Plácido Domingo

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Un par de guarismos determinan este 2011 para Plácido Domingo: setenta años de vida y cincuenta de presencia ininterrumpida sobre los escenarios del mundo entero. A lo largo de estos, Domingo ha trascendido el ámbito de estrella operística para transformarse en epónimo del género y referente obligado del mundo de la llamada “música culta”. Dotado de una fuerza física excepcional y de una longevidad vocal que desafía a la lógica, este tenor a quien no podemos dejar de considerar hispano-mexicano lo ha hecho todo. Y más. Estudioso e incansable, curioso y osado, calculador también, ha sabido integrar como nadie buena parte de las tareas que conforman la ópera. Plácido Domingo ha sido y es un tenor de élite, un actor de primera línea, un director de orquesta cada vez más sólido, un ambicioso administrador y director de casas de ópera, un polémico masificador del género, un pionero temerario del crossover, un organizador de concursos vocales, un formador y promotor de voces nuevas y –sí, ahora también como en un principio– un barítono. Desde ese múltiple “ahí”, Domingo habla.



Entre los mitos que la ópera ha recogido a lo largo de sus más de cuatrocientos años de existencia destacan el de Orfeo y el de Fausto. Por un lado, el poder de la música para salvar, para transformar. Por el otro, la obsesión de ser joven siempre. A lo largo de la charla sostenida con Plácido Domingo, estas dos nociones aparecen de manera reiterada, aunque no siempre explícita.

Su formación integral, así como la voluntad de alcanzar la persuasión y la credibilidad vocal, emocional y dramática, han conferido a su canto y a su presencia sobre un escenario –ya sea camuflado de Otelo, Cavaradossi, Parsifal o Chénier– una capacidad órfica para transformar a su legión de escuchas. La voz y el canto de Domingo son hoy inconfundibles y han salvado a muchos del tedio y la rutina, incluso del pesimismo. El cantante y su lira se han atrevido a ir adonde muy pocos habían osado –al “inframundo” de lo masivo y de lo popular– y han logrado regresar sanos y salvos con más de un alma renovada tras de sí.

Domingo lo dice con todas sus letras: “un tenor tiene que sonar siempre joven”. Y lo que dice con esto es que su canto ha proyectado siempre juventud, arresto, capacidad de seducir y de vencer, pero también de sucumbir con heroísmo. Si este “siempre” recién escrito se extiende a lo largo de cinco décadas de pisar las tablas, 130 papeles distintos en seis lenguas y muchos miles de funciones cantadas, la connotación fáustica a la que se ha hecho referencia es evidente. ¿Quién no ha deseado mantener su “voz” joven para toda la vida? ¿Quién de nosotros no ha querido vencer y caer así, como “antes”?

En cada función operística, en cada concierto, Domingo nos vende la ilusión de ser transformados y rejuvenecidos, de seguir siendo héroes, de ascender o caer con grandeza. Y nosotros tomamos con avidez lo que nos da: siempre carentes y, por tanto, deseosos.

 

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Setenta años de vida, cincuenta sobre el escenario, todos los récords operísticos posibles pulverizados. En más de una ocasión has dicho “if I rest, I rust”. También has hablado de tu capacidad para descansar profundamente, aun en lapsos cortos. Y también es del dominio público tu inteligencia para discernir cuáles papeles debías abordar y cuándo, y cuáles no. ¿Cuál es realmente el secreto, si es que se puede hablar de uno, para lograr en el terreno de la ópera tu inigualable versatilidad, longevidad y capacidad de trabajo?

Quizás el secreto sea la pasión continua que he tenido. Yo sigo exactamente con el mismo entusiasmo del principio. Es decir, no ha cambiado nada. No hay un momento en que haya dicho: “¿Por qué tengo que hacer esto, por qué tengo que hacer lo otro, por qué no tengo tiempo libre ahora?” Aunado a ello, he tenido fuerza física y buena salud. También –vamos a decir que lo creo, que lo empiezo a creer– me parece que supe encontrar una técnica que se adaptara a los diferentes periodos de mi carrera y a los diferentes repertorios que he cantado. Y agregaría un elemento más: haber sabido identificar exactamente qué tenía que hacer y en qué época. A pesar

de que durante mis inicios había gente que decía que no duraría, que por qué cantaba esta o aquella ópera, que cómo era posible que cantara Otelo a los 34 años, creo que logré llevar mi carrera bastante bien.

Y voy a decir –si me permites– que logramos llevarlo bastante bien. Porque Marta no solo ha sido

mi mujer, la madre de mis hijos y mi compañera, sino alguien junto con quien he logrado hacer todo lo que he hecho. Ella me ha orientado, me ha sabido ayudar. Creo que en todas estas circunstancias está el secreto que me ha permitido seguir cantando.

 

Comentabas acerca de la elección del repertorio. ¿Qué te ha dicho realmente que debes cantar o no un papel? ¿Hay algo más allá de las ponderaciones puntualmente técnicas?

La búsqueda. Empecé como un tenor más o menos lírico. Después me adentré en un repertorio más spinto, más dramático. Luego llegué al repertorio de Heldentenor haciendo Wagner. Pero siempre con una premisa básica, que Marta y yo hemos compartido: que un tenor tiene que sonar joven siempre. En el momento en el que el timbre deja de sonar así, no eres tenor. Ahora, efectivamente, he llegado a un momento en el que me interesan ciertas partes de barítono. Las hemos estudiado juntos y hemos descubierto que la combinación del repertorio de esa tesitura y el de tenor es lo que mejor me va hoy. No me estoy dedicando definitivamente a cantar como barítono, aunque eso tal vez llegue, sino que estoy combinando. Por ejemplo, los conciertos que ahora ofrezco incluyen algunas arias y duetos para barítono; pero enseguida paso a un repertorio completamente tenoril. Siempre buscando que la voz continúe con la frescura y el sonido juvenil que se identifica con el tenor.

