Unidad multifamiliar Tlatelolco, ciudad de México, Rodrigo Moya, ca. 1963.

Mondrian en Tlatelolco

Para Rodrigo Moya, Mondrian no había sido un tibio, sino un ingenuo
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Rodrigo Moya tuvo que madrugar. No había de otra. Debía aprovechar la luz del día para cumplir con la sesión de fotos. Manejó de noche, cruzó la ciudad, sacó el pesado equipo de la cajuela y lo subió hasta la azotea de la Torre Insignia. Buscó, en medio del frío, un lugar donde colocar su tripié. Al fin, montó su cámara sobre el concreto, cerca de una fila de hormigas. Cerró el ojo izquierdo y miró por la lente con el derecho: eran los doce mil departamentos de la unidad multifamiliar de Tlatelolco y todas esas vidas minúsculas. Aproximadamente setenta mil de ellas, precisó con sarcasmo. Era una grandiosa vista de la moderna Ciudad de México, o un grandioso hormiguero, pensó.

Tomó varias fotos, una serie completa, hasta que se apartó de la cámara y se quedó un rato mirando los edificios. Había visto esto antes, ¿dónde? Algo le picó la mano. Eran las patas de una hormiga que había logrado escalar el tripié y caminar de la cámara a uno de sus dedos. Se sacudió todo el cuerpo para quitarse de encima aquel cosquilleo ansioso.

Tlatelolco le recordaba algo, ¿qué? Quiso agarrar esa idea con ambas manos, hurgar en el fichero de sus recuerdos, revisar con dedos y ojos rápidos el archivo de imágenes que tenía en la cabeza, como lo habría hecho un bibliotecario eficaz, y dar con esa referencia que intuía pero que ahora mismo no encontraba. Había-visto-esto-antes. ¿Dónde? ¿Cuándo? Más se esforzaba y más parecía alejarse la referencia, se echaba a correr hacia el horizonte donde termina la lucidez y empieza el olvido. Pensaba en ella y se hacía cada vez más chica, amenazaba con desaparecer en la distancia blanca de la mente, pero un momento antes de hacerlo, la idea se detenía, se volteaba hacia él y le echaba en cara una cantaleta: a qué no me atrapas. Desesperado, Moya tomó otras diez, veinte, cuarenta fotos y una más, por si la imagen se delataba y revelaba inadvertidamente su semejanza con esa otra que ya se le había escapado.

*

Poco antes de ser conocido como Mondrian, Pieter Cornelis había decidido seguir los pasos de su padre y su tío. Pintaba porque era ese el oficio de la familia, y porque así podía ganarse la vida. Estudió y se graduó de la academia. Pintó molinos, granjas y campesinos, como debía. Y fue un simple paisajista. De él habríamos dicho que pintó como van Gogh, de no ser porque muy pronto descubrió el cubismo y porque igual de pronto dejó de bastarle.

Picasso era un tibio que no podía lidiar con las consecuencias del movimiento que había echado a andar, pensaba el hombre que ya se había convertido en Mondrian. Ese pictórico, anotaba con desprecio, se detuvo en seco antes de dar el paso final. Acobardado, Picasso había dejado un firme pie en el mundo: se aferraba a las figuras, insistía en representar la realidad. Dejaba en sus pinturas un camino de migajas para que su mirada pudiera dar marcha atrás y reconocer, en las formas geométricas, el retrato de una mujer, los perones de un bodegón, el cuerpo y el diapasón de una guitarra. Los pintores debían ser más que una pandilla de ilusionistas. Cuando imitaban, cuando copiaban de la naturaleza, no eran más que magos a los que se les pagaba para que hicieran aparecer una cosa u otra sobre el lienzo. Mondrian juró que dedicaría su vida a encontrar los principios lógicos del universo. Dejó de pintar escenas de la realidad porque se llenaban de detalles, particularidades, impurezas, distracciones. En cambio, pintaría la estructura que sostiene a la realidad por medio de un lenguaje elemental hecho de ángulos rectos y colores primarios.

Calculaba superficies. Pegaba y despegaba cintas para balancear sus rectángulos y cuadrados. Trabajaba como un albañil. Nivelaba los colores para que uno no opacara a los demás. Se esmeró con el blanco: pasaba una capa de pintura tras otra, no quería que este color pareciera estar enrejado tras las líneas negras. Con planos que se encontraran en perfecto equilibrio, el arte resolvería las contradicciones de la vida.

Si empezó representando los paisajes rurales de Holanda, terminó pintando abstracciones de los paisajes metropolitanos. París, Londres y Nueva York. Olvidó el campo, celebró lo moderno. Tal vez, de haber nacido a mediados del XX y no a finales del XIX, Mondrian habría sido un programador. Le habrían gustado el código binario y los pixeles.

*

Sobrevivió a la manada de camiones en estampida, al berrinchudo grito de los cláxones, con sus pulmones inagotables, se encerró en el silencio de un cuarto oscuro y se dio a la tarea de revelar las fotografías que había tomado en la mañana. Había visto esto antes. La unidad multifamiliar de Tlatelolco se parecía a uno de los últimos cuadros de Mondrian. Las fachadas y las ventanas de los edificios hacían las veces de sus cuadrados y rectángulos.

Pero para el fotoperiodista latinoamericano de izquierda que era Rodrigo Moya no era armoniosa sino macabra la geometría que definía las habitaciones, los horarios y las deudas de los trabajadores. Sacudió los brazos y la cabeza para quitarse de encima ese hormigueo ansioso, y volvió a su trabajo.

Sumergida en la solución química y bajo la luz roja del foco, le pareció que la fotografía de la unidad multifamiliar de Tlatelolco se desangraba. En México, pensó, la modernidad se había quedado corta. Muchas de sus promesas se habían vuelto maldiciones. Para Moya, Mondrian no había sido un tibio, sino un ingenuo. Un fotoperiodista como él no debía dejarse hipnotizar por la altura de los rascacielos, cegar por los ventanales de las tiendas, atolondrar por las luces de la ciudad. Debía denunciar, tomar nota de todo con su flash, su cámara se aliaba con los desamparados para… y le vino a la mente un título para la foto: Hipotecados.

 

 

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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