Cuando a Vladimir Nabokov le preguntaban cuál era su propósito al escribir una novela solía responder: “Terminarla cuanto antes”. Es evidente que ésta no es la razón primera de la escritura narrativa, ni la primordial, al menos en lo que se refiere al autor ruso. Pero como Nabokov era un presuntuoso con todo el talento y más inteligencia, a buen seguro pensaba que el entrevistador no sólo había formulado su pregunta de manera errónea, sino que tras la anodina cuestión se escondía una mente ignorante y poco dotada. Por eso “Terminar cuanto antes” era su respuesta. Sí creo, sin embargo, que ese “terminar cuanto antes” es al menos la razón última de cualquier novelista, y ahora, en mi caso, cuando estoy poniendo punto final a una novela de considerable extensión cuya manufactura me ha ocupado cinco años de vida, “terminar” ya no es la última razón, ni siquiera la razón: es la única palabra que sé pronunciar. Y también sus variantes y derivados. Acabar. Concluir. Finiquitar. Rematar. Ultimar. Dar el tiro de gracia. Finito. To finish. C’est fini. Kaputt. Adéu, Andreu. r.i.p.
Sí, señoras y señores, soy capaz de emitir sonidos agrupados de similar significado en 46 idiomas. Por ejemplo, en mogamba, un dialecto casi extinguido del swahili que apenas sobrevive en la boca maltrecha de un puñado de ancianos que se refugian tras la cortina de agua de las cataratas Victoria, “acabar” se dice andaya.
Bien. La tontería anterior no oculta otro objetivo que decirles a todos ustedes que quizá no sea éste el mejor momento para que me pronuncie con armonía, buena doctrina y elegancia sobre mi relación personal con la escritura, o defina las claves esenciales de mi poética. Yo, ahora, sólo soy capaz de defenderme. Defenderme de un asalto en la vía pública, del acoso de condesas septuagenarias que buscan hombres de mediana edad de perseverancia contrastada, de los críticos, de algunos lectores y de ciertos sujetos convencidos de que con una palabra suya el mundo tiembla. Me refiero a esos individuos que suelen tener a menudo la palabra “imbécil” en la boca. Una reminiscencia familiar, sin duda.
Un grupo de esos individuos, que ahora se hace oír bastante, por cierto, denuncia el estado terminal de la novela tal como hoy la conocemos. Aboga por una combinación de ficción y ensayo, o por una mezcla de ficción y periodismo, o por cualquiera de esas mezclas que como sabe todo buen bebedor, y alguno de los peores, suele terminar en una descomunal resaca. En el mejor de los casos, lo que estos individuos ocultan con sus dogmas de temporada es que debe ser regla canónica lo único que ellos saben hacer con más o menos competencia. Lo único que, milagros del mundo editorial, les está empezando a resultar rentable. Yo, que soy un vulgar novelista con poca flexibilidad y con los prejuicios asentados desde el inicio de la adolescencia, no puedo hacer más que preguntarme qué les diría Cervantes a todos esos, qué pudo decirles Cervantes a todos los que fueron imponiendo, y hablo sólo de los últimos años, el realismo social, el noveau roman, la novela posestructuralista, la novela veneciana y, ahora, la no novela.
Otro de esos amigos de la palabra “imbécil” era un polígrafo ya fallecido que solía convocar las risas de su entregado auditorio allí donde iba, cuando negaba la rebelión de sus personajes dentro de su plan de trabajo. A él los personajes no se le rebelaban porque la ficción era suya, suya era la novela y, por ende, no había más verdad que la suya. La rebelión de un personaje no era más que una excusa de imbéciles para pretextar cualquier desmán alejado de las excelencias del novelista en cuestión. Él, según decía momentos antes de la carcajada, si un personaje se le rebelaba, le pegaba una hostia. Pues bueno. A mí me gustaría saber qué le diría Cervantes al novelista si tuviese que explicarle el borroso plan de El Quijote, la verdadera rebelión que Sancho y Alonso Quijano llevaron a cabo en las páginas cervantinas para pasar de figuras unidimensionales de cartón piedra a ser los personajes más patéticos y divertidos, los más hondos, de la literatura universal. Y aunque sea un ejemplo entre mil, El Quijote es siempre el ejemplo. Y a mí me da una buena razón para decir que si durante la escritura de una novela no se te rebelan los personajes y las situaciones no se alteran, si no hay aventura, si la vida novelesca, que es lo más parecido a la recreación de la vida verdadera, no entra en el plan, no hay novela. Y si se vislumbran los límites, sin un fracaso honrado nunca puede haber el atisbo de la gran novela a la que debe aspirar todo escritor que se precie.
Con estos ejemplos de escritor que se ha vaciado en el pensamiento concreto y abstracto, sólo he querido decir que, como afirmaba Milan Kundera, un novelista únicamente debe rendir cuentas a sí mismo y a Cervantes, practicar su oficio con toda la humildad y con toda la ambición, descubrir que esos términos no son antitéticos y rasgar las cuartillas donde estaban su plan y su poética una vez que, por fin, ha terminado su novela. –
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