Pablo Neruda y Gabriela Mistral

Aร‘ADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Pablo Neruda y Gabriela Mistral: un rostro se completa en el otro. La cara redonda, la nariz aguileña de la Mistral se cierra en las ojeras oceánicas de un Neruda disfrazado de Buda del cono sur. Neruda y la Mistral son del mismo indeterminado sexo: el resplandor masculino en la Gabriela Mistral, y esa acuosidad femenina en Neruda. Neruda es siempre esa madre que engendra lo que toca, que es compenetrada en lo que penetra, y la Gabriela Mistral es el fuego inconfundiblemente viril que agacha lo que toca. Los dos, hombre y mujer, mujer y hombre a la vez, intentaron por todos los medios no dejar herederos. La Mistral, al parecer, engendró a un “sobrino” que nunca reconoció como hijo; Neruda llenó de agua el cerebro (nació hidrocefálica) de su única hija Malva. Dioses infértiles, mestizos hermafroditas, la solterona y el pez genital, violaron sin consumar en hijos su sexo prehistórico.
     Su primer encuentro, narrado por Neruda: un niño tímido atraviesa el barro que se traga las calles de Temuco para visitar a la directora del liceo de niñas, Lucía Godoy Alcayaga —alias Gabriela Mistral. La profesora, que ya ha ganado sus primeros juegos florales, se aburre en provincia. Su única distracción ante el ambiente opresivo de la escuelita era Neftalí Reyes Basoalto (futuro Neruda), ese alumno silencioso de la escuela de hombres. Hijastro de profesora, este poeta incendiario sabe todo de poesía, es un Rimbaud sin guerra del 71 que lo libere del yugo familiar. La profesora le pasa libros. Algunas tardes toman té juntos. La timidez de ambos es cualquier cosa menos buena educación. No son caballeros, no tratarán de serlo (aunque Neruda lograría con los años transformarse en un perfecto y a veces muy aburrido diplomático). Tienen en común ser desmedidos, feos y mestizos. La Mistral es católica, lo es de un modo tan intransigente que en su fe no cabe ninguna iglesia. Para ella Dios es un hombre, el único que acepta en su cama. Si pudiera devorarlo, lo haría. Es católica a su modo, como es socialista a su modo, pero, a diferencia de Neruda, lo suyo es la culpa. Tiene una moral templada en la sombra, en una casa sin padre, aplastada por el sol, en medio del silencio del hambre. Neruda, en cambio, nació antes de Cristo. El sexo nunca fue para él otra cosa que una fiesta a oscuras en que el niño deja de llevar su nombre. Y la muerte, nada, un buen momento para escribir un poema.
     A Neruda no le gusta Dios porque lo plagia y tiene la patudez de no pagarle derechos de autor. Tampoco odia el cristianismo, es hijo de un verdadero paganismo, sin flautas ni ninfas, ni flores, ni fauno a lo Rubén Darío. Una selva triste y nada lírica, y una lluviosa presencia de herrumbre. Neruda no es una planta, ni un animal: es un liquen, una espora de sombra que traga la sustancia de la carne muerta. Venenoso a veces, delicioso cuando tiene algo de tierra, algo del sabor del hierro que lo alimenta.
     Neruda (Neftalí) y la Mistral (la Godoy) son hijos del temblor, que es su forma de puntuación. Su gramática no se rebela, pero tampoco obedece. En sus casas no había libros, escribieron por un instinto anterior a las palabras, para no perderse, para no desaparecer en la nada. Escriben sin pensar en la literatura. Sólo para tener un nombre que ambos inventan de los rastros de otros escritores de provincia, otros marginales famosos: Frederic Mistral, el poeta de la Provenza, Jan Neruda, el cronista de Praga.
