Paisaje con mensaje

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La piedra de Makapansgat apareció en el yacimiento prehistórico de una cueva de Sudáfrica hace casi cien años. No estaba tallada ni tenía rastros de intervención humana (homínida, más bien), pero al obrero que la desenterró le llamó la atención lo mucho que se parecía a una cara vista de frente. En realidad había realizado automáticamente el mismo proceso mental que los primeros inquilinos de la gruta, aquellos australopitecos que según los antropólogos hace tres millones de años ya fueron capaces de percibir el parecido de la piedra y justamente la conservaron por eso: es la primera prueba de pensamiento simbólico sobre la faz de la Tierra.

La piedra no estaba en las Galerías del Grand Palais esta primavera, pero sí otros cientos de piezas dentro de la exposición Una imagen puede esconder otra, que ensayaba una genealogía abreviada de las imágenes dobles, potenciales, escondidas y accidentales, los trampantojos, las anamorfosis y metamorfosis, las antropomorfosis de mapas y alfabetos medievales, siluetas, proyecciones, calambures visuales, bromas ópticas y otras emboscadas plásticas preparadas con mimo por artistas de todo el mundo en los últimos cinco mil años de arte universal.

Hay muchas más piedras en las salas: a lo mejor a falta de nubes –tan difíciles de poner en vitrina– o de paisajes enteros. Hubiera costado transportar hasta París, por ejemplo, las montañas del Guadarrama que conforman el perfil de La mujer muerta de tantas excursiones domingueras madrileñas o el río salmantino Cuerpo de hombre: topónimos que recuerdan que incluso en nuestra península reseca el terreno estaba abonado para plantar en la pura superficie de la tierra señales prodigiosas y paisajes con mensajes. Las siniestras Caras de Bélmez, pura España negra, no serían en realidad más que un residuo de esa necesidad colectiva y profundísima de leer y dotar de sentido un mundo de manchas arbitrarias.

Roger Caillois publicó en 1970 su El lenguaje de las piedras: y en París reaparecían ahora las ágatas, las septarias y las dendritas de parecidos terribles: con sus fantasmas, sus peces, sus polluelos y sus ojos azules revelados en los cortes transversales de las gemas. Una particularmente bonita, y alicantina para más señas, ofrece un paisaje arbolado y ocre sobre fondo de mármol azul y viene de la famosa galería Boullé, sucursal parisina de la gruta de maravillas sudafricana en un sótano de la rue Jacob.

Al lado, sofisticadas Piedras de sueño de la Dinastía Qing. En China, a partir del XVII, se engastaban o se colocaban sobre pedestal las rocas y los jaspes y hasta las raíces más parecidos a figuras o valles diminutos sobre los que el excursionista visual podía vagar perdido para siempre.

El viaje fue de Oriente a Occidente: los paisajes fantásticos de algunas estampas japonesas, con sus falos y sus vulvas escondidos y a la vista de quien sabe mirar (o qué debe mirar) se metamorfosean en los animales compuestos de muchas miniaturas persas, armenias y afganas, que esconden en el perfil de un elefante y un tigre muchas otras bestias emboscadas y listas para darnos el zarpazo del reconocimiento súbito. Y fueron contemporáneas de los retratos por aglomeración de objetos, de frutas o calabacines, de Arcimboldo: un pintor de placeres culpables, tan adorado por niños y surrealistas como despreciado, hasta ayer mismo, por la crítica seria y la gente de bien.

Como siempre, el kitsch rezuma cerca de las fuentes más profundas del inconsciente. Por eso a lo mejor nos incomoda: es más fácil encogerse de hombros y pasar de largo que detenerse largo rato, desvalido, ante un paisaje renacentista de Matthaus Merian: sabiendo que “debe” de haber algo más, que nos acecha un rostro monstruoso o un perfil diabólico escondido en sus apacibles escenas campestres. Perdemos pie y empezamos a dudar de lo que dábamos por seguro cuando descubrimos caras fantasmales en el requesón que devoran los personajes de una escena de género de Campi o cuando el Muchacho con tortita de Schalken nos muestra el retrato sonriente de una crêpe humana –demasiado humana– y se burla ya en el XVIII de los afanes retinianos y miméticos de la pintura occidental.

Una broma seguida muy en serio por los pintores de pedigrí impecable. Durero, Cosme Tura, Lorenzo Lotto, Piranesi, Daumier, Courbet, Bonnard y mil otros confunden para esclarecer, hacen trampas y borran pistas para ponernos en el buen camino: ése que desemboca ya en el siglo XX en el dúo cómico más impasible de la historia del arte europeo. Duchamp retrata a Washington sobre el perfil de unos Estados Unidos armados a base de compresas higiénicas y juega con la sonoridad de las palabras. Traiciona las expectativas por inercia de los espectadores y acaba estimulando las teorías del lenguaje de Saussure, los estudios sobre significante y significado de Barthes, la deconstrucción psicoanalítica de Lacan. Y Dalí, por supuesto, incómodo virtuoso de la paranoia crítica, capaz de imágenes múltiples hasta el vértigo: en el Enigma sin fin el trampantojo llega al más difícil todavía. Ni doble ni triple sino séxtuple.

De las Venus paleolíticas con perfil de falo a las reflexiones sólo aparentemente burlonas de Vik Muniz: lo que ha montado el Grand Palais no ha sido (sólo) un gran gabinete de curiosidades ni una wunderkammer provisional para que pasen un buen rato los ingeniosos y se alegren la pestaña los aficionados a los chistes para el ojo (que también). Cuando el poeta sufí Amir Khosro se retiró al desierto en el siglo xiv y volvió para contar que había visto “demonios y diablos sembrados por el mundo” estaba enunciando por enésima vez una sospecha universal y viejísima. Justo la que compartimos cada vez que miramos nubes o estrellas y adivinamos que no vemos en el mundo lo que hay, sino lo que queremos ver. Y a lo mejor, en realidad, que sólo hay lo que queremos ver. ~

 

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