Operativo Jalisco o la nueva etapa de la guerra contra el crimen organizado

Las libertades civiles individuales no están salvaguardadas bajo protecciones inquebrantables y no nos sorprendamos del hecho que su remoción de la esfera pública puede ser tan sutil como indolora.
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«Quienes son capaces de renunciar a la libertad esencial a cambio de una pequeña seguridad transitoria, no son merecedores ni de la libertad ni de la seguridad.»

B. Franklin

 

Para bien o para mal es necesario reconocer que los sucesos violentos del 1 de mayo que acompañaron el inicio del Operativo Jalisco[1] marcaron el inicio de una nueva etapa de la guerra contra el crimen organizado en México. En ella, tres aspectos ocuparán el centro de las discusiones públicas:

1) El uso del miedo colectivo como arma criminal y la reacción de la ciudadanía y el gobierno ante el mismo;

2) El debate de si los ciudadanos deberán pagar costos en el corto plazo en términos de una escalada de violencia por (posibles; dudosos) beneficios de largo plazo (tales como limpieza de organizaciones criminales); y, más importante aún,

3) La peligrosa tendencia hacia el incremento del poder del Estado a expensas de una reducción de las libertades civiles.   

La anatomía del miedo colectivo

El miedo es un fenómeno complejo, difícil de caracterizar y conceptualizar, y mientras en lo individual puede identificarse y tratarse de forma más sencilla cuando alcanza dimensiones colectivas se vuelve un monstruo multiforme con diferentes extensiones, resultados y consecuencias. Los grupos criminales lo saben y lo hacen patente al utilizarlo como instrumento de sumisión social. Solo basta recordar los efectos que tuvieron múltiples cuerpos mutilados colgados en una serie de espacios públicos en distintas ciudades durante los últimos años.

Los hechos acaecidos el 1 de mayo en Jalisco reúnen características propias del miedo infundado por un grupo criminal hacia la colectividad. Pero a diferencia de otros eventos, lo sucedido ese día  en 25 municipios del país tiene al menos un elemento particular que debemos detenernos a analizar: la movilización de más de 250 individuos pertenecientes a un grupo criminal en una zona urbana con el objetivo único y claro de mostrarle a la ciudadanía que el Estado mexicano es incapaz de protegerlos.

No caigamos en errores ni simulacros; la audiencia a quien el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) dirigió su mensaje no era el ejército mexicano, la marina, los cuerpos policiacos, el gobierno del estado de Jalisco o presidencia de la República. Para ellos las encuestas de aprobación del presidente o del gobernador en turno son completamente irrelevantes. Sus aspiraciones no son políticas ni de generación de vergüenza pública, a menos que esto sirva para la expansión del control de poder económico, territorial y de comercio en una zona específica. En esta ocasión el CJNG se dirigió al ciudadano ordinario con el afán de reducir su confianza en las políticas de seguridad pública y las instituciones responsables de salvaguardar la seguridad, la libertad y la propiedad: los bienes y derechos más elementales de una sociedad democrática.

¿Por qué hacerlo? En primer lugar, el miedo colectivo producido por agentes informales mezclado con una disminución en la confianza institucional desalienta que se denuncien eventos criminales. En segundo lugar y subsecuentemente, un incremento de la cifra negra –otro nombre utilizado para señalar la tasa de no denuncia- disminuye la probabilidad de captura de cualquier grupo criminal en tanto que las agencias policiales y militares necesitan de esta información para llevar acabo los procesos de investigación y persecución. En tercer lugar, envía una señal a la ciudadanía sobre quién es el actor que realmente sustenta el monopolio de la violencia y, por lo tanto, a quién deberían los ciudadanos de pagar “impuestos” (extorsiones) correspondientes. No sería sorpresivo que una vez que la presencia militar o policiaca disminuya en Jalisco y en los estados colindantes el nivel de “extracción de rentas” de los grupos criminales se incremente. Además, si el Estado en su definición más minimalista es quien tiene el monopolio de la coacción, eventos como el del 1 de mayo levantan serias dudas sobre quién es el garante de facto del poder público.

