Ilustración: Vèlia Bach

No lo hagas

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Dejó el coche en el aparcamiento al aire libre del recinto hospitalario. Todo aquello llevaba años en obras. A su alrededor había edificios en construcción con las cristaleras protegidas aún con cintas adhesivas junto a otros, viejos y polvorientos, de los que colgaban como enormes garrapatas las máquinas de aire acondicionado. Entre los edificios había barracones, grúas, zonas valladas por todas partes, pero él conocía bien el camino. Pasó junto a una hilera de adelfas que habían quedado en tierra de nadie, y salió a un descampado donde solían aparcar los camiones que suministraban los tanques de oxígeno. Allí, por ser una zona apartada, iban a fumar los trabajadores del hospital. Se reunían en corrillos, todos con batas blancas.

Miguel rehuyó mirarlos. Siguió su camino apretando un poco el paso, y no tardó en llegar a una construcción de ladrillo con ventanas largas y estrechas que más parecían respiraderos. Junto a la puerta había una placa que rezaba: servicio de psiquiatría. Y debajo: unidad de conductas adictivas. Empujó la puerta y se adentró en un vestíbulo amplio en el que solo se encontraba un guardia de seguridad sentado frente a una mesa metálica. Resolvía un crucigrama en el periódico y hacía bailar el bolígrafo entre los dedos. Ni siquiera levantó la mirada cuando Miguel cruzó el vestíbulo y llamó a un timbre. Apareció una enfermera joven que lo hizo pasar a una pequeña habitación. Allí lo pesó, le tomó la tensión arterial y le pidió que soplase en una máquina que Miguel odiaba. Apuntó los resultados de todo ello en una pequeña cartulina.

Poco después entraba Miguel en el despacho de la psiquiatra. Se sentó delante de ella y puso el resultado de las pruebas sobre la mesa. La doctora cogió la cartulina por una esquina con cuidado, como si atrapara por el ala una mariposa, y le echó un vistazo.

–Ha fumado algún cigarro, Miguel –le dijo–. Está a cinco, por encima del límite.

–La que está por encima del límite es esta ciudad –contestó él–. Llevo dos meses sin probar el tabaco.

No mentía. Se sintió incómodo y miró a un lado. Las paredes estaban revestidas de baldosas blancas. En una esquina había un diván. El primer día que entró allí había pensado que, tumbado en aquel diván, tendría que explicarle a la doctora que acababa de cumplir cincuenta años, que tenía una hija adolescente con una mujer a la que hacía mucho tiempo que no veía, y que lo habían enviado a su unidad porque había sufrido un amago de infarto. Pero ella nunca le había hecho tumbarse en el diván.

–Ha engordado tres kilos –le oyó decir–. Uno más y llegaremos a los noventa. Vamos a tener que controlar un poco la comida.

La psiquiatra era enjuta de carnes y tenía las mejillas algo macilentas. A Miguel le molestó que hablara en plural de su sobrepeso, que se incluyera a sí misma para hacerse cómplice de él. Era evidente que aquella mujer nunca había sido gorda ni había fumado. Tuvo la impresión, como siempre que iba allí, de que aquella doctora jamás podría ayudarle. Ni ella ni nadie.

–Vamos a ver, Miguel. ¿Cómo se encuentra?

–Bien –dijo él. Y la miró un instante a los ojos.

–¿Tiene estreñimiento?

Miguel negó con la cabeza.

–¿Duerme mal? ¿Sufre pesadillas? ¿Se despierta angustiado?

Miguel se removió en la silla. La palabra angustiado le provocaba angustia. Por otra parte, nunca había podido soportar, cuando se tropezaba con algún conocido por la calle, que le preguntaran cómo estaba. Era algo que le causaba una súbita desazón.

–Duermo perfectamente –dijo–. Tomo las pastillas que me recetó.

–¿Y su estado de ánimo? ¿Cómo se siente?

–Triste –contestó sin dudarlo un instante–, pero eso no es ninguna novedad.

–¿Qué quiere decir?

Miguel volvió a mirar a la doctora, pero no pudo soportar la serenidad que ella quería transmitirle. Apartó la mirada.

–Que no tiene nada que ver con el tabaco. Estoy triste desde que tengo consciencia de mí mismo.

