Medio siglo esperando a Godot

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En una página de sus diarios alemanes, fechada el 14 de febrero de 1937, Samuel Beckett escribió: “Agradable predilección por dos hombres flacos y lánguidos en sus paisajes, como en el pequeño paisaje lunar, el único tipo de romántico aún tolerable.” Se refería a Caspar David Friedrich y su lienzo Dos hombres contemplando la luna (1819), que observó en la Gemäldegalerie de Dresde. Según su propio testimonio, la poderosa escena representada en ese cuadro fue el detonante de una de sus obras dramáticas mayores, la más célebre, Esperando a Godot.
     Beckett tuvo desde siempre una profunda fascinación por cierto tipo de individuos, a los que convirtió en su “familia” —para usar la palabra con la que llamó al conjunto de sus personajes. En su infancia dedicaba largas horas del día a dibujar a los vagabundos y mendigos, que a su vez inspiraron a dos de sus influencias dublinesas: por un lado, el dramaturgo John Millington Synge; por el otro, el pintor Jack B. Yeats, autor de lienzos que podrían ilustrar cualquier edición de Godot: Los muchachos de la esquina (1910), Los dos viajeros (1942), Hombres del llano (1947-1948)…
     Una experiencia personal daría el impulso definitivo a la redacción de la obra que nos ocupa. Beckett y Suzanne Deschevaux-Dumesnil, su mujer, se involucraron activamente en la Resistencia francesa durante la ocupación alemana. Cuando algunos de sus amigos comenzaron a ser detenidos por la Gestapo, decidieron refugiarse en el pequeño poblado de Roussillon d’Apt, al sur de Francia. Ahí vivieron entre finales de 1942 y principios de 1945, trabajando para un vitivinicultor. En ese período, el autor irlandés abandonó su lengua natal a favor del francés, el idioma en el que escribiría sus textos a partir de entonces y que le permitió encontrar su propia voz, alejado ya de la influencia temprana de su maestro James Joyce.
     Obligado por las circunstancias a aislarse en una comunidad rural, Beckett se ejercitó en el acto insoportable de esperar: el mundo detenido, suspendido, una extensión interminable de hastío, de aburrimiento. En El castillo, Kafka habló de la espera en estos términos: “Ese estar allí en vano, aguardando un cambio día tras día, y una y otra vez de nuevo y sin esperanza alguna, agota y hace dudar y, finalmente, incapacita incluso tanto para cualquier otra cosa como para este mismo estar desesperado.”
     La imagen primera de los vagabundos terminó fusionándose con la de la pareja que espera la liberación de París. El resultado: una pieza teatral que, a estas alturas, ha producido tantos exégetas como Hamlet. Aunque se han estudiado todos sus posibles significados, cada uno de sus recovecos, en Esperando a Godot se impone una asombrosa simplicidad escénica atravesada por la reflexión sobre la espera, que se despliega como una metáfora de la agonía.
     Hay un aspecto que, sin embargo, ha sido poco explorado, acaso porque los críticos prefieren concentrarse más en la profundidad filosófica del texto que en su genealogía literaria. Me refiero a la estirpe de Didi y Gogo, los personajes de Godot, que pueden ser leídos como el comentario final a una serie de parejas tragicómicas en la historia de la narrativa occidental, que nacieron (a la par de la novela moderna) con el Quijote y Sancho Panza.
     El Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero recorren el paisaje desolador de La Mancha amparados, principalmente, en el ímpetu desquiciado del primero. Pero en esos periplos sólo las palabras les ayudan a matar el tiempo. Cervantes ideó diálogos admirables en los que sus personajes, más que argumentar, pueblan el silencio aterrador con sus peroratas. En su interminable espera, Didi y Gogo (o Vladimir y Estragon, como se les llama en el libreto) hacen lo mismo, llenar la escena (y el universo) con esas “manchas en el silencio” (Beckett dixit).
     Didi y Gogo son el fin de una descendencia, el Quijote y Sancho después de la historia, como cerrando un círculo abierto por sus lejanos ancestros: los personajes de la picaresca. Tienen en cuenta a todos sus parientes: Bouvard y Pécuchet, los guardianes de Josef K. en El proceso, los ayudantes de K. en El castillo o sus propios hermanos, Mercier y Camier. Pero también a toda una serie de cómicos fascinantes: Buster Keaton, Charlie Chaplin, Laurel y Hardy y los hermanos Marx, sin olvidar a los lejanos pero siempre vigentes bufones shakespeareanos. (Hay una lectura paralela del Quijote y Sancho dentro de la misma obra: el tirano Pozzo y el esclavo Lucky, que fraguan una especie de fin genealógico alternativo, animado por la crueldad.)
     Los modelos de Esperando a Godot son de una variedad apabullante: el vodevil, la mímica, el cabaret, el circo (en última instancia, Didi y Gogo son un par de payasos clochards), el music hall, el cine mudo, la comedia, la farsa. Entre octubre de 1948 y enero de 1949, el período en el que fue redactada la obra, el autor irlandés reunió una serie de materiales tan diversos que su síntesis sólo puede atribuirse a una inteligencia y un talento descomunales.
     Godot aporta, entre muchas otras cosas, una manera inédita de crear tensión dramática: a través del hastío. Los prolongados silencios, la ausencia de acción —de elementos propiamente dramáticos—, sumen al espectador en una extraña incomodidad, que termina convertida, gracias a diálogos magistrales, en un humor desesperado, una risotada que, ay, tiene muy poco de alegre. A cincuenta años de su estreno (el 5 de enero de 1953, en el parisino Théâtre de Babylone, bajo la dirección de Roger Blin), Esperando a Godot es ya un clásico indiscutible y, como ha visto Harold Bloom, seguirá siendo representada mientras exista interés por Shakespeare, o sea por la literatura.
     Para terminar, formulo mi escena ideal. Casi al final del primer acto, Didi y Gogo esperan a Godot a un lado del camino, en la monotonía del páramo, apenas rota por el árbol que nace a un lado de ellos (el de Giacometti, Odéon Théâtre, París, 1961). El Muchacho acaba de irse, luego de avisarles que Godot no llegará ese día. Súbitamente se hace de noche y, bajo una luna pálida (la de Louis Le Brocquy, Gate Theatre, Dublín, 1988), Gogo parafrasea un par de versos de “A la luna”, de Shelley. (Beckett sólo incluyó ese pasaje en la versión inglesa.) El poema íntegro dice:

     ¿Estás pálida de hastío
     de escalar el cielo y contemplar
      la tierra,
     vagando sin compañía
     entre estrellas de orígenes distintos,
     y siempre cambiando, como un ojo
      sin alegría
     que no encuentra un objeto digno de
      su constancia? ~

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