Fotografía: © Getty

Los dos debates con el mundo musulmán

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Desde 1979 no moría un embajador americano en servicio. Fue en Afganistán. En total han asesinado a seis desde 1965. La muerte del embajador Chris Stevens en un ataque al consulado americano en Bengasi (Libia) es por tanto una noticia destacada. Junto a Stevens, murió otro diplomático y dos miembros de la seguridad privada.

Libia vivió la protesta más sangrienta, pero fueron más numerosas las de Egipto –que además fue la primera–, Yemen, Túnez, Sudán y Líbano. En total ha habido manifestaciones en más de veinte países. El gobierno de Estados Unidos no prevé que desaparezcan en breve.

El motivo inicial en todos los casos es el mismo: un vídeo ridículo de catorce minutos que pretende caricaturizar a Mahoma. Pero este tipo de reacciones no son nuevas. La más célebre y desgraciada –murieron más de cien personas– fue la provocada por unos chistes publicados por el diario danés Jyllands-Posten en 2005. Seis meses después de la aparición de esos chistes, un ministro italiano, Roberto Calderoli, de la Liga Norte, llevó una camiseta con uno de ellos. Una protesta ante el consulado italiano de Bengasi dejó diez muertos.

La diferencia entre aquellos ataques en Bengasi y este es el éxito que ha tenido. El ejército de Gadafi estaba mejor preparado para frenar el ataque o –más probable– los manifestantes no disponían ni de la organización ni las armas que sí tienen en 2012. Esto ha llevado a muchos a pensar que la primavera árabe ha sido un paso atrás. “¿Mereció la pena la primavera árabe?”, se preguntaba la CNN.

Hay que poner las cosas en su sitio. Desde 2011 al menos cuatro nuevos países árabes intentan instaurar algo parecido a una democracia. Son sistemas en transición. Ni son dictaduras ni son democracias: ya no como las occidentales, sino como la turca o indonesia, dos modelos aceptables para casi todos.

Estos cuatro países son Egipto, Túnez, Libia y Yemen. Cada nación tiene características distintas. En Libia la seguridad no es la que era y las milicias que lucharon contra Gadafi campan con más libertad. En Yemen, los aviones sin piloto americanos dejan civiles muertos cuando bombardean algún pueblo, convoy o campamento para intentar acabar con miembros de Al Qaeda en la Península Arábiga, el grupo más activo hoy de la banda. En Egipto y Túnez, los salafistas –suníes que pretenden seguir el modo de vida de los musulmanes de la época del profeta– tienen más recursos y ganas de hacerse ver.

Para todos estos implicados en la lucha por el poder en sus países, un vídeo así es una oportunidad para ganar votos, influencia y seguidores. No van a desaprovecharlo. Hay ejemplos continuos en la historia reciente. El ayatolá iraní Jomeini usó con maestría el asalto a la embajada americana en Teherán para denunciar los abusos del sha y unir a sus ciudadanos contra un enemigo exterior. Su fatua contra el novelista Salman Rushdie años después ayudó a disimular las consecuencias de la catastrófica guerra con Iraq.

En 2012 ocurren también sin cesar hechos terribles pero que son menos noticia porque no muere ningún embajador. En Pakistán, este verano, imanes fundamentalistas pedían venganza contra cristianos porque una niña psíquicamente discapacitada había quemado páginas del Corán.

Ante hechos así, los islamistas más moderados que mandan en Egipto y en Túnez ven con preocupación cómo otros defienden con más pasión al profeta y a su religión. Para evitar perder peso a manos de esos radicales, los moderados disimulan, condenan el vídeo pero no la violencia o no despliegan a sus policías con fuerza. Es un equilibrio imposible. Desde fuera, se les ve como impotentes o, peor, conniventes.

Más allá de estos tejemanejes políticos, no hay que exagerar la importancia de las protestas. La mayoría de los ciudadanos que salieron a la calle lo hicieron con la pretensión de manifestarse en paz. En todas las crónicas de los disturbios se ve que los realmente implicados en saltar muros, cambiar banderas o robar son solo unas docenas de personas.

La lenta primavera árabe no está en peligro. La lucha por la democracia es un objetivo admirable para una revuelta, pero gobernar y discutir es más complicado. Habrá más sustos y más dudas, pero el camino hacia más libertad en el mundo árabe de momento no se ha detenido.

En este debate hay algo más espinoso y con una solución más compleja que queda oculto tras la violencia: muchos musulmanes que defienden la democracia tienen reparos serios con la libertad total de expresión. El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, lo explica así: “Soy el primer ministro de una nación en la cual la mayoría son musulmanes, y que ha declarado el antisemitismo un crimen contra la humanidad. Pero Occidente no ha reconocido la islamofobia como crimen contra la humanidad, sino que lo ha promovido”.

La trampa de Erdogan aquí es obviar que Occidente condena el antisemitismo como una forma de racismo, pero que permite la libre expresión de esas ideas. Solo la negación del Holocausto es delito en bastantes países europeos, aunque no en España y tampoco, por supuesto, en Estados Unidos.

El líder de los Hermanos Musulmanes en Egipto, Mohamed Badie, dijo algo parecido a Erdogan: “Estos actos continuarán provocando que musulmanes devotos en todo el mundo sospechen y odien a Occidente, especialmente a Estados Unidos, por permitir que sus ciudadanos violen la santidad de lo que ellos creen sagrado. Por supuesto, estos ataques no quedan dentro de la libertad de opinión o pensamiento.”

Para una mente occidental esto no solo es difícil de entender, sino también que muchos musulmanes den más importancia a un ataque contra Mahoma que a la violencia contra un ser humano. En una crónica del New York Times sobre este hecho, un teólogo musulmán dice que “nuestro profeta nos resulta más valioso que nuestra familia o nación”. Muchos otros le secundan, según el periodista.

Esta diferencia no se resolverá en breve. Habría un modo al menos de limitar sus consecuencias: erradicar la violencia. Erdogan, a pesar de su discurso ambiguo, lo ha logrado y presume: su gobierno ha actuado con mano firme contra los radicales y su papel tiene menos peso. En Turquía hubo una pequeña protesta por el vídeo, pero no pasó de unos cuantos gritos. Erdogan en esto se parece, salvando las enormes distancias, a Irán: dejan gritar en su país para disimular y luego se erigen en líderes del mundo musulmán. Pero ni rastro de violencia en Ankara o Teherán.

Entre los árabes hay en cambio partidarios firmes de la violencia: Al Qaeda, Hezbolá, Ansar al Sharia. El objetivo de sus gobiernos debe ser su derrota. Las nuevas democracias deben dejar de jugar con fuego y detener a los culpables. Sin embargo, la labor de convencer sobre la necesidad de una libertad de expresión total será más ardua. ~

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(Barcelona, 1976) es periodista, licenciado en filología italiana. Su libro más reciente es 'Cómo escribir claro' (2011).


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