Pensó por un instante que, ahora sí, acababa de ganarse el diván. Pero se engañaba. No estaba allí para hacer psicoterapia, sino para tratar su adicción a la nicotina.

–Creo que debería tomar un antidepresivo –dijo la doctora.

Aquello era precisamente lo que Miguel no quería oír. Según tenía entendido, los antidepresivos eran incompatibles con el alcohol.

–No puedo –contestó–. Tengo la tensión alta. Además, aún no existe la pastilla que me haga ser distinto de como soy.

–En eso se engaña. –La doctora abrió un cartapacio y sacó una hoja que miró atentamente. Se llevó un dedo a la boca, se lo pasó por los labios y pareció perderse en el interior de sí misma.

Eran poco más de las nueve cuando Miguel salió de allí. Demasiado temprano para ir a trabajar, pero no tenía nada mejor que hacer. Pensó que podía preparar sepia con guisantes. Miguel tenía un pequeño restaurante. Él cocinaba y se ocupaba de todo, menos de atender las mesas. Eso lo hacía una dominicana que lo ayudaba solo en las horas del servicio. Ella se encargaba también de la cafetera. La tenía tan limpia que parecía que nunca la hubieran utilizado, pero la máquina, a ratos, bufaba dejando escapar un poco de vapor, como una locomotora a punto de partir.

Salió del recinto hospitalario, compró un periódico y lo hojeó mientras se tomaba un café con leche. Luego regresó al aparcamiento por el coche. Era un coche viejo, y tenía una de las puertas de atrás hundida por un golpe que le había dado una furgoneta. En el pasado lo había utilizado para viajar con su mujer, cuando aún vivían juntos y la niña era pequeña. Ahora le daba la sensación de que aquel cacharro y él se degradaban al mismo tiempo. Ambos olían igual, a una mezcla de sudor y plástico recalentado.

Lo detuvo en doble fila delante de la pescadería. Compró cuatro sepias grandes y guardó la bolsa en el maletero. Acababa de sentarse de nuevo al volante cuando le sonó el móvil. Intentó estirar una pierna para poder sacárselo del bolsillo y se lo llevó al oído.

–Tengo un problema con mamá. –Era la voz de su hija, aguda y rápida como un trino–. Estoy furiosa.

–Buenos días, Yolanda –contestó Miguel.

–De buenos nada. Mañana tocan The Sounds en el Apolo, y mamá no quiere comprarme dos entradas. Dice que te las pida a ti. La verdad es que lleva unos días insoportable. Si esto sigue así me iré a vivir contigo.

–Tranquilízate –Miguel miró a su alrededor por miedo a que pasara una patrulla y lo vieran hablando por teléfono en el coche. Pensó en qué se gastaría su exmujer la pensión que él le ingresaba–. Yo te las compro.

–Las puedes sacar en un cajero. Pero has de ir ya, ahora mismo, papá. Me han dicho que se están acabando.

Camino del restaurante detuvo de nuevo el coche para comprar las entradas. Se las guardó en el bolsillo de la camisa y siguió conduciendo. Cuando ya estaba cerca, comenzó a buscar aparcamiento. Aquel día tuvo suerte. Encontró un hueco casi delante mismo de la persiana metálica de su negocio. Abrió la guantera para coger las llaves.

Vio entonces a una chica apoyada en un árbol. Tenía las piernas largas y los brazos enlazados a la espalda. Sus miradas se cruzaron un instante quizá demasiado largo. Miguel no acertó a retirar la suya a tiempo, lo que hizo que la chica se sintiera aludida. Se separó con cierta desgana del árbol y fue hacia el coche. Se detuvo junto a la puerta de Miguel, una mano apoyada en el parabrisas. Miguel bajó la ventanilla y la chica se agachó para mirarle. Era muy joven y tenía los ojos negros.

–Déjame adivinar lo que necesitas –le dijo ella–, una mamadita para empezar bien el día.

Miguel pensó en la psiquiatra y en lo mucho que había insistido para que tomase el antidepresivo. Pensó que aquella prostituta, a su manera, parecía también preocupada por poner solución a su estado de ánimo. Como tardaba en contestar, la chica apoyó los codos en la ventanilla abierta.

