Me topé con este comentario –que publiqué en la revista Vuelta en enero de 1998– en la hemeroteca virtual. Le percibí cierta cercanía con el reciente artículo de Gabriel Zaid sobre la facilidad para manufacturar leyendas poéticas prescindiendo de la poesía.
Los dentistas del estro
La entrega del Premio Nacional de Letras a Germán List Arzubide [1898-1998] a principios de noviembre [de 1997] fue un gesto no por extraño inexplicable. Algo hay de coherente en que un poeta cuya “obra” no fue sino gesto, amerite otro que lo retribuya. List Arzubide encarnó desde hace años un gesto adecuado para que otros gesticuladores vean en él un redituable sentimiento: sin mucha atención a los hechos históricos, y mucho menos a los literarios, se optó por rehabilitarlo como un héroe de lo políticamente correcto: popular, socialista y hasta vanguardista. En nada mermó este ímpetu el que su renovado valor literario dependiese de que en su obra se lea cándidamente una alternativa a lo que para las buenas conciencias es “la poesía del establishment” (léase, la de los Contemporáneos). De este modo, el sentimentalismo de sus súbitos lectores condena a List Arzubide, una vez más, no a tener mérito por lo que fue, sino a extraerlo de lo que no pudo ser.
Esta beatificación por omisión reclutó suficiente vigor para incitar al jefe de literatura del INBA, Daniel Leyva, que en cabal uso de las facultades que le otorga la Constitución ordenó un homenaje nacional para llenar su calendario pastoral. Es así como un premio logró hoy, por decreto, lo que los estridentistas hubiesen preferido conseguir en 1923, por su literatura. Y dado que esa literatura existió sólo precariamente (acaso un par de poemas de Maples Arce), es natural que el premio se entregue no a una literatura viva, sino a la perseverancia de su gesticulación.
Los exégetas procedieron a urdir explicaciones para maquillar de sensatez el capricho: List Arzubide resultó de pronto un gran poeta y el estridentismo “la más vigorosa de nuestras vanguardias”. El problema siguiente fue sostener tales afirmaciones. Lo de gran poeta no se pudo porque, bueno, pues nomás no se puede. Lo de la “vigorosa vanguardia” condujo a juicios tan raros como los de Humberto Musacchio: 1) el estridentismo se “anticipó en varias décadas a la narrativa de tema urbano”, 2) “con afán socializante cantaron al progreso industrial”, y 3) “tejieron metáforas que sacudieron el hastío de pavorreales de un modernismo que no acababa de retirarse”.
Vamos a ver. En lo que respecta al punto 1 no deja de ser admirable que los estridentólogos ignoren que durante la misma década de los veintes escribieron “narrativa de tema urbano” Carlos Noriega Hope, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, Rubén Salazar Mallén y Gilberto Owen. Bueno, estos narradores no son políticamente correctos, pero… ¿y Mariano Azuela? En el punto 2 lo interesante es no sólo que olvide a otros poetas interesados en el progreso industrial, como Tablada, o de nuevo a Novo y a Owen, o a Salomón de la Selva y a Ricardo Arenales o a los poetas de Vida Mexicana, sino que crea que los estridentistas escribían con “afán socializante” (una categoría poética que se utiliza para distinguirlos de los poetas que escriben con afán zoologizante); y en el punto 3, que represente a los estridentistas como a los enterradores del modernismo, como si el modernismo tardío fuese un mal abominable y no el signo de una tradición poética en movimiento que se convierte en una vanguardia (en serio) en las obras de, digamos, Tablada, Alfonso Reyes y Ramón López Velarde, por no mencionar a Pellicer o a los Contemporáneos.
De lo que se trataba en el fondo era de fortalecer a como diera lugar este equívoco interesado en el sentido de que el estro de estos dentistas fue “la más vigorosa de nuestras vanguardias”. Lo único que distinguió a la “vanguardia” de los estridentistas fueron dos cosas: 1) la bulla de unas proclamas que hicieron pastiches de los manifiestos rusos o italianos o brasileños (los “klaxonistas” de Sao Paulo), y 2) la mediocre literatura que pergeñaron para sustentar sus proclamas. Pues como resume Carlos Monsiváis,
los estridentistas crearon las apariencias de una vanguardia, manifestaron las exigencias de una inquisición y con el tiempo sus torpes maniobras se incluyen en los terrenos del humorismo involuntario, pero, en cierto modo, se han enriquecido con los encantos de lo patético… [fueron] víctimas de esa arrogante credulidad que caracteriza a toda bohemia de provincia… [escribieron] la prosa más increíble que se ha escrito en un país tan habituado al exceso… Sólo la ingenuidad de List Arzubide pudo llegar a estas vanas conclusiones: el estridentismo se llama así por el ruido que levantó a su derredor… [encarnaron] el arrobo pueril de estas fastidiosas regresiones románticas.[1]
Me parece bien que sus amigos celebren a un señor de casi cien años de edad que alguna vez ensayó hacer poesía y alguna vez se las dio de socialista; no así que se haga en nombre de una literatura a la que el festejado no aportó nada. Un poeta de cien años, decorado por una leyenda política es un lujo para nuestra propensión al sentimentalismo. Desde luego, nada se dijo sobre la forma en la que los estridentistas se inscribieron en las nóminas del general Jara en Veracruz; ni de la forma en la que coincidieron con las actividades del Comité de Salud Pública que en la década de los treintas vigilaba la “pureza ideológica” de los escritores; ni de la forma en la que persiguieron a otros poetas por el hecho de ser homosexuales. Un velo de pureza ideológica y de oportuna amnesia ensalzó al nuevo beato.
