Hay un lugar de internet llamado “Yo influyo” en cuyo índice de correspondientes estoy inscrito no sé por qué. Como tantas cosas, parece buena idea de entrada: es una comunidad de ciudadanos que tuvo originalmente la intención de conectar a sus lectores con sus representantes en todas las ramas del gobierno. Alguien exponía algún agravio gubernamental y quienes hacen la página lo proveían de la dirección electrónica de quien fuera responsable para que le escribiera; los demás miembros de la comunidad se podían sumar a la demanda en cuestión.
No tengo idea sobre si ese servicio de crítica gubernamental sigue en funciones o no, porque tras visitarlo por primera vez me quedó muy claro que se trataba de una comunidad de derecha católica, obsesionada como siempre por imponer sus valores al resto del país, que en general es tolerante y laico. Aun así, de vez en cuando leo su newsletter con la misma fruiciosa morbosidad con que leo a la ultraizquierda.
“Yo influyo”, que ha estado muy activo últimamente ante el hecho consumado de las uniones civiles de parejas homosexuales y la inminente legalización del aborto en el Distrito Federal como un derecho de elección individual para las mujeres, se dio un respiro en su batalla a favor de la universalización absoluta y coercitiva de su set de valores, para dedicarle un ensayito a los poetas y sus trabajos, debido, al parecer, a que el 21 de marzo, además de ser el Natalicio de Don Benito Juárez, es el Día de la Poesía.
En el ensayito en cuestión –tal vez una nota, casi una caquita de borrego–, publicado en el newsletter del 23 de marzo, un bardo enteco y desarmado, llamado Carlos Astudillo –el problema podría venirle de bautizo en más de un sentido–, emprendió la labor de convencer a sus lectores de que leer y escribir poesía no es una frivolidad.
En el primer párrafo plantea su tesis: la poesía es tan nutritiva para el espíritu como la religión. En el segundo, más intenso y hasta flemoso, le predica al coro: pide a los poetas que no se agüiten incluso si “algunos ríen desdeñosamente al escuchar el elogio de la poesía”. Lo grande viene en el tercero, en el que el defensor de la lírica se dirige a los impíos que no comulgan con su credo para señalar que la poesía es de todos, y no sólo de –juro que la cita es textual–: “algunos exquisitos, parásitos, burgueses, reaccionarios, inútiles, invertidos o cursis”.
Lo fascinante no es la pura ignorancia o la homofobia –por cierto un delito— del autor, sino el hecho de que, por ejemplo, los “burgueses” y los “parásitos” –que entiendo que serían antónimos— le parezcan equiparables y ellos, a su vez, con los “exquisitos” o los “cursis” –que, aceptémoslo, sí son parientes. Luego está la joya de señalar que los “invertidos” están mal, pero los “reaccionarios” –que son los que piensan que ser “invertido” está mal— también. ¿Entonces? ¿Y si alguien es una cursi o una parásita, podrá escribir sus versitos?
Nuestro defensor de los derechos de la poesía está, ay, porque en el futuro sea hecha sólo por sindicalistas muy cabrones, pero de buen gusto.
– Álvaro Enrigue