–Necesito que te apartes –reaccionó Miguel–. He de ir a trabajar y tengo que salir del coche.

La chica juntó un poco los hombros para que se abombara el escote de su blusa. Tenía unos pechos pequeños acabados en punta, los pezones gruesos y rosados. Miguel no pudo evitar mirárselos. Notó que el corazón se le aceleraba.

–¿En qué trabajas? –preguntó ella.

–En un restaurante –contestó Miguel sintiéndose insoportablemente dócil–. Aquí mismo. –Y señaló la persiana bajada de su local.

A la chica se le iluminó la mirada.

–Entonces podrás invitarme un bocadillo –dijo–. Tengo tanta hambre que me ronronean las tripas.

Miguel la miró sorprendido. La chica se apartó por fin de la ventanilla y él pudo salir. Ya de pie en la acera volvió a mirarla. Ella sonreía. A primera vista parecía de su misma estatura, pero llevaba unos tacones muy altos. Aunque estaba demasiado delgada, tenía una bonita figura. Quizá no había cumplido ni veinte años.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Miguel.

La chica se mordió el labio inferior, pensativa. Luego volvió a sonreír, esta vez con una picardía un poco impostada.

–Hoy voy a ser rusa –contestó–. Me llamo Natasha.

–Te haré un bocadillo de jamón.

Fue a la parte trasera del coche y sacó la bolsa de la pescadería. Luego se encaminó hacia el restaurante. Oyó tras él el ruido de los tacones de la muchacha. Al llegar dejó la bolsa en el suelo y se agachó para abrir el candado. La chica alargó un brazo y apartó el asa de la bolsa para mirar lo que contenía.

–¿Qué es? –preguntó.

Miguel ya subía la persiana. Al hacerlo sintió un pinchazo en los riñones y la dejó a media altura.

–Sepias –dijo, llevándose una mano al costado–. Las preparo estofadas con guisantes y patata.

–¡Qué asco! –exclamó ella–. No me comería esto por nada del mundo.

Entraron en el local encogiendo la cabeza para no golpearse con la persiana, y Miguel accionó el interruptor de la luz. Las mesas ya estaban preparadas para la comida. La dominicana las dejaba así por la noche, antes de marcharse, mientras Miguel acababa de recoger la cocina. Luego se despedían en la puerta y ella se encaminaba en dirección a la parada del autobús. Llevaba más de un año trabajando con él, pero Miguel no sabía dónde vivía. Nunca se lo había preguntado. La dominicana sí sabía que Miguel había dejado el tabaco. Se dio cuenta el primer día, cuando llegó para el servicio de las comidas y vio que no había humo en el local. Entró en la cocina y le felicitó por ello. Le confesó que estaba preocupada por su salud.

La prostituta avanzó por entre las mesas acariciando con la yema de un dedo los manteles que las cubrían. Miguel, todavía en la puerta, observó sus hombros huesudos y elegantes, las suaves curvas de sus caderas, sus pantorrillas, tensionadas por los altos tacones. Dudó un instante.

–Natasha –dijo. Ella se volvió–. Voy a tener que bajar la persiana. No quiero que entre alguien y te vea.

–Claro –contestó la chica–. ¿Tienes un poco de agua?

Al hacer fuerza, Miguel volvió a sentir una punzada que le dejó una sensación de calor en la cintura. Fue al office, puso en marcha la cafetera y cogió un botellín de agua. Lo puso en el mostrador, junto a una copa. Luego entró en la cocina, dejó la bolsa con las sepias en la fregadera y preparó un bocadillo de jamón. Untó con abundante tomate el pan, que estaba un poco seco. Cuando salió de nuevo al comedor encontró a la chica sentada a una mesa. Había apartado un servicio para poder levantar una esquina del mantel. No quería mancharlo.

–El pan es de ayer –dijo Miguel, poniéndole delante el plato con el bocadillo–. No me lo traen hasta más tarde.

–Me gustará igual. Te lo agradezco.

La chica comenzó a comer. Lo hacía a grandes bocados, deteniéndose tan solo para beber agua directamente de la botella. Miguel se quedó inmóvil, mirándola. No sabía qué decirle.

–¿Tienes estudios? –preguntó por fin. Al instante se sintió ridículo por haber dicho aquello.

