Operación triunfo o la ocupación de Absurdistán

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En nuestra geografía musical hay diversos espacios míticos, de reducidas dimensiones y exótica población (El Raval en Barcelona o Suristán en Madrid, este último recientemente desaparecido en combate), y un único territorio real, que se extiende desde las costas gallegas hasta el islote Perejil, habitado por una raza dominante y genéticamente pura, con el VHF negativo: el reino de Absurdistán.
     A lo largo y ancho de sus quinientos mil kilómetros cuadrados de superficie, una media de 6.767.000 espectadores (un 43,7% de cuota de pantalla) siguió las evoluciones de OT en su primera temporada en antena (2001-2002). Las cifras de la segunda edición (2002-2003), que bajaron por la ausencia del factor sorpresa, asustan todavía más, con 5.610.000 seguidores y un 36,5% de cuota en la batalla de los medios. El punto álgido u orgasmo sonoro se registró en febrero de 2002, cuando Ricitos de Oro, La Ballena Alegre y no recuerdo qué otro tierno personaje disputaron la final de este concurso infantil: trece millones de almas en vilo participaron emocionadas en su democrático desenlace. Para rizar el rizo, luego al ganador lo enviaron en misión especial al Festival de Eurovisión, una suerte de campo internacional de la tortura auditiva en el que, también por votación popular, se elige al mejor especialista. Hasta ahora, las representantes de Absurdistán en las dos últimas ediciones han conseguido unos meritorios séptimo y octavo puestos.
     La estadística es arrasadora: según el último Anuario de la sgae, en 2002 los tres programas de televisión de mayor audiencia fueron, por este orden, Eurovisión, ha llegado el momento, OT y Festival de Eurovisión. Por su parte, los cinco discos más vendidos en este planeta de los nimios fueron David Bisbal, OT canta Disney, Álex Ubago, Manu Tenorio y Gala Eurovisión (OT). Y mejor no investigar muy hondo en el arsenal de armas de destrucción mental masiva, donde diseñan los artefactos de marketing secuencial con los que continuarán bombardeándonos: lanzamiento de videoclips y documentales en cine, TV e Internet, supermercados minados con DVDs o reciclaje de desechos tóxicos (han creado un cuarteto con algunos de los expulsados). Hay que aceptar la derrota militar en campo abierto y la instauración, por aplastante mayoría, del nuevo régimen. Los grupos minoritarios de oposición tendrán que idear formas de resistencia o pedir la intervención de la ONU.
     Y lo más curioso del asunto es que, en principio, nadie apostaba por la capacidad letal del compuesto bioquímico OT. Los promotores de la bacteria fatigaron los despachos de las agresivas televisiones privadas durante meses sin ningún resultado. Se encontraron con la negativa de sus estados mayores, que pensaban que la profunda y madura sociedad española del siglo XXI era inmune a los bacilos bobos. Al final, se acercaron a la televisión estatal —que en este tipo de iniciativas anda siempre un poco despistada— y la convencieron. No sin dificultades, todo hay que decirlo, y con la exclusión —en otro alarde de intuición financiera del ente público— de los derechos sobre la música, que desestimaron por pensar (acertadamente, valga la paradoja) que semejante concurso no podría generar nada que mereciese la pena.
     La realidad nunca deja de sorprendernos y deberíamos dejar de sorprendernos de que nos sorprenda, pues la serenidad existencial no es, en realidad, otra cosa que vivir curados de espanto. No sé si me explico.
     En definitiva, resulta que presenciar en directo la banalidad emocional y los alaridos sincopados de un esforzado grupo de jóvenes, encerrados en un Guantánamo de diseño, y poder decidir sobre su destino final, pone más al auditorio que los teléfonos eróticos o el impagable felpudo craneal con el que se adornaba Ronaldo la pasada temporada.