Después de su breve bullanga, la prosa de los estridentistas se moderó en la cabal redacción de delaciones políticas y de solicitudes de aumento de sueldo. El mole de guajolote al que habían lanzado vivas estentóreas se espesó en sus plumas (las de ellos). No dejaron ni escuela, ni tradición, ni nada. Dejaron eso sí, como lo comprueba este oportuno premio, una leyenda que aún atiza los ánimos encendidos de una pléyade de candorosos justicieristas para los que, al otorgarle el premio a List, “México se premia a sí mismo”. Así sea.
Quince años después la poesía estridentista me sigue pareciendo fácil, gargajosa, escrita con lija. Lo único interesante de sus ideas poéticas es que siguen sin ser de ellos: confetti de Maiakovski e hilachas de Huidobro. Han aparecido documentos que muestran la enfática transición del poeta Maples Arce de ser, en los veintes, el homofóbico neto que proclamaba “Ser estridentista es ser hombre. Sólo los eunucos no estarán con nosotros”, a ser, en los treintas, el diputado del partido revolucionario que exige desde la tribuna revivir las leyes porfiristas contra los homosexuales. Supongo, eso sí, que algo agregará al syllabusacadémico, pues lo resucitan en calidad de mecha al declararlo “el disparador de la estética revolucionaria”.
Y es ahí donde reconozco que erré: es falso que los estridentistas no dejaron algo. Dejaron la oportunidad de volver a machacar las teorías sobre “lo popular” y sobre “el compromiso”, como si nunca hubiera ocurrido la década de los treintas y aún se pudiera decir algo nuevo sobre el asunto. Dejaron materia para la industria académica dorito que, ahita de teorías sociológicas, urgida de un espécimen mexicano con el cual retacar sus “cultural studies”, pueda reivindicarlos como avanzada de alguna emancipación urgente.
Si antes sólo eran poetas “malitos”, ahora son pantópicos, exosígnicos, metalúdicos y peritópticos que “subsumen”, “repiensan” y “deconstruyen”. Antes eran bravucones echando desmadre (a veces gracioso); ahora son una necesaria terapia contra el “subjetivismo”, el “versismo” y el “hermosismo” de la poesía reaccionaria. Ahora encarnan la marginalidad, son metaliterarios, inventan el urbanismo, “detonan” la expresión popular, le limpian el sudor al obrero, critican al “poder”, ensayan una nueva noción del tiempo, trastabillean la falocracia y –¿quién lo diría?— son “de izquierda”.
Y todo esto, al parecer, porque utilizaron en sus poemas las palabras “locomotora” y “sindicato”.
Lo más curioso de sus restaurados méritos es que radican no en que hayan querido ser poetas sino en que lograron no serlo. (Es en esto –la hazaña de crear movimientos poéticos sin poesía– que anteceden al “infrarrealismo”.) Vamos, fue tan estridente su ismo que no sólo le ajustaron las cuentas a los Contemporáneos, sino que anticiparon la crítica a Octavio Paz:
El proletariado es el límite epistemológico de la vanguardia mexicana y la abolición del tiempo ejercida por el actualismo estridentista la única manera de aproximar dicho límite. […] La incapacidad de este presentismo de institucionalizarse, asediado ante la renovación del subjetivismo modernista ejercida por los Contemporáneos y ante el presente perpetuo desde el mito que articulará Octavio Paz, dejó fuera de la literatura mexicana la posibilidad de una estética emancipada del tiempo: un presentismo que no es tiempo mexicano ni tiempo moderno sino una paroxista, sindical y multánime estética de la izquierda[2].
Me pregunto qué va a ocurrir cuando los actuales profesores pepenen a Carlos Gutiérrez Cruz, aéda solidario que dejó a las musas y abrazó a las masas. Auguro dieciocho tesis, setenta y dos ponencias y cuatro neologismos:
Poeta, te felicito,
poeta de mi yo,
porque has proscrito
de tu lira la inútil canción.
¿Canciones para divertir
al maestro de arte?
–No, canciones para redimir
a los que mueren de hambre.
Canciones más humanas,
más galanas
en verdad,
porque las canciones vanas
son pompas de jabón,
bellas de ociosidad.
La canción tumultuaria y roja,
el verso acometivo como un toro
y la idea brillante y fuerte que despoja
ahorcando a los “señores” como una soga de oro.
Listo. Ha llegado la hora de olvidarse del mole de guajolote, tan anticuado, y comprometerse con el “acometivismo”…
[1]En su prólogo a la Antología de la poesía mexicana del Siglo XX, Empresas Editoriales, 1996, pp. 48-50
[2]Así dice el profesoractual Ignacio Sánchez Prado en “El presentismo estridentista. Una reflexión” (2013), aquí. http://ignaciosanchezprado.blogspot.com
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.