La chica hizo con la cabeza un gesto de desfallecimiento.

–Dejé el instituto –contestó. Al hablar le saltaron unas migas de la boca–. Ahora se supone que estudio para secretaria, pero no voy a clase. Mi novio me acompaña todos los días a la academia. Me lleva en la moto. Yo espero a que se aleje y me largo de allí.

–¿Sabe él a qué te dedicas?

–No, qué va. –Se quedó callada un instante, las cejas fruncidas, como intentando concentrarse o imaginar algo. Y añadió, con el tono de quien ha encontrado la respuesta a una pregunta complicada–: Le daría un ataque. Es muy celoso.

Comió el último trozo de bocadillo. Entonces se puso en pie y se acercó a Miguel. Le acarició el pecho con las dos manos.

–Ahora vamos a lo nuestro –le dijo apagando la voz, arrastrándola.

El corazón de Miguel se disparó de nuevo. No lo hagas, se dijo a sí mismo, no lo hagas. Quiso apartarse de ella, pero las piernas no le respondían. Comenzó a temblarle con fuerza la mandíbula. Miró asustado hacia la persiana bajada. No la había cerrado con llave.

La chica se arrodilló delante de él. Llevó las manos a la hebilla de su cinturón. Miguel cerró los ojos cuando los pantalones comenzaron a deslizarse por sus piernas. Luego los calzoncillos. Sintió que se mareaba un poco.

–La tienes muy bonita –oyó la voz de la chica–. La verdad es que es mucho más bonita que tú. Creo que voy a pasar de ti y me voy a entender solo con ella.

Miguel seguía con los ojos cerrados. Notó cómo le retiraban con suavidad la piel y luego los labios de la prostituta, calientes y húmedos.

Entonces, en alguna parte allá abajo, en el bolsillo de su pantalón, sonó el móvil. Se asustaron los dos. La chica comenzó a incorporarse al tiempo que Miguel se agachaba a cogerlo, y él se golpeó el pómulo contra su cabeza. Aun así logró hacerse con el aparato, pero le temblaba tanto la mandíbula que no pudo decir nada al descolgarlo.

–¿Papá? ¿Estás ahí, papá? –sonó la voz de Yolanda.

–Sí… sí estoy –logró articular Miguel.

–Quería saber si has ido por las entradas. No me fío nada de ti.

–Sí he ido. Pásate luego a buscarlas.

Miró a la prostituta, que se había puesto de pie y con gesto de dolor se pasaba una mano por la cabeza. Él sentía arder su pómulo.

–Quiero hablar contigo de mamá –continuó Yolanda–. ¿Sabes lo que me dijo ayer por la noche?

–Ahora no puedo, cariño. Se me quema lo que tengo al fuego.

–Me dijo que yo era una imbécil. Que era una imbécil y que estaba harta de mí.

–Ahora no puedo –repitió Miguel–. Lo hablaremos cuando vengas.

Colgó el teléfono. Miró hacia abajo y se vio a sí mismo desnudo, con los pantalones en los tobillos. Retrocedió arrastrando los pies hasta que topó con una de las mesas. Se sentó en ella y notó en la nalga el contacto frío de un cubierto. Apagó el móvil y lo dejó a su espalda, entre los platos. Se llevó una mano al pómulo. Al tocárselo sintió un pinchazo. La chica se había acercado a él y sonreía.

–Natasha… –comenzó a decir Miguel.

Pero ella le selló los labios con un dedo y se arrodilló de nuevo. Si no se hubiera visto tan patético hacía un instante quizás todo habría sido diferente, pero en aquel momento Miguel se sintió agredido por su propia vida. Pensó que él también tenía derecho a aquello, que tenía derecho a disfrutar un poco sin pensar que estaba ensuciándose por hacerlo. Pensó que tenía un coche viejo y una hija imbécil y una mujer a la que no veía, y que aquella Natasha era lo único bonito que le había pasado en años, lo único inalcanzable que la vida le había puesto a mano en no sabía cuánto tiempo: una chica flaca que se escapaba de la academia y de su novio para hacer de prostituta. Miguel tenía ganas de llorar, como siempre, pero pensó que llamaría a la psiquiatra de una vez y le pediría el antidepresivo.

