir habla de “la cadena de acontecimientos de una historia y el principio que los une”. Identifica un “principio interno”, pero no puede ser más específico. La historia es la secuencia de los acontecimientos en el tiempo, la trama la reordenación de esos acontecimientos para crear una narración eficaz. Si, en ausencia de Julian Barnes, tuviéramos que resumir la historia de El loro de Flaubert, podríamos decir que trata de un hombre que hace cuanto puede para distraerse de la infidelidad y muerte de su mujer. La novela cuenta así la historia. La trama evade la historia, y esa evasión es el tema de la novela. En “Burnt Norton”, el primer poema de Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, el hombre revolotea entre tareas y placeres, “distraído de la distracción por la distracción”. La trama puede distraer a los lectores de la historia. Están atrapados entre dos formas de narración, dos patrones de notación. Podemos imaginarlo como líneas de música que crean armonías y disonancias. Algunas novelas tratan de la distancia entre la narración y lo que se narra.

En cuanto escoge una historia, un novelista hace cálculos formales. Puede que no se presenten de manera deliberada, pero, de forma consciente o instintiva, son elecciones cuyo acierto, más que el detalle de la historia, cautiva al lector. Es probable que los lectores conscientes de cuáles son las decisiones y por qué se han tomado lean con comprensión formal, uno de los placeres más intensos de la ficción. Las buenas novelas corren riesgos calculados y no calculados. ~

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Traducción del inglés de Daniel Gascón. Fragmento de The novel.

A biography (Belknap Press de Harvard University Press, 2014).

Copyright © 2014 Michael Schmidt. Usado con permiso.

Todos los derechos reservados.


1 Ambrose Bierce, El diccionario del diablo, traducción de Eduardo Stilman, Madrid, Valdemar, 2004.

2 En el Diccionario de la Real Academia la definición es: “Obra literaria en prosa en la que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de costumbres.” (n. de los e.)

3 El Inglés Medio es un periodo de la lengua inglesa, marcado por la influencia francesa tras la conquista normanda de 1066. Se suele dividir en dos etapas: una primera, desde el 1100 hasta el año 1300, y una segunda, desde entonces hasta finales del siglo XV.

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