Alice está en el hospital, intentó suicidarse. Un ataque epiléptico y un desmayo evitaron que la bala traspasara el paladar y destruyera el cerebro. La herida no es grave, apenas un rozón de oreja. Nadie sabe qué causó el ataque, ese es el verdadero problema. Interesado en su caso, el mejor doctor del lugar decide entrar ilegalmente a la casa de la paciente en busca de una pista para resolver el caso. Lleva a su novia. La pista, sabemos, está en la caja fuerte, en la sala. Junto a la caja fuerte hay un escritorio inmenso y sobre él una máquina de escribir. Nada más verla, la novia pregunta: “¿Tú paciente es escritora?”
La escena pertenece al tercer episodio de la séptima temporada de House. Alice, una famosa escritora, está decidida a quitase la vida luego de haber terminado la última novela de su saga infantil. Sin saber nada esto, Coddy, la novia/jefa de Greg, acierta en relacionar la máquina de escribir con la profesión del personaje. ¿Por qué esto parece normal? Porque salvo Javier Marías, ya nadie usa máquinas de escribir, y porque de inmediato este artefacto caracteriza el mundo de la escritora como algo aparte, lejano a la realidad como la vivimos ahora.
Tal parece que la representación de los escritores en la cultura popular necesita pasar por dos filtros. El primero, un evidente anacronismo, visible en prendas y objetos. El segundo, un rasgo físico o mental que lo distinga, que convierta en “único” al personaje. Alice, por ejemplo, no solo escribe a máquina, sino que alucina con su hijo muerto –y de cuya muerte se culpa–, tiene impulsos suicidas, es rica, increíblemente inteligente –al grado de inquietar a House– y famosa.
Esta caracterización no es un fenómeno aislado. Pensar, por ejemplo, en películas cuyos protagonistas son escritores implica recordar una serie de personajes neuróticos (Deconstructing Harry), antisociales (Finding Forrester), agresivos (In a lonely place), potencialmente peligrosos (Sunset Blvd.), excéntricos (Barton Fink), alcohólicos (Barfly), maniáticos (As good as it gets), sociópatas (American Splendor), vividores/bohemios (Henry and June), suicidas (Sylvia), o todas las anteriores (Stranger than fiction), por mencionar solo algunas películas de distintas épocas y géneros.
Así como casi nunca vemos a los personajes musculosos ejercitarse a cuadro, los escritores hacen todo, menos escribir. La idea de una película que narre las 10 horas diarias de escritura que presumen algunos, imagino, no vende. Lo que sí atrae es la configuración del creador como algo ajeno, extraño. Por eso es atractiva la historia de la estilográfica de Carmen Marín Gaite, o de los desvelos de Murakami, o la imagen de Cheever escribiendo en la cocina de su casa y en calzoncillos, o las guías telefónicas de Simenon, o las libretas de Hemingway.
Sin embargo, nada de esto es nuevo. La idea del escritor como un personaje excéntrico se origina en los juicios de Platón con respecto a la literatura y, luego, se reafirma y moderniza en la época romántica. Para el griego, los poetas están poseídos por un furor divino, que los vuelve dementes. El poeta como un loco se establece desde entonces como uno de los grandes tópicos para la representación del escritor. La idea del poeta como un mentiroso acompaña –casi complementa- esta representación, pues para Platón lo que los poetas reproducen no es la realidad, sino una idea, un mero reflejo de ella: esto convierte su trabajo en una mentira en tercer grado.
La idea evoluciona y, además de loco y mentiroso, el escritor es pobre y codicioso. La primera regla de los torneos poéticos en la Nueva España aconsejaba a los organizadores no excederse en premios,“por cuanto conviene reprimir la codicia poética en hombres que, por su profesión, no saben lo que es plata”. Estas dos características negativas se reformulan gracias a los románticos, cuya representación del escritor es la mezcla de un ser demoníaco, loco, melancólico, incomprendido, liberal, apartado.
Esta imagen la encontramos en una curiosa y divertida obra titulada Las vigilias de Bonaventura, que apareció anónima en 1805 y que fue atribuída igual a Clemens Brentano, Friedrich Schelling y a E.T.A. Hoffmann. En ella, un sereno narra sus andanzas y reflexiones durante dieciséis noches. Durante una de ellas, habla sobre el estado de la poesía:
“De cualquier forma, en estos tiempos la poesía se encuentra en un estado crítico, pues quedan muy pocos locos, y existe tal profusión de espíritus razonables que estos pueden desempañar por sí mismos todos los oficios, incluido el de la poesía. Un simple loco, como yo, no encuentra lugar en semejante estado de las cosas. Por lo tanto, ahora me conformo con rondar a la poesía; es decir, me he convertido en un humorista, para lo que encuentro ocio necesario en mi trabajo de vigilante nocturno” (trad. de Josefina Pacheco).
El romanticismo exacerba la categorización negativa que antes sometía al escritor y la convierte en una autodefinición. Su marginalidad ahora es una elección, y no una imposición.
Los guionistas de House –escritores ellos mismos– respetaron la convención del personaje. Su escritora vive una contradicción que la define: atípica para el mundo en el que vive, el de la serie, su retrato es fiel al estereotipo del escritor . Greg, obsesionado con ella, intenta encontrar las claves del diagnóstico en el manuscrito de su última novela. El nombre del episodio, “Unwritten”, juega con esta idea, pues no es en el libro donde se resuelve el enigma. Si para Alice había una relación indisoluble entre el final de su saga y el suicidio, la solución implica una rehabilitación social: ya restablecida, Alice decide resguardar su vida, pero no volver a escribir, lo que circularmente abre –y cierra– el tema del capítulo: la relación entre la enfermedad y la creación artística.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.