El 11 de mayo de 1997, el arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, encaró al periodista Salvador Guerrero Chiprés: “Tú nos debes decir cuánto te pagaron”, le soltó al final de su homilía dominical. Y es que si bien la historia ya había sido publicada en The Hartford Courant en febrero de aquel año, fue hasta abril, gracias a un reportaje de tres partes realizado por Salvador Guerrero que salieron a la luz en México las acusaciones de abuso sexual por parte del líder de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel Degollado, contra decenas de estudiantes de seminarios y colegios a su cargo, durante por lo menos cinco décadas.
Las pruebas de las “debilidades humanas” de Maciel —su adicción a la morfina, el abuso frecuente contra jovencitos a quienes les hablaba del peligro de “retener el semen”, su doble vida como sacerdote célibe, amante furtivo y padre vergonzante de varios hijos—, fueron volviéndose cada vez más reales hasta el punto en que la orden que fundó se vio obligada a borrarlo y sepultarlo como figura abominable.
Un día, las acusaciones alcanzaron también a Rivera Carrera. Ya nombrado cardenal, la máxima figura de la Iglesia Católica mexicana fue sometido el 8 de agosto de 2007 a un interrogatorio para responder a las acusaciones de complicidad que le hizo Joaquín Aguilar, violado a los 13 años de edad por el sacerdote Nicolás Aguilar, hoy prófugo y responsable de haber abusado de un centenar de niños en México y Estados Unidos.
En 1987, como obispo de Tehuacán, Puebla, Rivera Carrera apoyó a Nicolás Aguilar para establecerse en Los Ángeles, donde fue acogido por el arzobispo Roger Mahony, cuya arquidiócesis se vio obligada a pagar unos 660 millones de dólares a cientos de víctimas de abuso sexual de sus sacerdotes. Joaquín Aguilar —quien ya como adulto denunció ante los tribunales a Norberto Rivera—fue una de las personas que recibió indemnización.
Un intenso intercambio de correspondencia se inició en marzo de 1988, cuando Mahony informó a Rivera Carrera de las “acciones depravadas y criminales” perpetradas por el padre Nicolás Aguilar. “Es casi imposible determinar precisamente el numero de jóvenes acólitos que el ha molestado sexualmente —detallaba—, pero el numero es grande”.
En su misiva de respuesta, el jerarca mexicano recordaba haberle advertido de “la problemática homosexual del padre”, pero el arzobispo de Los Ángeles replicó que él había aceptado al padre Nicolás para servir en la arquidiócesis en el entendido de que su traslado obedecía exclusivamente a “motivos familiares y de salud”.
Para ese momento, el agresor sexual ya había escapado de regreso a México, con la ayuda de sus hermanos en la fe, quienes le dieron 48 horas de ventaja antes dar aviso de sus crímenes a la autoridad policiaca en Los Ángeles. Nicolás Aguilar fue arropado por la jerarquía católica en la ciudad de México, donde siguió su carrera, jerárquicamente subordinado al obispo de Tehuacán, Norberto Rivera. Nunca perdió sus privilegios como sacerdote aunque ya era buscado por la justicia. Fue aquí, durante una misa en la parroquia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, donde abusó de Joaquín Aguilar, quien entonces servía como monaguillo.
Aguilar siguió oficiando con nombramientos oficiales en el Distrito Federal y Puebla; notas de prensa lo ubican activo todavía en 2007 en comunidades de la Sierra Negra. Pero para Rivera Carrera el tema siempre ha sido menor.
En entrevista concedida en 2002 a la revista 30 Giorni, el hoy cardenal fue interrogado sobre los casos de pederastia ventilados en Estados Unidos. Para el mexicano las acusaciones eran parte de un plan orquestado para minar el prestigio de la Iglesia, e incluso definió al cardenal de Boston, Bernard Law (acusado de no hacer nada para evitar 5 mil casos de abuso sexual y proteger y encubrir a más de 150 curas pederastas), como un amigo, una persona de primer nivel y un verdadero pastor.
Sobre México, dijo que no existía una sola denuncia documentada de pederastia clerical.
En octubre de 2007, la Corte Superior de California rechazó procesar al cardenal Norberto Rivera por su presunta complicidad en el encubrimiento del padre Nicolás por el abuso contra Joaquín Aguilar. Sin prejuzgar sobre la culpabilidad del jerarca, el juez declinó la jurisdicción; valoró que este caso debía desarrollarse en México y no en California, pues carecía de elementos suficientes para establecer el vínculo entre los posibles delito de Rivera y la Arquidiócesis de Los Ángeles.
En un comunicado rápidamente difundido por la Arquidiócesis de México, se recurrió a la mentira: “La resolución de dicho tribunal confirma que el Señor Cardenal nunca incurrió en acto alguno contrario a la ley”. Pero nadie, jamás, declaró inocente a Rivera de proteger con su manto al depredador sexual; la Corte de California simplemente reconocía que no le correspondía procesarlo. Sin embargo, el cardenal Rivera lo hizo un triunfo, se envalentonó y durante una homilía se refirió a los periodistas como “prostitutos y prostitutas de la comunicación”, por informar sobre las actividades ilícitas de los sacerdotes católicos.
En abril de 2010, Rivera fue demandado de nuevo por otro joven violado por el padre Nicolás quien argumentó que sin importar que el abuso se perpetrara en México los cardenales Mahony y Rivera eran responsables por ocultar el comportamiento indebido del abusador y no reportar tales actos. El caso fue nuevamente cerrado, esta vez por errores de procedimiento.
Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger renunció en más de una ocasión a iniciar procesos canónicos contra sacerdotes y jerarcas, a quienes se les tenía en cuenta tanto por su avanzada edad como por su débil estado de salud —la piedad cristiana acompaña a los criminales seniles—; sin embargo se estableció la autenticidad de miles denuncias contra los príncipes de la Iglesia. Más tarde como Papa, Ratzinger se lanzó contra los violadores en una carta pastoral y por primera vez habló de cárcel para ellos: “Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos”.
Según narran los medios, el pasado 14 de marzo el Papa Francisco visitó a la Basílica de Santa María la Mayor en Roma (donde Bernard Law se esconde tras haber huido de Estados Unidos para no dar la cara a la justicia ni a las miles de víctimas de los casos de pederastia que consintió). Francisco habría visto a Law para luego comentar a quienes lo acompañaban: “No quiero que frecuente esta Basílica”.
De ser cierta la escena, el gesto del Papa resulta significativo para los tiempos que corren y colocaría al cardenal Norberto Rivera en una posición frágil. Durante la pasada visita a México de Benedicto XVI, Rivera fue alejado de cualquier posición protagónica. En el pasado cónclave, su nombre fue incluido en la llamada “docena sucia”, obispos cuyas acciones y/o comentarios públicos sobre los casos de abuso sexual y encubrimiento de la Iglesia lo exhibe como tolerantes con la pederastia clerical.
En medio de las acusaciones, Rivera ha sido capaz de ordenar la redacción de criterios sobre comportamientos inadecuados de los clérigos, pero no ha dado un minuto de su tiempo a las víctimas. Para con las familias lastimadas, solo ha tenido una posición: “Pueden seguir haciendo el ruido que quieran”.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).