En cuarto lugar, y más importante aún, el miedo colectivo ocasionado por el parcial fracaso de una política pública puede generar acciones por parte de la ciudadanía que frenen la política misma. Pensemos, por ejemplo, en los movimientos en contra de la implementación de la Reforma Penal[2] en México. Uno de estos fue detonado porque se dejó libre a un claro homicida por faltas al debido proceso lo que ocasionó una crítica generalizada a la Reforma –misma que estaba en proceso de implementación- e, inclusive, el abanderamiento de una contra-reforma por distintos actores públicos (incluyendo algunos partidos políticos), generando luchas y discusiones públicas entre ciudadanos. En este caso la contra-reforma mostró que parte importante de la ciudadanía prefiere al inocente en la cárcel antes de arriesgarse a tener un presunto criminal en las calles.

Es más, pensemos qué sucedería si le preguntáramos a los ciudadanos de las 50 ciudades más poblabas del país si desearían la implementación del Operativo Jalisco en su municipio. Seguramente la mayoría respondería con un rotundo “no”, y esa respuesta se fundamentaría en al menos dos razones. Por un lado,  los ciudadanos pueden ya no estar dispuestos a darle un voto de confianza a las autoridades en materia de nuevas políticas de seguridad. Por otro, pueden temer el surgimiento de una explosión de violencia similar a la observada el 1 de mayo lo que detonaría una defensa a favor del status quo aun cuando este sea completamente nocivo. Por lo tanto, así como en el caso de la contra-reforma a la Reforma Penal, los ciudadanos pueden preferir “lo malo por conocido que lo bueno por conocer”, y más cuando “lo bueno” (el Operativo Jalisco) implica altos costos de corto plazo (una súbita alza en violencia) y aún dudosos beneficios.

Ahora bien, México no es la única sociedad donde el miedo colectivo genera una defensa a favor de un status quo pernicioso. Lo mismo ha sucedido con los Estados Unidos, por ejemplo. En la última semana de agosto de 1968, frente al edificio donde se realizó la Convención Demócrata en la ciudad de Chicago, ciudadanos que protestaban contra la guerra de Vietnam fueron enfrentados por más de 11,900 policías de Chicago, 7,500 tropas de la armada, 7,500 guardias nacionales de Illinois y 1,000 miembros del Servicio Secreto. Los videos del suceso, particularmente aquellos de la “Batalla de Michigan Avenue” son indescriptibles en cuanto al grado de violencia y el arrebato con las que estas fuerzas atacaron frontalmente a los miles de protestantes.

Paradójicamente, mientras se pensaría estos eventos causarían una rabia a la ciudadanía americana dado el abuso de poder mostrado por los cuerpos policiacos, generó justo el efecto contrario: los disturbios y la violencia crearon una paranoia generalizada en la población americana –quienes no querían ver futuros episodios como estos cerca de sus lugares de residencia-, por lo que la mayoría no solo legitimó las acciones realizadas por el gobierno en turno –tanto local, estatal y federal-, sino que realizó un ostracismo público hacia los ciudadanos que participaron en las protestas. Fue tal el resultado del surgimiento del miedo colectivo en esta ocasión que muchos participantes de las protestas de Chicago señalaron años más tarde su “mala decisión” de haber participado en esta actividad pese a hacerlo de manera pacífica. Por lo tanto, como mostraron las protestas de Chicago de 1968 en Estados Unidos, el miedo colectivo en México puede llevar a los ciudadanos a valor en extremo el perjudicial status quo. Peor aún, si el presidente de la República actúa guiado en encuestas y mediciones de popularidad del Operativo Jalisco, el rumbo que tome el corazón de la ciudadanía determinará la dirección de la política de seguridad a observar durante el resto del sexenio.

Lo que aprendimos del 9/11

Ahora bien, el miedo colectivo como instrumento de guerra tiene una consecuencia aún peor e indeseable para las sociedades liberales. El ataque del 9/11 es el epítome del siglo XXI de ello, pues como . Como respuesta a ese miedo “países alrededor del globo adoptaron políticas para fortalecer las capacidades de sus gobiernos para prevenir ataques terroristas. Casi sin excepción, estas políticas incrementaron el poder gubernamental a expensas de libertades civiles individuales (…) A meses de los ataques no sólo los Estados Unidos, pero Francia, Alemania y el Reino Unido relajaron varias protecciones a la privacidad, por ejemplo, permitiendo la intercepción de la comunicación privada y la retención de información privada”[3].

Es más, el pasado 5 de mayo la Cámara Baja del Parlamento francés aprobó una propuesta de ley que incrementaría el poder de la autoridad para intervenir y bloquear telefonía y tener acceso ilimitado a información electrónica, con casi ninguna supervisión judicial. La afectación de 4 entidades 25 municipios y múltiples daños tras el arranque del Operativo Jalisco podrían generan el mismo efecto sustitución: fortalecer al Estado, particularmente el Ejecutivo, cediendo las libertades cívicas del individuo.

