No hay escapatoria: aunque mil veces alegues tu escepticismo acerca de las virtudes culturales de conferencias, mesas redondas, presentaciones de libros, etc., etc., el teléfono y el correo electrónico seguirán solicitando tu participación en esos llamados “eventos” culturales (y cuán fácil sería realizar por lo menos el acto cultural de enterarse de que dichos eventos, si han sido planeados, programados y anunciados, nada tienen de eventuales).
Lo de las dizque mesas redondas es una endemia cruzada por incontables epidemias, epidemiotas y epidemínimas. ¡Mesas redondas sobre la modernidad, sobre la posmodernidad o la inmodernidad, sobre la deuda interna o la deuda externa o la deuda eterna, sobre la vigencia o la muerte de la novela, sobre la vigencia o la muerte del libro en la época del tecleo electrónico, sobre la vigencia o la muerte de la poesía en la misma situación, y tal vez sobre un asunto exquisito como el soneto clásico o el soneto con estrambote, o, “a nivel” de estricta difusión cultural, sobre la subsistencia o la desaparición de los suplementos culturales y de paso sobre las mafias culturales y sus mafillas y mafículas, etc., etc.! Y temo la llegada del día en el que (tal vez a partir de este artículo) se me telefoneará para invitarme a participar en una mesa redonda… sobre las mesas redondas.
¿Mesa redonda, dice usted? La mayoría de las veces ese acto (ese “evento”) ni siquiera hace honor a su género, pues no es una circulación de opiniones y muy rara vez lo es de ideas. Casi siempre consiste en la reunión de tres o cuatro o cinco o más conferencias individuales y leídas en voz alta (pues cada dizque mesarredondero lleva una cantidad de cuartillas; los leedores civilizados llevan una sola; los leedores salvajes llevan un mazo de hojas de más de cuarenta líneas y setenta teclazos en anverso y reverso de cada hoja).
Como la permanente explosión demográfica, como la permanente invasión del “mercado informal” y el ambulantaje (el comercio callejero pero no ambulante: suele ser de puestos fijos), la frecuencia de las mesas redondas es una de las causas de la crisis general del país, y de su ciudad capital en particular. Hace veinte años (en la revista Vuelta de julio de 1992) Gabriel Zaid ya se atrevía a decir que “las conferencias [y —-añado yo—las dizque mesas redondas] existen para tejer los intercambios de prestigio, no los intercambios culturales”, y “en términos de eficacia cultural, son nada frente a la lectura o la tertulia”.
Lo ideal, entonces, sería la proliferación irresponsable, “salvaje”, de las tertulias entendidas como guerrillas espirituales contra la tiranía de conferencias, mesas redondas y otros no eventuales “eventos”. No es fácil, es más bien casi heroico, porque sufrimos una ciudad cada vez menos convivencial, pero, sobre todo, porque la formación de una tertulia suele ser un hecho misterioso, cuyos orígenes, motivos, mecánica y estilos no están favorecidos por una teoría científica ni una mínima explicación racional. Y así como el pintor Whistler dijo Art happens, todo cuanto podría yo decir es: La tertulia ocurre.
La tertulia, pues, es la verdadera, la felizmente espontánea, la irresponsable, la salvaje, la verdadera Mesa Redonda.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.