Los que se fueron

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En 2010, nuestra literatura lamentó la partida de muchos escritores. Unos, como Alí Chumacero o Antonio Alatorre, vivieron existencias largas y fructíferas. Otros, como Esther Seligson, Carlos Montemayor, Carlos Monsiváis y Germán Dehesa, dieron mucho pero se fueron antes de tiempo. En este breve espacio quiero trazar, como homenaje, un atisbo de cada uno de ellos.

La poeta, narradora y ensayista Esther Seligson (1941) era una misteriosa mezcla de cabalista judía y mística hindú. Vagabunda y libérrima, profunda y atrabiliaria, espiritual y sensual, mujer de estudio y mujer de teatro, lectora de Levinas y traductora de Cioran, de su vasta obra -hermética, apasionada y compleja- me gusta mucho, porque la revela, su poema Cicatrices (“Por las cicatrices de la memoria se cuelan las heridas del olvido…”). Octavio Paz la respetaba y quería: nunca olvidó que Esther fue la más generosa donante en la rifa que permitió el nacimiento de Vuelta. Nos unía un dato curioso: nuestros antepasados habían convivido en el mismo edificio al llegar a México.

Carlos Montemayor (1947) era ante todo un buen poeta, pero con el fervor que lo caracterizaba fue también un notable lingüista y ensayista, un cantante serio, un formidable luchador social y un novelista comprometido, como atestigua su gran novela Guerra en el paraíso. Un irreductible guerrillero romántico y un elegante humanista del Renacimiento convivían en aquella cabeza de pelo ensortijado, aquella mirada benévola tras los gruesos lentes y su saco de tweed a cuadros. Fue un traductor notable, al que le debemos excelentes versiones de Pessoa, Whitman y lírica griega, especialmente la de Safo. Pero no sólo de ellos: en una remotísima cena a principio de los setenta, me quitó el habla con su conocimiento del hebreo y sus citas de Gershom Scholem. En un programa de televisión en el que debatimos, se comportó con una caballerosidad inglesa.

Nos reíamos mucho, Germán Dehesa (1944) y yo, al ver la dificultad con que doblaba el dedo meñique que le fracturé hace más de cuarenta años jugando “tochito”. Tiempo después, aquel muchacho enamorado de los Pumas se convertiría en un extraordinario profesor de la Facultad de Filosofía en la UNAM. Borges, que tantos lectores tuvo y tiene, no tendría muchos a la altura de Germán. No integró propiamente una obra orgánica pero encontró su gozosa vocación en el periodismo. En su columna diaria descubrió un tono inimitable. Ya sea que hablara de sus peripecias privadas o de los problemas públicos, había en su prosa una liviandad que parecía natural pero que era producto de muchas lecturas. En varios momentos de tragedia nacional (inundaciones, por ejemplo), Germán se crecía hasta convertirse en un líder social que movilizaba a la gente a prender una luz o donar una cobija. Fue valeroso en la vida y ejemplar en su trance final. Se fue dibujando una sonrisa.

De todo el conjunto que ahora evoco, Carlos Monsiváis (1938) era, en realidad, mi único amigo. Guardo muy buenos recuerdos suyos. Escribió no pocos libros de valor (sobre todo los dedicados a la cultura popular). Éramos críticos uno con el otro. Yo resentía la amalgama de opiniones y hechos en sus textos: el resultado era la oscuridad críptica. Pero en Carlos sobraban las facetas positivas, como el humor paródico, la inteligencia agudísima y la creación de un personaje público muy querido. Su lealtad a la izquierda fue de hierro, como se demostró en el 2006. Pero con la misma convicción tuvo el valor de criticar la intolerancia en Cuba. Elena Poniatowska, su alma gemela, escribió hace poco que le hace mucha falta. A mí, tan lejos y tan cerca, también.

Traté un poco a Alí Chumacero (1918) cuando trabajaba en el Fondo de Cultura Económica. Lo veía como el legendario editor literario y el modesto autor de casi todas las solapas de esa editorial, pero pronto supe que se trataba de uno de los poetas más finos de nuestra literatura, autor del clásico Palabras en reposo. Coeditor de la gran revista literaria Tierra Nueva, tengo la impresión de que la presencia de Octavio Paz (apenas cuatro años mayor) tuvo en él un efecto depurador: frente a una obra de tales dimensiones, Chumacero estaba forzado a la economía y la perfección. Había un aire impenetrable de indio cora en aquel hombrón de fuertes manos y risa estentórea. Conozco una cuarteta suya no recogida en libros que retrata su picardía: “Le dijo la guacamaya, al pájaro azul turquí, vámonos a la chingada, ¿qué estamos haciendo aquí?”.

Antonio Alatorre (1922) fue nuestro más destacado lingüista. Su libro sobre los 1001 años del español es un clásico, lo mismo que sus estudios sobre Sor Juana y los diversos artículos que publicó, sobre todo en la Nueva Revista de Filología Hispánica que dirigió en El Colegio de México. Tradujo magistralmente a Bataillon, Chevalier y Gerbi, entre otros. Sus intervenciones en El Colegio Nacional eran inesperadas y claridosas. Siempre hubo algo juvenil, desparpajado y polémico en ese gran sabio jalisciense cuyas clases y cuya tertulia recuerdan generaciones de discípulos y amigos. ¡Cómo se reía al recordar que siendo un Secretario de El Colegio de México se le ocurrió la idea de comprar (para ahorrar) cientos de rollos de papel de baño! “Imagínate la cara de Don Daniel”, me decía.

Seis protagonistas de la cultura mexicana. Fallecidos a su tiempo o antes de tiempo, se les extraña. Quedan sus obras.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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