     Me quita un peso (muerto) de encima no tener que mostrar la más mínima indignación moral al respecto, después de sonreír abiertamente ante las evidencias que apuntaba el filósofo Gustavo Bueno (Telebasura y democracia, Ediciones B, 2002) en una entrevista reciente: “cada pueblo tiene la televisión que se merece”, ya que “si el pueblo es capaz de elegir y legitimar a sus representantes políticos no hay ninguna razón para negarle el derecho a elegir los programas y cadenas de televisión que prefiera, a través del mando a distancia, democráticamente, todos los días y a todas horas”. Y es que, remata contundentemente, “la audiencia en la sociedad democrática es la que manda y la televisión basura tiene que obedecer esta demanda. Y no por razones de ética o morales, sino por razones de simple supervivencia democrática”. Al final el filósofo hacía explotar en el aire esta pregunta: “¿Produce la democracia más telebasura o es el único régimen que permite exhibirla?” Seamos pues, una vez más, cómplices de lo políticamente incorrecto y abramos bien los ojos ante ese animal ciego e impredecible que es la masa, y que recuerda mucho antes a Moby Dick que a Flipper. Flipante, ¿no? Pues es así. Como siempre, el argumento fácil y bienintencionado de que la gente ve lo que ve porque no hay una oferta alternativa resulta infantilmente falso: las tertulias, debates, documentales y películas de arte y ensayo que antes se emitían en TVE1 tuvieron que emigrar a La2 para evitar la espantada publicitaria y posterior quiebra de la televisión pública. Mucha de esta llamada “programación de calidad” también puede verse en los canales temáticos de las cadenas de pago, aunque hay que confesar que los únicos programas abrumadoramente exitosos son los especializados en documentar la gimnasia sexual de nuestra virtuosa especie. El problema, definitivamente, no es de oferta sino de demanda. Y hay que descartar, obviamente, la intervención directa de los poderes públicos en contra de ese espacio democrático. No se puede apelar a la ONU para que envíe sus cascos azules a restaurar el orden (¿qué contenidos y dictados por qué minorías?) y sentarnos a contemplar el resultado de otra más de sus inoperantes misiones militares de interposición. Las buenas intenciones de unos pocos alejadas de la cruda realidad de todos suelen ser muy peligrosas y tener efectos perversos, como demuestra constantemente la historia. Y es que la poesía poco tiene que ver con la guerra, donde ni los cascos son azules ni los tanques color nata.
     Conviene aclarar que este diagnóstico general es compatible con propugnar que la televisión pública no compita con la privada por los índices de audiencia y la publicidad y que, con otro sistema de financiación, ofrezca una programación diferente (me da grima utilizar el calificativo de “elevada”) pero entendiendo, en cualquier caso, que se trata de una labor auxiliar dirigida a ilustrar a las masas, como una suerte de prolongación de la misión educativa del Estado y de la escolarización obligatoria. Si los niños pudieran elegir entre estar en clase o correr por el patio, las aulas estarían tan desiertas como la audiencia de La2.
     No, la resistencia visual y auditiva es una cuestión personal, que ha de organizarse desde abajo (no venir impuesta desde arriba) y que se transmite, casi clandestinamente, de uno en uno y de boca en boca. Hace falta una militancia activa radical.
     Por ello, en vez de moralizar equivocadamente sobre el asunto, resulta más útil observar en profundidad este fenómeno superficial y sacar alguna conclusión práctica sobre la incuestionable victoria democrática de la telebasura en un país totalmente alfabetizado. Quizá se puedan aprender técnicas de guerrilla y sabotaje o, al menos, conocer mejor al enemigo.
     Salta a la vista que el interés o (por qué no decirlo claramente y con nomenclatura médico-viciosa) el morbo del público por este tipo de programas reside en la posibilidad de participar, tanto por medio de su implicación emocional y afectiva en lo que está ocurriendo como por su intervención en el desarrollo de la historia y en el destino de los protagonistas. Se trata, utilizando la palabra de moda, de una forma de “interactividad” con la pequeña pantalla o, más precisamente, de interpasividad. La audiencia convierte en propio un universo de vidas y sucesos ajenos, sobre el que proyecta las emociones que no siente y el poder que no ejerce en su existencia cotidiana. El espacio propicia la empatía entre el público y los concursantes y cada hogar español adopta al suyo (siguiendo pulsiones erótico-emocionales que van desde el deseo sexual hasta la compasión, pero que no pasan nunca por el oído) y a partir de entonces lo defiende, mucho más allá del bien y del mal (cantar), procurando la aniquilación de todos los contrarios a fuerza de votos. El hecho de que aquí los concursantes tengan una actividad formativa y edificante (frente al grotesco Gran Hermano, que era una crónica simpática del vagar cotidiano de guaperas, fanfarrones, tías buenas y tontas histéricas) enmascara su carácter perverso. Mi dispositivo de alarma se disparó cuando el portavoz de la Comisión de Medios de Comunicación de la Conferencia Episcopal lo calificó de “programa de buen gusto”.
