Metáforas caninas

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Diez perros de raza revolotean alrededor del joven de gorro azul. Los gatos se espantan de ver aquella jauría que avanza sobre la acera. Husmean entre los tachos de basura, alguno orina sobre las ruedas de un auto. El chico que sujeta las riendas de estos canes parece un Ben Hur llevando en sus manos la fuerza de los potros. El chico es alto, delgado, casi quebradizo dentro de su impermeable deportivo. Los perros lo empujan con la fuerza de las mascotas que no han salido de casa en muchos días. La lluvia imparable de esta semana otorga un añadido épico y el paso del escuadrón adquiere la fuerza de feroces trineos. Hablo de los paseadores de perros de las calles de Buenos Aires. Un oficio tan recreativo como extravagante.
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     Por Recoleta se ven montones. Alguien me dice que existen circuitos tácitos y predeterminados que sirven de cansenda segura, ajena a los gatitos indiscretos y a los niños fóbicos. Pero yo los veo en todas partes. En las calles de Palermo donde los travestidos ocupan las esquinas nocturnas, detrás de la Biblioteca Nacional que mira hacia el río desde su elevada plataforma o al lado del lugar que ocupaba el edifico de amia, la mutual judía destrozada en el atentado terrorista de 1994, donde ahora se homenajea a los difuntos.
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     El destino final siempre es un parque. En los Bosques de Palermo los paseadores descansan, y algunos incluso leen, porque se trata de una suerte de puppy sitters y muchos de ellos estudian carreras universitarias y pagan sus gastos de estudiantes con el oficio de aurigas. Si no fuera por los tiempos difíciles que corren y la deuda externa que aplasta, pensaríamos que estos paseadores de perros habrían dicho —como aquel amigo de Roberto Arlt—: "A mí que me den un trabajo que no sea trabajo. Lo único que pido es que me disfracen el laburo".
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     Hace unos diez años comenzó esta bestial peregrinación porteña. Llegó de la mano del efímero boom económico producto de las célebres privatizaciones y ha sobrevivido pese a la precariedad de la situación actual. Las depauperadas economías familiares parecen consolarse hoy día en el mantenimiento de un lujo casi aristocrático, quizás sabiendo que se trata del último.
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     Los perros paseantes contrastan con el perrito laburante del aeropuerto de Ezeiza de Buenos Aires. Diminuto y nervioso, atado a una cuerda que lleva un funcionario de inteligencia, Coqui olfatea con desesperación las maletas que giran en la correa de equipajes. Salta de una valija a otra, husmea entre las mochilas y los bolsos con una velocidad impresionante. El funcionario lleva consigo un precinto adhesivo que coloca en cada valija cuando el perrito se detiene más de tres segundos a husmear un bulto. Por alguna razón Coqui sospechó de mi maleta negra y dedicó varios segundos a disfrutar de su aroma. El funcionario me preguntó si llevaba chorizos o salchichones o jamones de Madrid y yo le contesté que no, tres veces no. Mi negación, triplemente rotunda, me alejó de una aduana problemática. Estaba claro que Coqui buscaba materia porcina española con el pretexto de dar un gran golpe al terrorismo o al hampa internacionales. ¿Cuántos perritos laburantes no estarán en este momento, por ejemplo, en la triple frontera con Paraguay y Brasil buscando armas terroristas previamente localizadas por los satélites de la cia?
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     Entre tanto relato de perros me decido a salir de paseo. Voy al centro. Me detengo frente a una vitrina de una tienda en la calle Corrientes y veo en la tele del negocio esta imagen: Maradona, sonriente, nervioso, con el afro revuelto, es recibido en el año ochenta y pico por el Rey Juan Carlos en el palacio de la Zarzuela. Me acompañan varios hombres. Hemos decidido resguardarnos de la lluvia mientras vemos las hazañas del Diego jugando con el Nápoles. Se trata de un documental italiano que habla de las glorias y miserias de Maradona: sus comentarios geniales; sus goles; la mano de Dios; las drogas. De pronto desvío la mirada de la tele y la coloco sobre los individuos que me acompañan: un señor narigudo de sobretodo gris gastado; un pibe que masca chicle a una velocidad insólita; un cuarentón ya calvo que lleva bajo el brazo un periódico arrugado. Las apariencias no engañan: son desocupados, o cuando menos (como es mi caso) paseantes perezosos, candidatos al "sector terciario informal" donde pertenecen los paseadores de perros y los vendedores de llaveros-despertadores de los trenes.
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     A este "sector terciario informal" se han unido infinidad de oficiantes: los "cirujas" que curiosean entre la basura en busca de utensilios y tesoros; los cartoneros que practican su involuntario reciclaje de residuos; los bailadores de milongas que se han presentado en el Hilton y han viajado al Japón y que ahora pasan el sombrero entre los viandantes; el mago disfrazado de Carmen Miranda que desliza un dragón de Madagascar entre sus hombros y brazos; la pareja de ancianos rotosos —él pone el bandoneón, ella desafina— que interpreta estrepitosos tangos en Florida.
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     No es casual que la peregrinación a San Cayetano en Liniers se haya convertido, de un tiempo para acá, en una suerte de efemérides nacional. El adjetivo es de Beatriz Sarlo. San Cayetano, vale decirlo, es el patrono del trabajo. Todos los días 7 de cada mes marejadas de gentes van hacia la imagen que les proporcione, ruego mediante, algo de laburo. Tras la inutilidad de la razón viene en su auxilio la maquinaría de la fe. La peregrinación es un paseo piadoso y pedigüeño, pero en estas latitudes y en semejantes condiciones económicas, hasta los pedigüeños paseantes y los husmeadores de milagros tienen derecho, no sólo al trabajo, sino al cielo. Un cielo albiceleste, por supuesto. –

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