La galería Soledad Lorenzo de Madrid exhibe durante febrero parte del trabajo escultórico de Louise Bourgeois. Parreño, poeta, narrador, crítico de arte y subdirector del Museo Esteban Vicente de Segovia, se acerca a la poética del espacio de esta sobreviviente.
Si usted, lector, lectora, sufre de espíritu sensible, espera un hijo o es propenso a darle vueltas a lo que no entiende, le recomiendo que no visite la exposición de Louise Bourgeois. Mejor vea teleseries o, si no puede evitar ir al cine, películas de Hollywood. Le entretendrán y seguro que conmoverán su corazón, pero de forma previsible y desde luego acorde con las pautas sociales al uso. Al terminar, sabrá perfectamente qué pensar de sí mismo y de su cuerpo, de su pareja, sus padres y sus hijos. Como lo que sucede, sin embargo y paradójicamente, es que son los espíritus sensibles, etc., quienes frecuentan las galerías de arte, aviso que les lloverá sobre mojado. Quiero decir con esto que el arte tiene la virtud de provocar emociones raras, complejas, desazonantes. Por supuesto, aunque lo artístico nos asedie, este efecto tiene lugar en tan contadas ocasiones que usted, lector, lectora, puede entrar sin peligro ninguno en la inmensa mayoría de los locales donde se muestran las llamadas obras de arte. Pero en este caso no es así y por eso insisto.
Louise Bourgeois nació en París en 1911 y ha vivido en Nueva York desde que, en 1938, se casó con un crítico de arte norteamericano. Fue alumna de Fernand Léger y del escultor Vaclav Vytlacil, y amiga de Breton y de Marcel Duchamp. Próxima en su juventud al surrealismo, en la actualidad confiesa en cambio su afinidad con el existencialismo de Sartre, Camus y Kierkegaard: "Estoy interesada en el sufrimiento y en cómo evitarlo." Aunque para explicar su obra se recurre siempre al psicoanálisis, a Louise Bourgeois no le ha temblado el pulso al descalificar por escrito a Freud (en la revista Artforum, en 1990). Tras toda una vida situada en un segundo o tercer plano de la escena artística, desde comienzos de la década de 1980 su obra ha ido adquiriendo una relevancia cada vez mayor, hasta convertirse en una de las escultoras más valoradas del panorama internacional. Los que fueron siempre sus temas y preocupaciones: el cuerpo y sus conflictos, lo femenino, la investigación con materiales ajenos a la tradición escultórica, la potencia de la representación tridimensional, acabaron por ser los tópicos del arte de aquella década, y para entonces esta solitaria corredora de fondo estaba en la primera línea. Louise Bourgeois alcanzó la gloria, pues, a los setenta años. Ni siquiera eso ha conseguido convertirla en una dulce abuelita.
Salvo una obra titulada The Confession y el conjunto de admirables dibujos, las restantes que integran esta exposición son representaciones escultóricas de cuerpos y, sobre todo, cabezas. El material utilizado es tela gruesa de suéter, de color crudo, áspera al tacto, cuyas piezas han sido empalmadas mediante costurones que marcan las distintas partes de la anatomía. El resultado podría haber sido algo parecido a muñecos de trapo, pero en realidad parecen más bien crías de Frankenstein o seres humanos escaldados para desollarlos mejor. Carentes de pelo, asexuados, con los ojos huecos, con una larga lengua obscena saliendo de la boca o con los labios tensados por un grito permanente, producen sentimientos contradictorios de horror y piedad. El hecho de que hayan sido confeccionados con tela procedente de la ropa de la propia artista indica que plasman algo muy personal, que Louise Bourgeois trabaja con su propia biografía.
Al fin y al cabo, la ropa vieja es algo así como un diario escrito con manchas, arrugas y olor. Intimidad o cotidianeidad que está sugerida por el hecho mismo de ser esculturas "cosidas", es decir, realizadas con una técnica nada heroica, propia del ámbito de lo femenino y "sus labores".
Un aspecto fundamental de la obra de Bourgeois es, desde mi punto de vista, la coherencia entre el uso de estos materiales extraños a la escultura tradicional y el tipo de imágenes que materializan, extrañas también. Las obras de Bourgeois exploran característicamente las ambigüedades de nuestros sentimientos respecto a temas como la culpa, el deseo o la memoria. Sus imágenes se instalan con cuidadosa deliberación en las fisuras de las que creíamos emociones bien conocidas. Este aspecto de su trabajo se ve especialmente claro en una obra ya antigua, Fillete (1962). Se trataba de una voluminosa forma fálica, rugosa y rosada, colgada de un gancho metálico. Gran pene, quizá, pero quizá también recién nacido y, en ambos casos, carne infinitamente vulnerable, la obra mostraba si queremos verlo así, de forma simultánea, el alarde de lo masculino y su debilidad.
Entre las obras de esta muestra, varias aluden directamente a la maternidad, subrayándose en ellas la dependencia y el sacrificio. Y sobre todo, la fortaleza esencial del vínculo entre la madre y el hijo, sean cuales sean las circunstancias en que se establezca. En una de las obras, un bebé azulado está tendido sobre un pecho materno de gran tamaño, pero desprovisto de cabeza y extremidades. La madre está pues reducida a fuente de sustento, destruida como ser humano pero aún solícita y capaz de alimentar a su hijo. La otra (ambas se titulan Mother and Child y son de 2001) presenta, dentro de una urna, una pequeña figura de mujer mutilada de pie y brazo, apoyada en una muleta. Junto a su pierna sana, una niña. Están encerradas tras el cristal, exhibidas como supervivientes de un inimaginable cataclismo, rotas pero no vencidas. Otra vez la ternura y el horror, y la sensación de que la escultora ha plasmado algo esencial, común a la especie más que a los individuos.
Podemos conectar muchos de los rasgos de sus obras con la propia biografía de la artista: es madre, su hermana tuvo que implantarse una prótesis en una de sus piernas, la madre de Louise Bourgeois era aficionada a restaurar tapices… Estos datos quizá ayuden a conocer los mecanismos de su proceso creador, pero no aportan nada a la comprensión de las obras en sí. Más bien nos distraen de su sentido. Como antes apuntaba, todas ellas huyen de la anécdota para concretar en cambio lo arquetípico.
Señalé antes el recurso al psicoanálisis a la hora de interpretar estas obras, pero ellas mismas parecen tener el sentido de un exorcismo para su autora, que en alguna ocasión ha declarado: "El arte es una garantía de cordura." Salí de la galería y crucé un pequeño parque. Me vino a la cabeza un pensamiento extraño: cómo es posible que de troncos viejos, negros, retorcidos vayan a surgir, incongruentes, hojas tan tiernas, flores tan coloreadas y aromáticas. Cómo es posible. Pero quizá el obstáculo aparente es la causa eficaz. Se necesita el desesperantemente lento alambique del árbol para convertir el sol y el agua y la tierra oscura en un fruto. –