Malala, heroína de la educación

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Saleem Sinai, el héroe de Midnight’s children, nació a la medianoche del 15 de agosto de 1947. Ese día la razón geométrica determinaba la nueva frontera teológico-política que dividía al Indostán en dos regiones antitéticas. Contra los deseos de Gandhi, la India no emergió unificada, sino dividida. “La tierra de la pureza”, como se traduce Pakistán, no pidió permiso para surgir altiva, con su promesa de hermandad islámica y su realidad de potencia nuclear. Como Sinai, Malala Yousafzai, la heroína de la educación, pertenece también a un país que nació a la medianoche.

A pesar de solo tener dieciséis años, la agenda de Malala es más activa e interesante que la de cualquier canciller del planeta. Cuando no está dando un discurso en la Asamblea General de la onu, está en la Oficina Oval dialogando con Barack Obama. ¿Quién es esta niña? ¿Y qué nos quiere decir? Un primer intento de respuesta consiste en decir que se trata de una muchacha de la clase media de Pakistán. Un segundo intento la coloca en su contexto. La deposición del gobierno del Talibán en Afganistán por parte de Estados Unidos –esa odisea de la venganza y la justicia– llevó a varios de sus miembros a instalarse en territorio pakistaní, no lejos de la frontera afgana. Como una ley de la naturaleza, no pasó mucho tiempo para que el Talibán cerrara escuelas y privara a mujeres del acceso a la educación. Armados de una elocuencia natural, Malala y su padre utilizaron todos los foros para criticar al Talibán en una cruzada por la educación. Su éxito entre la población irritó al grupo fundamentalista.

La mañana que cambió la vida de Malala comenzó con el rezo premonitorio del muecín: el valle de Swat anunciaba la esperanza del mundo y la nieve del Hindú Kush su promesa. Un hombre, que muchos confundieron con un periodista, se acercó a un grupo de estudiantes preguntando por Malala. Poco después una bala cruzaba el rostro de Malala terminando con su infancia. El asaltante no sabía que con su ataque iba a crear a una heroína a escala global.

Nostálgica del sol de Mingora, Malala ahora vive bajo la bruma de Birmingham. Pero su verdadera patria tiene el tamaño de la tierra porque su prédica por la educación es necesariamente global. Su sola presencia es elocuente porque su historia es improbable. Su libro –I am Malala: The Girl who Stood up for Education and was Shot by the Taliban– nos cuenta la historia secreta de la humanidad: la eterna danza de Eros y Tánatos. Pero es también un persuasivo alegato según el cual lo que hace falta en los regímenes de corte islámico son políticas que promocionen la ciencia y las artes –un renacimiento cultural.

El Talibán, sus gestos y símbolos, pertenece decididamente a la antiilustración. Si nos definimos por lo que odiamos, los hombres de hirsutas barbas que irrumpieron en la infancia de Malala no solo son logófobos (opositores de la razón), sino también erotófobos (opositores del amor). Así, el Talibán ha logrado la hazaña de ser a la vez enemigo de la Ilustración y del Romanticismo. Sus delirios puritanos pertenecen a una distopía cavernaria: un escape de la civilización hacia ningún lugar. Pero al momento que le dispararon a Malala alcanzaron su punto más bajo: el grado cero del odio. Hay algo que convoca un malestar esencial –metafísico– en la idea de fanáticos hombres armados disparándole a niñas con libros bajo el brazo.

El riesgo de Malala es convertirse en una figura sacralizada, una especie de princesa Diana del valle de Swat. Para evitar este destino, Malala tendrá que abandonar los reflectores que la han convertido en una celebridad. La lucha en favor de la educación tendrá que convertirse en su propio camino educativo. A pesar de su sorprendente madurez –sus frases en inglés son casi inmaculadas–, Malala tiene aún mucho que aprender. Al fin y al cabo, solo una mujer educada puede ser una seria defensora de la educación. De otra manera, su prédica justa carecerá de sustento.~

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(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.


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