Sueña con mares
surcados por ballenas,
no por barcos.
Ulcerado del prójimo
busca la soledad,
la rehúye
en el cuerpo solitario,
en el miedo,
y a la salida
la acepta
y empieza a disfrutarla
huyéndole
al calor y a la madre,
buscándose
en los árboles,
en el baño encerrado,
como evadido
que se desprende
del lastre
y mira
a los demás
surgiendo y borrándose,
meciéndose,
a rayas, a olas,
a indefinidas pausas
de recuerdo y de olvido.
La soledad es su Nautilus,
una isla submarina
donde mira los peces,
las anémonas,
los tentáculos del calamar gigante,
y olvida, ante el azul y el verde,
su vida de cabotaje.
No es un marino,
es, más bien,
un solitario que pasea,
vive con seres iluminados
por la materia del día,
suyos porque los sueña,
ajenos
porque no los ata
el sol
a su vigilia.
Al sol,
con el prójimo suelto,
rodeándolo,
proliferante,
cercano,
qué esclavitud nerviosa
el someterse a la manda,
al movimiento de la gente,
sin emprender
el vuelo solitario,
insensato y azul…
Cuando quiere volar
recorre el suelo
resignado;
le gustaría decir:
“no estoy
para nadie,
no estoy para mí mismo”
y desaparecer
para siempre.
Al fondo,
los gatos, animales del paraíso,
los pájaros, las lagartijas y los peces,
los gatos, animales que cazan mariposas
y pájaros,
los gatos, las mariposas, los humanos
y la invención de la muerte. ~