     Ambos se hicieron además de un nombre y una biografía que se parecen más a los deseos que a la realidad. Una leyenda que tejieron para consolarse del aburrimiento, sacada de malas novelas por entrega, muy en boga por entonces. La doncella pobre pero pura esperando un príncipe azul en el pueblo del norte. Y de pronto un ferroviario que le hace el maravilloso regalo de morir para que la niña Lucila escribiera Desolación, robándole tiempo a las rondas infantiles. Neruda se inventa una infancia aún más folletinesca: su madre muere al nacer él y tiene que soportar un padre que no lo quiere del todo y el peso de amar desmedidamente a su madrastra mientras, hundido en un silencio milenario, camina por las calles llenas de mapuches borrachos y pioneros tuertos.
     En esas tardes en que la lluvia barre todo a su paso, Neftalí absorbe a Gabriela Mistral para aprender a ser Neruda. Traga en la resentida humildad de Lucila Godoy la audacia de Gabriela Mistral. Ella le señala el camino, la poesía es fama en estado puro, la poesía era para estos hijos del pueblo un escenario nada democrático en que podrían ejercer su instintos de monarca. La reina virgen, la Elizabeth del verso chileno, y el rey sol Neruda, Luis XIV de las letras hispanoamericanas, que joven descabeza toda la fronda aristocrática para transformarse viejo en el Papa y a ratos en el teólogo de su propia fe.
     Neruda, en vista del fracaso final de la Gabriela Mistral, hundida en la responsabilidad de ser chilena y de ser buena persona, emprende otra aventura. Neruda sabe que tiene que evitar Chile, evitar partidos y lealtades, y se va adonde nadie le puede encontrar, Ceilán. Es el único que habla castellano en las colonias tropicales, así que no le queda otra que inventar su castellano. Nadie puede corregirlo. Toda la poesía moderna intentaba entrar en la subjetividad alterada de un poeta herido. Neruda descubre la sensibilidad enferma de lo que se supone objetivo. Palmeras, muebles, ropa colgando, fetos y elefantes deliran mejor que el alma herida del adolescente que teme. Neruda no tiene miedo, son las rocas y el mar, son las ciudades las que tiemblan, se asesinan y se besan por él. Es el optimista Whitman alabando la vida y el combate, pero sin alegría y sin verdaderas ilusiones. El hombre que es penetrado por lo que penetra, el victorioso parásito que le contagia su muerte a lo que toca.
     Descubierta esa voz, esa que habla en los cañaverales, esa que hace estallar las piedras, esa que quema como una fiesta las iglesias y las campañas calladas para siempre, Neruda se sentiría con el derecho de hablar de todo y con todos. Su comunismo simple y didáctico es cualquier cosa menos una rebeldía. Rimbaud ha muerto, ahora es el vendedor de armas de Adén el que escribe los poemas.
     Neruda, en contra de la figura creada por él, no es un poeta instintivo, sino un poeta de los instintos. Consciente hasta el tuétano del sentido de su obra, hace en cada poema una recapitulación, un manifiesto artístico que con cinismo y elegancia se rebela contra los manifiestos. Una y otra vez a lo largo de su poesía se define a sí mismo: el hombre que camina de noche entre las cisternas y los sindicatos y que de pronto, Orfeo materialista, entra en la carne, en la piedra, en el sudor de los siglos, en la corteza de los árboles y en el temblor de los aplausos no para comprender sino para ser, para fundir su intimidad con la de todos. Neruda es el poeta complejo de las cosas simples. Es el poeta que se declara a sí mismo directo y diáfano, pero que lo es tantas veces y tan complicadamente que resulta barroco.
     Neruda el cónsul de oriente es el padre de Neruda el inquisidor en eterno estado de siesta de la Isla Negra. Neruda el embajador y el senador mira con compasión los extravíos de su hijo el poeta que quemó las pagodas de Vicente Huidobro y otros simbolistas. Neruda se vuelve un traficante de baja estofa de nerudismo. Vende la licencia nerudiana y no le importa prostituirse. Porque si Neruda no es ni nunca fue un marxista, desde antes de su conversión al comunismo era un materialista dionisiaco. La base de toda la novedad de la obra de Neruda es que escamotea todos los problemas morales, remplazándolos por una didáctica. Alturas de Machu Picchu canta al esclavo, pero también canta con una maravillosa complacencia a la esclavitud. Neruda no tiene nada que decir porque la magia de su poesía está ya en el decir. Por eso, desmontada su retórica todos sus encantos caen en la nada. Mientras Baudelaire es el poeta que usa el verso para entender el mundo, Neruda es el poeta que usa el verso para ser el mundo.
