Yo fui un acarreado del PRI. Sucedió durante mis años en la secundaria. Un mañana en primer grado, sería allá por 1986, el prefecto interrumpió la clase de español para pedirle a la maestra que eligiera a los alumnos mejor portados del grupo para participar en una salida escolar ese mismo día. No agregó más, pero la posibilidad de escapar de la rutina era una alegría irresistible. Media hora después, me hallaba junto con otros 20 o 30 alumnos de primer grado en camino desde Aragón a las partes altas de la delegación Álvaro Obregón. La “salida escolar” era para asistir a una entrega de escrituras a los colonos de la zona del Olivar del Conde. Llegando al evento nos dieron banderitas de México y gorras del PRI con el logo de algún diputado local. El maestro de educación física y uno de los prefectos desplegaron una manta que decía “PRI-GAM PRESENTE apoyado la regularización de vivienda”, palabras más palabras menos. Terminado el acto nos invitaron a degustar la barbacoa traída para la ocasión, la cual tuvimos que ablandar con Boings “de triangulito”, los cuales hacían las delicias de chicos y grandes porque, al terminarse el jugo, se podían llenar de aire y reventar estruendosamente, lo que en efecto hicimos sin dilación para bochorno de nuestros acarreadores.
Ese mismo año hubo otra ocasión de demostrar nuestra lealtad a las instituciones, en la inauguración del distribuidor vial de La Raza, solo que esa vez tuvimos que esperar horas porque el Regente no llegaba y el presupuesto apenas alcanzó para una torta sin mayonesa. En ningún caso la administración de la escuela se molestó en notificar a nuestros padres, mucho menos en cerciorarse de contar con permisos firmados. Me imagino que el acuerdo tácito en aquellos años era que, como el régimen nos proporcionaba educación gratuita, tenía todo el derecho a requerir nuestro apoyo como parte de su sector juvenil.
El director de la escuela era un priísta de hueso colorado, cardenista y comecuras para más señas, el profesor Raúl Garfias Rico (q.e.p.d.). Cada lunes por la mañana, el profe Garfias (o capitán Garfio, para los educandos), aprovechaba las efemérides de la semana para describir con lujo de detalles las hazañas de los héroes de la patria. En la mitología del ala izquierda del régimen, el mictlan priísta se dividía jerárquicamente en un primer cielo, en donde vivían las máximas deidades: Hidalgo, Juárez y Cárdenas; el cielo de las fuerzas vivas, donde habitaban los líderes sociales: Morelos, Zapata, Villa; y el cielo menor de los constructores de instituciones, como el constitucionalista Carranza y los sonorenses pacificadores de la patria: Obregón y Calles. Luego, según la preferencia del narrador, había ángeles y espíritus protectores, como Guerrero, noble pero ingenuo; Melchor Ocampo, el cupido liberal; y ya en un plan muy revolucionario, Ricardo Flores Magón.
Tampoco ahorraba palabras el profe Garfias para describir los horrores de la vida nacional antes de que el PRI trajera la paz y la justicia social a México; las odiosas maquinaciones de la reacción conservadora, aliada del clero oscurantista y el imperialismo extranjero: los franceses decimonónicos y los yanquis contemporáneos. Por supuesto, no escatimaba esfuerzos para recordarnos nuestros deberes para con la Revolución y nuestra obligación de no convertirnos en la quinta columna de una nueva intentona reaccionaria, a través de actitudes tan retrógradas como permitirles a nuestras madres que nos hicieran la cruz en la frente, y tan apátridas como bajar la guardia frente a la avanzada cultural del Imperio, representada por las series del canal 5 y los tamborazos sin sentido del rocanrol.
El profe Garfias era un gran tipo, con un enorme compromiso por formar a sus alumnos en la ideología y los valores de su tiempo. Bajo su liderazgo, la escuela llegó a ser la más prestigiosa de la colonia Casas Alemán y comarcas circunvecinas. Era también el tlatoani de la secundaria 138, cuya voz no conocía contrapesos y cuyos métodos no se detenían ante consideraciones pueriles como la “autoestima” y el “empoderamiento” de los alumnos. Era un maestro formado en la disciplina militar que si te veía llegar con el pelo más largo de lo permitido ahí mismo agarraba las tijeras y te dejaba “como si te hubiera mordido un burro”, según la sabiduría estudiantil.
Seis años de primaria y tres de secundaria en el sistema escolar público bajo esta narración de una historia petrificada, tan solo ajustada periódicamente para destacar las virtudes del presidente en turno, te dejaban una tremenda desconfianza en las versiones oficiales de las cosas. El Nacionalismo Revolucionario no era la ideología de la emancipación nacional, sino el relato provinciano de la inevitabilidad del PRI. Era la expropiación petrolera ilustrada en tortibonos y celebrada en las bolsas del mandado con el logo de la CNOP. Era Fidel Velázquez hablando desde su dimensión sin tiempo cada lunes.
No teníamos otra defensa frente al discurso oficial que pitorrearnos de él. Escuchar a Tomás Mojarro los domingos en Radio UNAM era nuestra venganza anticipada contra el régimen. No nos podíamos liberar del PRI, pero podíamos hacerlo caricatura a través de personajes como el primo Masiosare del queridísimo Valedor. La izquierda de los años 80, al menos la que no giraba en torno al PRI, era uno de los pocos reductos de crítica hacia la fetichización de la historia mexicana en ese grotesco drama del “bien” priísta contra el “mal” reaccionario.
Una mañana de primavera de 1988, el profe Garfias nos dirigió un discurso inusual al final del recreo. Nos dijo que el presidente de la Madrid había traicionado el legado y los valores de la Revolución. Frente a ello había dos alternativas: echarnos en brazos de la reacción a través del candidato del PAN o recuperar la esencia revolucionaria de la patria mediante la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas. Como obviamente sus alumnos no íbamos a hacer lo primero, nos invitó a que asistiéramos al mitin del ingeniero esa tarde en el Pueblo de San Juan de Aragón.
Yo fui al evento. Me encantaron los discursos contra el PRI, me gustaron las banderas rojas del PMS, me emocioné cuando vi a viejos camaradas sindicalistas de mi papá observando indecisos desde una esquina, pero algo no terminó de cuadrar cuando vi al profe Garfias trepado en el templete, al lado del candidato y tapando una manta con la cara de Heberto Castillo. El nacionalismo revolucionario había llegado a la izquierda. Y aún no se ha ido.
(Esta historia continuará…)
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.