Los orígenes del final

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Durante las últimas semanas, y con motivo de esa futura Constitución Europea que nuestros burócratas están pariendo con inaudito esfuerzo en innumerables reuniones, congresos, cimas y francachelas, se ha hablado de la necesidad de incluir una mención a los orígenes cristianos del Viejo Continente, como quien cita a un abuelo particularmente memorable. Si debemos creer a los periodistas, parece ser que Italia, España y Portugal son partidarias. Extraña no ver mencionada a Irlanda, porque entonces se habría reunido lo mejor y más santo del continente, centros de excelsa irradiación espiritual. En todo caso, uno se pregunta a qué cristianismo se refieren.
     En el año 1994, un escocés heredero de aquellos otros que hace un siglo cruzaban la Arabia Feliz en una mula, llevando por todo pertrecho un tomo de Shakespeare y un revólver, decidió hacer balance del estado del cristianismo en el Mediterráneo oriental. Las averiguaciones de William Dalrymple, publicadas en 1997 con el título From the Holy Mountain (hay una preciosa traducción de Ángela Pérez en la editorial Península), ponen los pelos de punta.
     Dalrymple comenzó su recorrido en el monte Athos, de donde partió en busca de los monasterios, iglesias, ermitas, cenobios y otros restos del viejo cristianismo que aún pudieran quedar en Turquía, Siria, Líbano, Israel, Jordania y Egipto. Su guía era el monje Juan Mosco, quien llevó a cabo la misma inspección en el siglo VI y la relató en un voluminoso informe llamado El prado espiritual. En efecto, todavía quedan algunos núcleos cristianos esparcidos por ese inmenso territorio varias veces más extenso que Europa, pero desde la Urfa turca hasta Asiut, en el Alto Egipto, todo son baldíos. Como aquellos que los mineros franceses llaman mort-terrain.
     Cuando los burócratas píos hablan de “cristianismo” quizás olvidan que su origen (el origen de nuestro origen) está en Bizancio, no en Roma. La zona que explora Dalrymple fue, en su mayoría, cristiana mientras duró el imperio de Oriente. También es cierto que ese fragmento de tierra ha visto más carnicerías, masacres, éxodos y pogromos que ningún otro lugar del mundo. En la actualidad es un océano islámico, con una isla judía en su corazón. La tierra está empapada de sangre, las aguas son rojas. La sangre sigue manando por cien surtidores.
     Sería conveniente, por lo tanto, saber si el cristianismo que según nuestros píos burócratas debe mencionarse en la Constitución es el de los orígenes imperiales (del que ya no queda nada), o el pequeño cristianismo de las sectas filosóficas europeas. ¿Incluye nuestro cristianismo a los armenios y coptos monofisitas? ¿A los siríacos jacobitas y a los arrianos monotelitas? ¿A los maronitas? ¿A los nestorianos de la Iglesia Asiria?
     En realidad, es indiferente, porque todos estos cristianos orientales se mataron entre ellos, antes de que los musulmanes los mataran a todos juntos. Algunos, los maronitas del Líbano, por ejemplo, consiguieron éxitos asombrosos, como iniciar una matanza entre musulmanes, judíos y cristianos (no maronitas), todos contra todos, antes de que se unieran todos para machacar a los maronitas. Y de eso hace pocos años.
     Los burócratas píos creen que el cristianismo es un invento occidental, cuando, en realidad, el cristianismo europeo es un largo proceso de domesticación, racionalización, burocratización y comercialización de las disparatadas ideas orientales del cristianismo verdadero. Desde el punto de vista religioso, la gran aportación del cristianismo occidental ha sido acabar con el cristianismo, gracias a la filosofía alemana, el pragmatismo inglés y los vinos franceses.
     Así que, ¿cuál es el cristianismo que Portugal, Italia y España desean mencionar en la Constitución? ¿El de las modestas guerras entre católicos y reformados, entre papistas y anglicanos? ¿El de los pogromos contra judíos alemanes, polacos, checos, húngaros? Comparado con las carnicerías del cristianismo originario, eso son minucias. Si algún mérito cabe atribuir al cristianismo occidental es haber enterrado al cristianismo verdadero. Por eso, y a pesar de la mitología de las Cruzadas, los europeos jamás ayudaron seriamente a los cristianos de Oriente que estaban siendo exterminados por el islam.
     Si algún día los países píos se salen con la suya y en la Constitución Europea aparece la palabra “cristianismo”, habrá que proponer que en el centro de la corona de estrellas que hoy lucen sobre el azul de su bandera, se incluya una calavera y un R.I.P. dorado a sus pies. ~

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