Lobster roll: hablemos de langostas, hablemos de nosotros

No es un gran ejercicio de creatividad, ni siquiera una combinación insospechada de gustos, pero el lobster roll es un pequeño espejo para vernos en la arbitrariedad de eso que llaman lujo.
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El 30 de julio de 2003 David Foster Wallace rodaba por las carreteras de Maine buscando el dolor. El viaje desde Claremont, California, hasta el muelle de la bahía de Rockland le tomó un día, pero no fue hasta la mañana siguiente, entre el sudor masivo del gentío, que reconoció el verdadero motivo de su presencia ahí. En la revista Gourmet le habían asignado un reportaje sobre el Festival de la Langosta de Maine. Aceptó, viajó y el 31 de julio, ante “La olla para langostas más grande del mundo”, comenzó a reescribir la pregunta que se había hecho tantas veces en su ficción.

El plato que está frente a mí es un patrimonio culinario de New England inventado en 1929, según cuentan los registros. No es un gran ejercicio de creatividad, ni siquiera una combinación insospechada de gustos, pero el lobster roll es un pequeño espejo para vernos en la arbitrariedad de eso que llaman lujo. Mayonesa, langosta, sal, pimienta, mantequilla, pan. Poco más.

A primera vista “Hablemos de langostas” es un reportaje sin muchas piruetas. Acontecimientos, datos, personajes, información histórica[1]. Poco más. Pero la ironía soterrada de Foster Wallace va convirtiendo al texto en otra cosa hasta darle una dimensión de postulado ético: “¿Está bien hervir a una criatura viva y sensible solamente para nuestro placer gustativo?”, se pregunta el escritor estadounidense.

El lobster roll viene en un pan de hot dog con variaciones gourmet más o menos mantequillosas, así que la sorpresa es inevitable: ¿es este el mismo animal con el que los ricos se ufanan de ser ricos? Esta carne embadurnada en mayonesa con un poco de apio y cilantro, ¿viene de ese crustáceo al que algún sádico se le ocurrió cocinar vivo? De serlo, ¿por qué este plato tiene apariencia de fast-food[2]? ¿Por qué con ocho dólares puedes comprar una ración para matar a una comunidad de alérgicos?

Foster Wallace cuenta que no hay nada glamoroso entre las langostas vivas. Son de color marrón verdoso y carroñeras, una versión marina de las cucarachas, y durante el siglo XVI eran una plaga tan mal considerada en New England que estaba prohibido darla de comer a prisioneros más de una vez a la semana. No vaya a ser que se enfermaran[3].

Como normalmente se sirve frío, el lobster roll tiene mucho de comida veraniega para tomar con cerveza, no con manteles de tela. Yo, por ejemplo, no puedo comerme uno sin pensar en Foster Wallace y preguntarme si el culpable de esto fue un francés que entendió cuánto nos gusta imaginar el sufrimiento de todo lo que consideramos inferior a nosotros. Pagamos para que la cocinen viva y así sentirnos superiores.

Foster Wallace regresó a Claremont pocos días después y vio en “La olla para langostas más grande del mundo” un destello de miseria colectiva –otro más–. ¿Cuándo se acaba el sufrimiento?, se volvió a preguntar.

Cinco años después encontró un atajo.

 

 


[1] También hay notas a pie de página, pero solo los académicos leen notas a pie de página, ¿no?

[2] En la foto, acompañada con aros de cebolla y ensalada de repollo.

[3] Que se enfermaran los presos, aclaro.

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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