Max Kaminski: ¿neoexpresionista tardío o pintor libre?

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Max Kaminski (1938) —cuya exposición Danzas Macabras se presenta desde el 20 de mayo hasta el 15 de agosto en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México— nació en Königsberg, ciudad que entre 1919 (gracias al tratado de Versalles) y 1946 se llamó Kaliningrado y perteneció a la Prusia Oriental. Es decir, el recolocamiento de fronteras separó a esta zona de Alemania y Polonia, que quedó entre una y otra región. Si bien éste no será tema de la reseña, la pregunta emerge casi por sí sola: ¿estos cambios de pertenencia otorgan a Kaminski una identidad desfasada? ¿Es polaco, alemán o ruso? Su punto de partida profesional está, sin duda, en Alemania; allí, en Berlín, cursó sus estudios artísticos, obtuvo algunos de sus premios y formó parte —junto a A. R. Penck y Gerhard Richter— del envío alemán a la V Documenta Kassel (1972). También grupalmente participó en la Primera Bienal de Berlín, efectuada en 1974; los otros miembros de esta acción fueron Markus Lüpertz, Schonebeck, Bernd Koberling, Van Dulmen, Dryer, Waller y Denniq. Algunos de estos nombres resuenan entre los integrantes más conspicuos del neoexpresionismo germano que ganó la escena internacional en la década de los años ochenta.
     Desde 1992 Kaminski vive alternadamente entre Alemania y Marsella, como si cumpliera un destino de origen, siempre móvil, siempre desplazado, aunque muy posiblemente ésta sea una condición estimulantemente constitutiva. Pero fuera de ello, este hombre es, en esencia, un artista alemán y, más específicamente, un neoexpresionista sui generis y, a esta altura, tal vez tardío. ¿Por qué tardío? Pocas corrientes en la historia del arte de este siglo fulguraron y se apagaron tan rápido como las distintas versiones de esa encendida gestualidad pictórica deliberadamente desarticulante que tuvo el neoexpresionismo; léase la transvanguardia italiana, la bad painting estadounidense, la nueva pintura mexicana (Teresa del Conde dixit), la nueva imagen argentina. De ahí la probable consideración de Kaminski, a estas alturas, como un deudor tardío de aquel movimiento. La pintura de los tiempos que estamos transitando legitima su razón de ser y existir en diálogo con la instalación y el objeto; por ello la abstracción conceptual o minimal continúa poseyendo vigencia, porque su informalismo entrega la lectura de una extensión del espacio concreto. Sin embargo, muchos observadores, historiadores y críticos parecen levantar aquella vieja frase —no ratificada en la práctica— de un dirigente chino ya muerto: "que florezcan mil flores". Pero el neoexpresionismo (en el que laten giros escépticamente románticos) encuentra lazos con una vieja tradición del arte y el pensamiento germánicos. Y, cosa curiosa, la tendencia expresionista se corresponde, asimismo, con una antigua herencia cultural mexicana.
     Max Kaminski, reitero, posee filiaciones sui generis con la mencionada vertiente; si su inserción en ella fuera ortodoxa no existirían, en algunos cuadros, ciertas puestas de la materia y el color, ciertas vibraciones y honduras, suaves y aireadas, que guardan más analogías con la concepción modernista del plano pictórico que con el adelgazado desarmamiento de autores como Per Kirkeby o Jiri Georg Dokoupil. No obstante, la caótica organización de lo figurado mantiene una visible solidaridad con el movimiento de los ochenta. Lo que resulta incomprensible son las críticas a esta muestra vía cabildeos de pasillo o comentarios de oído a oído, a veces teléfono mediante. Frente a los graves problemas presupuestarios que padecen el inba y otras instituciones, sostener un programa de exposiciones deviene en tarea de ajedrecista, malabarista o ambas cosas simultáneamente.
     En ese contexto, la presencia de Max Kaminski en México salva con dignidad el calendario del mam, no así otras exhibiciones montadas por dicho espacio. –

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