–Tienes que relajarte un poco –oyó que decía la chica.

Entonces se decidió a hacerlo, y tuvo la extraña sensación de estar regalándose algo a sí mismo por primera vez. Dijo:

–Quizá será mejor que te desnudes, Natasha.

La chica se puso en pie al instante. Ladeó la cabeza para mirarle y la melena le tapó la mejilla, la boca.

–Eres malo –dijo–, ¿lo sabías? Si quieres follar te costará bastante más. Cincuenta euros.

Miguel asintió en silencio, y la chica se quitó la ropa con tanta naturalidad como si estuviera en la playa. Se quedó ante él con los brazos caídos, tan inmensamente frágil, tan poca cosa y tan viva que Miguel se tuvo que contener para no abrazarla. Sintió una extraña mezcla de deseo y ternura, también una pena infinita por sí mismo y por aquella chica que le ponía el preservativo, le daba la espalda y apoyaba las manos en los cantos de la mesa donde se había comido el bocadillo. Toda ella era larga. La espalda larga, surcada por los pequeños montículos de las vértebras. Los brazos largos y delgados, levemente flexionados por los codos angulosos. Las piernas largas, más aún porque la chica no se había quitado los zapatos.

Tenía la cabeza erguida, pero la dejó caer cuando Miguel se puso tras ella. Bastaron unas pocas embestidas. La chica no emitió ningún sonido. Miguel un gemido ahogado, como una queja en lo más profundo de la garganta. Luego se retiró con una repentina sensación de horror y se quitó el preservativo. No sabía qué hacer con él. Finalmente lo dejó en el plato del bocadillo.

Se subió los calzoncillos y el pantalón y se sentó en una silla. Sentía un malestar profundo y le temblaban las manos. Miró a la chica, que se había vestido en un instante. Parecía más seria que antes, como si ya no se fiara de él o se sintiera incómoda allí.

–¿Te ha gustado? –le preguntó ella.

–No lo sé –contestó Miguel–. No me encuentro muy bien.

La chica cogió su bolso.

–No irás ahora a ponerte antipático –dijo. Y, tras una breve pausa, añadió–: Tienes que pagarme.

Miguel se puso en pie, fue al office y cogió de la registradora cinco billetes de veinte euros, todos los que había. La chica no hizo ningún comentario. Dobló los billetes con mucho cuidado y los guardó en un monedero de color rosa.

De repente, como si algo lo sacudiera por dentro, Miguel sintió la necesidad de que aquello no acabara así.

–¿Te gusta la música? –preguntó.

Ella le dirigió una mirada interrogadora.

–Tengo dos entradas para el Apolo –dijo Miguel, sacándolas del bolsillo de su camisa–. Podrías invitar a tu novio.

La chica las cogió con cuidado, como si atrapara por el ala una mariposa, y tras echarles un vistazo las guardó también en el monedero. Luego se apoyó en el mostrador para dar a Miguel un beso en la mejilla, y al separarse de él agitó los dedos de una mano. Se encaminó hacia la puerta y Miguel detrás. No sabía cómo despedirse de la chica, pero seguía teniendo la necesidad de decirle algo, algo que fuera corriente, que le dejara la sensación de haber tenido una relación normal con ella.

–Deberías ir a la academia –le dijo por fin.

La chica ya había llegado a la persiana y se volvió hacia él. Miguel vio que por un instante se le electrizaban las pupilas.

–No me des consejos –le respondió ella–. Nadie lo hace, y a fin de cuentas tú no eres distinto de todos, ¿no es verdad? Así son las cosas.

Miguel se agachó para levantar la persiana. Intentó hacer fuerza con las piernas para no castigarse los músculos de la espalda, pero aun así sintió el dolor en el costado. La chica avanzó encogiendo la cabeza.

–Gracias por el bocadillo –le dijo al salir.

Miguel volvió a bajar la persiana. Entonces descubrió, a su lado, la máquina del tabaco. Fue al office y cogió unas monedas de la registradora. Regresó a donde estaba la máquina. Las monedas le quemaban en la mano. Inició el gesto de introducir una de ellas por la ranura. No lo hagas, se dijo a sí mismo.

–No lo hagas –repitió en voz alta, y su propia voz le sonó como una súplica. ~

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