Ahora bien, muchos podrán señalar que la misma existencia y alcance del narcotráfico evidencian la necesidad de fortalecer al gobierno y que para lograrlo es necesario incrementar su poder de acceso a información privada individual.  Sin embargo, Tiberiu Dragu, profesor e investigador de la New York University (NYU), utilizando un modelo de teoría formal muestra que la reducir la protección a la privacidad no necesariamente incrementa la seguridad ante un ataque a la población; es más, en algunos casos la incrementa. Existen situaciones donde la perdida de la privacidad (o las libertades individuales) incrementan la violencia al reducir los incentivos de eficiencia de las agencias anticrimen. En otras palabras, el poder adquirido por las agencias anticrimen puede ocasionar que estas se tornen más ineficientes (flojas) a la hora de cumplir su objetivo.  Por lo tanto, la libertad individual y la seguridad nacional no implican una sustitución necesariamente.

Más importante aún es entender que las agencias anticrimen y el Estado mismo siempre deseará que existan menos libertades individuales con tal de expandir su rango de acción (y disminuir así el esfuerzo de sus burócratas o aumentar el monto extraído por corrupción, por ejemplo). Una vez que las agencias gubernamentales adquieren poderes adicionales (al disminuir los derechos civiles) estas pierden los incentivos de regresar al status quo que existía previo al estado de emergencia. Sencillamente, porque “siempre se encontrarán peor cuando las libertades civiles se expanden y mejor cuando estas se reducen, las agencias (anticrimen) buscarán hacer de las reducción de las libertades civiles durante la emergencia algo permanente[4].”

No nos equivoquemos, las libertades civiles individuales no están salvaguardadas bajo protecciones inquebrantables y no nos sorprendamos del hecho que su remoción de la esfera pública puede ser tan sutil como indolora. De hecho, las libertades civiles en una democracia asemejan a una cebolla: a menos que sean descuartizadas de tajo, pelarlas capa por capa nunca ocasiona lágrimas, y lo que era democracia súbitamente dejará de serlo. Por lo tanto, toda democracia puede ceder las libertades que la sustentan cuando son sustituidas por el mito de la generación de seguridad pública. Y justo poner este mito en duda nos lleva a levantar tres hechos que no debemos dejar detrás en la porción de guerra contra el narcotráfico que como país queda por delante.

  1. Temamos un poco pero no tanto. Sea el temor por la pérdida de libertades individuales, la vida y la propiedad privada un motor, pero no una crisis que nos lleve a intercambiar libertades para empoderando un Estado rapaz.
  2. No nos olvidemos que el Estado, teóricamente, es solo un bandido estacionario que sustenta el monopolio de la coacción y que obtuvo legitimidad para extraer recursos a sus ciudadanos a cambio de fomentar el desarrollo, y administrar y proveer bienes públicos.
  3. Dejemos detrás el supuesto que la reducción de las protecciones a la privacidad y otras libertades individuales incrementan la seguridad nacional en la lucha contra el crimen organizado.

Demos pues legitimidad a la autoridad, pero no a cambio de libertad. De hacer lo contrario lo sucedido el 1 de mayo podría convertirse en una “mejor práctica” (best practice) delincuencial.

 

 


[1]La Secretaría de la Defensa Nacional, la Secretaría de Marina-Armada de México, la Procuraduría General de la República, la Policía Federal, la Comisión Nacional de Seguridad, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional y diversas agencias policiacas del estado de Jalisco y  Colima, implementaron la “Operación Jalisco” con el objetivo de garantizar la seguridad de la ciudadanía y reducir los índices delictivos. Más específicamente, el Operativo busca acotar la operación logística y financiera, así como la neutralización de blancos prioritarios del Cártel Jalisco Nueva Generación, entre ellos el líder Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho. La operación comenzó en la mañana del 1 de mayo de 2015.

[2]Reforma Constitucional de Seguridad y Justicia, publicada el 18 de junio de 2008 en el Diario Oficial de la Federación.

[3]Tiberiu Dragu. Is There a Trade-off between Security and Liberty? Executive Bias, Privacy Protections, and Terrorism Prevention. American Political Science Reveiw. Vol. 105, No.1. Febrero 2011.

[4]Tiberiu Dragu. Énfasis propio. 

 

 

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Economista y politólogo especializado en el estudio del fenómeno de la violencia.


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