     La diabólica realidad es que este concurso propugna valores detestables, destruye la verdadera esencia del aprendizaje y la enseñanza y es un insulto bochornoso para los profesionales de la música y los conservatorios. No existe, en los participantes, afán de superación personal, sino ansia de victoria sobre los demás. No hay voluntad de aprender sino apetencia de éxito. No persiguen adquirir una técnica u oficio superándose y desarrollando sus cualidades (es decir, trabajando a favor de sí mismos), sino obtener, de la forma más rápida, un reconocimiento objetivo y un estatus derrotando al contrario (es decir, luchando contra los demás). De sus declaraciones y entrevistas resulta evidente que en su limbo cerebral no hay el menor atisbo de autocrítica (y casi mejor así, porque de otro modo podría dispararse una epidemia de suicidios). Interiorizan mansamente la filosofía subnormal de este engendro televisivo: soy bueno si el público me confirma como tal y soy el mejor cantante si he derrotado por mayoría absoluta a los demás. Ignoran que el saber no es democrático, que sólo te puede juzgar el que sabe más que tú de esa disciplina, el maestro, quien por su propio y continuo aprendizaje ha adquirido un grado de sabiduría que puede, a su vez, transmitir. ¿Se imaginan que dependiera de un ejército de Álvarez-Cascos dictaminar objetivamente qué tal cantaba Maria Callas? Seguro que tomaban la decisión acertada, como en el caso del Prestige, y la enviaban mar adentro, en una patera, a hacer gorgoritos entre las olas.
     No hay solución. Tan mediocre es el público consumidor como los ejecutivos encorbatados y los creativos con pelo verde y piercing en la nariz que reciclan permanentemente la telebasura. Es cierto que los índices de audiencia de OT han bajado en esta tercera edición, situándose en 3.489.000 personas (un 23,7% de cuota de pantalla), en paralelo con el declive de Gran Hermano (27%), pero no hay que preocuparse: inventarán otra cosa peor. La televisión del imperio americano, que siempre marca la tendencia a seguir en todos los órdenes (véase el reality show de la invasión de Irak en busca de las armas perdidas), está desterrando de sus parrillas de programación las series de ficción por falta de interés de los espectadores y está apostando por los programas de realidad en directo. En España, además del nuevo invento de Antena 3 de mandar famosos a la selva en plan Supervivientes (sueño con que los cocodrilos restablezcan la armonía y dignidad original de la creación, merendándose a tanto impresentable), otras cadenas están preparando programas más “constructivos” y “participativos”. No sería disparatado que propusieran, por ejemplo, un concurso de historiadores o científicos (pero sin titulación, para que sea más abierto y democrático), en el que cada uno, en igualdad de condiciones, argumentara todo como le viniera en gana y luego la decisión se adoptase, cómo no, por mayoría de telespectadores. Así podríamos asistir a apasionantes coloquios y decidir democráticamente —y de una vez por todas— si las pirámides de Egipto fueron construidas por extraterrestres o si debemos sustituir todos los avances médicos en oncología por la ingesta de brebajes con cuerno de rinoceronte. Podríamos incluso discutir si seguimos sometiendo las elecciones personales a las rígidas reglas del conocimiento y la moral, o si dejamos que el horóscopo y la quiromancia marquen el sentido a nuestras vidas. No me perdería por nada del mundo un debate entre Coto Matamoros y Jürgen Habermas o un tête à teta entre Yola Berrocal y Susan Sontag sobre cualquiera de estos temas.
     Bromas aparte, y en contra de alarmistas y catastróficos, a mí este espectáculo delirante no me parece nada novedoso ni especialmente grave ni, por supuesto, creo que vaya a acarrear consecuencias funestas para la civilización, sino todo lo contrario: ni el grado de mediocridad de la gente ni su deseo de “interactividad” han cambiado un ápice en el curso de los tiempos, pero sus formas de entretenimiento son ahora mucho más inofensivas que antes. En la época en que Absurdistán estaba ocupado por el otro imperio (el de los romanos), no había nada que excitase más a la plebe que la capacidad de emocionarse en piel ajena durante el espectáculo circense y decidir si el gladiador vencido merecía ser degollado o perdonado. Por no hablar de los ajusticiamientos públicos de la era cristiana, una suerte de juegos olímpicos, con sus múltiples especialidades de lapidación de adúlteras, descuartizamiento de brujas o quema de herejes.
     Si de todas formas no soporta lo que hay, sufre trastornos psíquicos y brotes de violencia incontenibles, hágase terrorista audiovisual. La historia nos enseña que ingresar en la resistencia es una decisión peligrosa que acarrea la exclusión social y la clandestinidad, pero también nos muestra que, al paso lento de los siglos, ese sacrificio individual de unos pocos aporta un cierto efecto beneficioso a todos. Si tiene fe en la humanidad y desea un futuro mejor, cometa usted mismo el atentado: explosione su aparato televisivo y mire hacia otro lado. ~

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(ciudad de México, 1958) es abogado, periodista y crítico musical. Conduce el programa colectivo Sonideros de Radio 3 en Radio Nacional de España.


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