     Neruda no debe nada. Neruda absorbe todo, Neruda no se calla nada, ni desprecia nada. Y eso Gabriela Mistral lo comprende oscuramente. Sabe que ese niño de Temuco no descansará hasta borrarla de la faz de la tierra. Ése no se resigna, como el falsamente engreído Huidobro, con ser el Adán de una nueva poesía. Ése quiere ser Jehová Dios, creador perezoso del mundo en siete días. La Gabriela Mistral ha creado un monstruo que es tan original que siempre puede copiar con la más completa impunidad. Ya en España Mistral intercambia con Neruda su consulado. Él es cónsul en Barcelona pero va a vivir en Madrid, y ella es cónsul en Madrid pero va a vivir en Barcelona. Intentan no verse, se desprecian silenciosamente. Hasta en las antologías tratan de no estar juntos. El Neruda de Madrid, a comienzos de los años treinta, ya es un poeta completo que juega a ser un joven poeta. Ya ha escrito Residencia en la tierra, se encuentra con Alberti, con Hernández, con García Lorca, todos esos poetas truncados y trucados que él —con implacable voracidad— se traga uno a uno. En España, gracias al roce de un castellano hablado y gritado con soltura y algarabía, Neruda pierde el pudor chileno ante las palabras. Descubre a Quevedo y Góngora, se traga de un solo mordisco la habilidad folclórica de García Lorca, la forma de Guillén, el populismo de Alberti.
     Muerta la Mistral, enterrada en la iglesia de los franciscanos en Santiago, la monja superiora del convento poético (o debería decir el monje), Neruda puede conquistar su lugar en Chile. Se construye una casa que le da la espalda a Chile. Neruda vive en sí mismo como un bivalvo; Chile y su literatura son sólo los microorganismos que tragan sus membranas. Dictadura sin contrapeso. La literatura chilena surge de dos movimientos: los hijos de Neruda que pelean para que este eterno estéril los reconozca y los quiera y los bendiga como un padre, y los que se rebelan y quieren aclarar que Chile no se agota en Neruda, y Neruda no agota a Chile.
     Neruda está completo, acabado, mucho antes de morir. No responde a los ataques, no lee, y escribe sólo por reflejo. Escribe sobre el fin de mundo, para que el mundo termine junto con él. Y al fin es eso lo que alcanza a ver, el fin de su mundo, la llegada de los militares a la calle, la Moneda que se quema. Incapaz de separarse de sus profecías, y viendo dolorosamente cómo la metáfora ya no cubría los despojos de las cosas, Neruda se muere en silencio, y en un silencio forzado por la vigilancia militar es enterrado.
     No es sólo el fin de un poeta, ni el de una democracia: es el fin de una determinada lectura del tiempo, redondo e inmóvil, que hizo que la poesía entre los escritores chilenos fuese la forma de expresión más evidente. Neruda y la Mistral podían pensar que habían nacido fuera de la historia, en pueblos en que apenas pasaba nada, o lo que pasaba nunca tenía palabras para ser dicho. Hijos del barro recién fundado, escritores de padres analfabetos, vivían en un tiempo siempre igual a sí mismo, sin un antes ni un después. Pertenecían a la era del mito, en tierras ancianas con veleidades de recién nacido. Eran frutos solos, excepciones a un mundo sin regla, o con tantas reglas ocultas que no valía la pena descifrarlas.
     En 1973, por fin había llegado el quiebre, por fin algo había sucedido. Había un antes y un después. Ahora era necesario explicar, y la fe irracional y el marxismo no bastaban. Para Chile se había acabado el verso, y empezó la prosa. ~

+ posts


    ×

    Selecciona el paรญs o regiรณn donde quieres recibir tu revista: