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“Muuuuuu, muuuuu”, dice el niño ante el rostro arrobado de los padres que le enseñan a hablar y le preguntan, para asombro de parientes y amigos, qué dice la vaca. “Mu, mu, mu, tras/ las estrellas, la vaca/ mugiendo va”, dice Masaoka Shiki desafiando al lector a averiguar qué mueve a la res, si el ansia de infinito, el temor a la soledad que sucederá a la partida de los astros (y, por consecuencia, la necesidad de pedirles que desistan del viaje o carguen con ella) o la certidumbre de que todo viaje es inútil. Porque lo que no saben los padres del niño que aprende a hablar y sí podría saber la vaca es que mu es un carácter japonés que quiere decir nada, y que mugir, por ende, insistir en esa sola sílaba y aun prolongar su enunciación en un alarde de fiato —”muuuuuuuuuuuu”—, es dar fe de un nihilismo profundo.
     Mu hubiera respondido, de no ser un orate cubano sino una vaca o un sabio japonés, el hombre que en un soneto de Gabriel de la Concepción Valdés da voces de “¡nada, nada!” a la orilla del océano, y al ser interpelado por la multitud alarmada, incapaz de distinguir entre las olas al posible nadador en apuros, repite, lúcido: “Nada, señores, ya lo he dicho, nada”.
     En un bello “estuche de dm con alma de haya, serigrafiado a tres tintas en portada y contraportada”, procedente de Valladolid, recibo un acordeón de papel artesano de trapo y cartulina Fabria que al ser abierto no produce sonidos sino imágenes; una garrapatería de seres minúsculos liberados por el poeta José-Miguel Ullán de quién sabe qué limbos de tinta, a quienes el lector —acordeonista improvisado— sorprende en un trajín misterioso: el de vivir una vida ajena a la suya y, sin embargo, especular; una vida de cuchicheos, trajines y danzas, acaso de persecución de una imagen más plena de sí, porque todo en estas páginas acusa transitoriedad.
     El estuche no dice palabra; la primera página del texto, sí: “Ni mu”, y fiel a esa promesa, nada más. Se trata de un libro de poemas sin palabras, editado por José Noriega y la editorial El Gato Gris en la colección Manuscritos de Poesía; de un libro donde las palabras han devenido figuras o insinuación de ellas, caracteres personales de una ingravidez y de un minimalismo que evocan el nombre del pueblo natal del autor: Villarino de los Aires. La vivacidad que esas figuras derrochan no alcanza a disimular la delicadeza del trazo que las convoca. El papel en blanco deviene ouija donde el puño de Ullán se ensimisma y tienta, casi inmóvil, anzuelo en la profundidad, lo que respira debajo.
     “Más nada”, suele decir el pueblo cubano cuando le preguntan si quiere algo más; “¡más nada!”, para irritación del sabichoso que no duda en corregirle y recordarle que se dice “nada más”, ignorando que ese pueblo, harto de tanto, bien podría querer decir lo contrario: “más nada”, es decir, más espacio y tiempo vírgenes, menos de lo que ya es. “Ni mu”, dice José-Miguel Ullán como quien dice “punto en boca”, acogiéndose a una suerte de nadir al cuadrado, de reserva suma, donde la palabra, inútil, cede el puesto a la imagen, porque el autor está dispuesto a callar pero no a cerrar los ojos, ni a apagar la luz dentro de sí, ni a renunciar al gusto de compartir lo que, fuera y dentro de sí, ve.
     En 1887 José Martí asiste a un congreso de sordomudos celebrado en la gran sala del ayuntamiento de Siracusa y, aunque “la tiniebla tiene pocas fiestas”, ve a los sordomudos juntarse “en grupos que hacían pensar en los astros vacíos” y entenderse “con los dedos, que subían y bajaban por el aire en mil figuras, como es fama, entre duendes”. A la convención sigue un baile donde por toda orquesta hay un violonchelo cuyas vibraciones permiten a los congregados llevar “muy gallardamente” el compás. En esa convención he pensado leyendo Ni mu, donde suele haber aires de comparsa e incluso de fin de fiesta. ¿Son sordos, son mudos estos dibujos danzantes de José-Miguel Ullán? No lo creo, pero si lo fueran, él sería su violonchelo. Aurelio Asiain me ha revelado que el carácter japonés mu representaba originalmente un bailarín y significaba danza. “Hoy pasa, y es, y fue con movimiento/ que a la muerte me lleva despeñado”, decía Quevedo; idem, las figuras que pueblan Ni mu, meneadas por el ventarrón del tiempo en fuga y decididas a coreografiarlo.
     La aventura creadora de José-Miguel Ullán dota a la poesía española contemporánea de un aire de perturbación y de una libertad de talante envidiables. Quienes conocen su trayectoria saben que no se trata de un improvisado ni de un dinamitero a ultranza, sino de un poeta culto, de ahí que esa ración de desparpajo a la que no parece recurrir sino, divertido, ceder, no sugiera irresponsabilidad sino madurez, y resulte, por lo madura, tanto más inquietante.
     “La aventura” digo, y advierto que ésa, y no otra, es la palabra clave. Que si algo revelan Ni mu y las entregas más y menos recientes de Ullán es una necesidad de riesgo, de iniciación constante, una voracidad de rumbos y, acaso, una incomodidad: la incomodidad —admirable en un hombre de sesenta años— de la juventud. Si a algo remite Ni mu es al garabato, es decir, a una necesidad creadora abierta e inclasificable que se prolonga en dos libros posteriores: Con todas las letras y Amo de llaves, donde, lejos de reincidir en su reserva gráfica, Ullán evoca letras de canciones populares y cultiva, para sorpresa y acaso fastidio de algunos, una suerte de haiku rimado o siguiriya que tiene mucho de guiño. Como él mismo advierte: “Hay juegos que no acaban de descubrirse: son en su ambigüedad. Pero negar esa doble afirmación, que es a lo que a ratos se aspira, sigue siendo un intento nuevo de afirmarse en otro vacío, de probar de palabra a hacerse a una u otra idea, incluida la de perderse en todos los sentidos”.
     Se ha hablado de un ermitaño que mirando sin cesar su reloj de arena escucha ruidos que le destrozan el tímpano, escucha la catástrofe del tiempo. Mirando sin cesar la página en blanco José-Miguel Ullán ha visto transcurrir otro mundo, no se sabe si en cierne, contemporáneo o desaparecido, y sin decir “ni mu” se ha dado a la tarea de revelárnoslo.
     La posibilidad de encontrar vida en otros rincones del universo desvela al hombre. Ullán sabe que en éste hay aún mucha vida por descubrir y la descubre llevándose un dedo índice a los labios y apartando con delicadeza suma —no vaya un torpe a asustarla— el velo que nos separa de ella.

un loco cuerdo
     ¡Nada, hombre, nada! en la sonante orilla
     del mar gritaba un loco, y los curiosos
     a él se llegaban, de saber ansiosos:
     los ve, sonríe, y más demente chilla.

Era de ver absorta la cuadrilla,
     mujeres, niños, viejos, perezosos,
     y tontos, y pedantes fastidiosos
     (que en todas partes hay esta polilla).

Todos buscan al fin de aquella fiesta
     algún viviente entre la mar salada,
     y no viendo asomar humana testa:

¿Qué diablos es?, la turba dice airada;
     mas él en tono grave les contesta:
     Nada, señores, ya lo he dicho, nada.
      
     Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido)
     (1809-1844)

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