 

Eres un tenor que ha redefinido el perfil del cantante operístico. Cantante, actor y músico en igual proporción. ¿Partiste de algún modelo o ejemplo específico para definir tu perfil como cantante de ópera? ¿Te lo propusiste voluntariamente, o fue surgiendo poco a poco y de manera tan individual?

No. Parte se debe a circunstancias que afortunadamente estuvieron a mi favor como, por ejemplo, que mis padres, además de darme la vida biológica, me dieran también la vida musical. Desde muy pequeño me enseñaron a amar profundamente el teatro y a vivir en él. También me pusieron a estudiar música muy pronto. El hecho de haber sido músico, aun antes de empezar a cantar, fue fundamental. Estudiaba música y piano. Después estudié en el conservatorio. Esto me ayudó muchísimo. En primer lugar, porque me permitió ahorrar mucha energía vocal. Por ejemplo, la mayoría de los papeles que he cantado los he aprendido yo solo. Desde un principio me sentaba al piano y no tenía que acudir al coach o al maestro repetidor para aprendérmelos, sino que me los aprendía solo.

Después, poco a poco, vino la cuestión vocal propiamente dicha. Primero con los consejos de mis padres. Luego, cuando asistí en México al conservatorio, con el maestro Carlo Morelli, quien me dijo que verdaderamente creía que yo era tenor y no barítono. Y él era un buen juez, sabía de lo que hablaba, ya que había pasado de tenor a barítono. Digamos que él me ayudó a desarrollar mi intuición desde un principio.

Más adelante, cuando estábamos en Israel, en la Ópera de Tel Aviv, Marta, Franco Iglesias y yo nos ayudábamos uno a otro. Franco era partidario de la teoría que dice que para cantar hay que tener un buen apoyo. Y a pesar de que esto es lógico, hay muy pocas personas que te hablan de ello. Entonces empezamos a apoyar, que es lo que hace que una voz esté bien firme y sostenida; que no tenga problemas. Eso fue algo muy importante porque también me ha ayudado a llegar a estos años sin que se presenten esos defectos que –cuando aparezcan– me harían dejar de cantar. Y te lo digo: el día que la voz me tiemble, que mi vibrato se abra, dejaría de cantar.

Después del hecho musical y del hecho vocal, siempre pensé –pensamos– que la construcción y el desarrollo de los personajes eran tan importantes como todo lo anterior. En la ópera hay que actuar, no se puede nada más cantar. A Marta y a mí, desde que estábamos en la Academia de la Ópera, nos interesó muchísimo la actuación. Hoy en día es algo mucho más común que en esa época. Hoy raramente te encuentras a cantantes que no intenten actuar. En ese terreno yo diría que mi inspiración, que mi modelo a seguir, fue Maria Callas. No porque hubiera tenido la oportunidad de verla tanto, sino por lo que sabía, escuchaba y me informaba acerca de ella como cantante-actriz.

 

Si bien ese paradigma lo rompió ella, tú lo llevaste hasta sus últimas consecuencias. Creo que hay un parteaguas muy claro entre la aproximación, el compromiso histriónico y dramático antes de tu consolidación y después.

Tal vez. En parte. Lo que sí me queda claro es que yo no concebía cantar un personaje sin que la gente lo creyera. Siempre le he dado a la historia de cada personaje la importancia que debe tener. He intentado estudiarla a fondo. Incluso, cuando son personajes históricos, he tratado de estudiar el tipo de movimiento que pueden haber tenido; cómo se desenvolvían. Siempre con una entrega total. De hecho, podría decirte que las mejores funciones de mi vida han sido aquellas en las que no he tenido que pensar nada en términos vocales. En las que no he pensado que estaba cantando, sino que estaba viviendo y diciendo lo que el personaje viviría y diría.

 

¿Y cómo se daba la retroalimentación? ¿Cómo evaluabas que ibas por el camino correcto?

Fundamentalmente a través de Marta. Y lo puedo resumir con una anécdota. En alguna ocasión, cuando estábamos en Israel, en los primeros años, después de alguna función en la que la gente venía y me decía “qué tenor”, “qué bien”, ella aparecía con el semblante oscuro y me decía que no me escuchaba, que mi voz no corría, que no estaba apoyando. Y poco a poco fuimos consolidando todo juntos.

 

¿Entonces, en alguna medida, ella era tus oídos?

Exactamente. Y eso es una gran ayuda. Yo no puedo entender que haya esposas de tenores que escuchan a sus maridos desde el camerino o entre bambalinas. Tienes que estar sentado afuera para darte cuenta de lo que pasa. Yo fui muy afortunado en ese sentido.

 

Se dice que durante siglos la ópera vivió la tiranía del cantante; que luego la posición de mando la tuvo el compositor y después el director de orquesta. Más recientemente se ha dicho que la ópera vive bajo la hegemonía del director de escena. En algunos casos se habla también del intendant, o del director de festivales. Tú, que has sido casi todo esto, ¿quién dirías que manda hoy en la ópera?

En general se pretende que alguien mande, pero yo creo que lo importante termina siendo el conjunto de todo. Sí, de pronto se ve que algunos teatros están monopolizados por la fuerza o el capricho de su propio director. En ellos podrás encontrar momentos en los que hay cosas buenas y exitosas, y otros en los que se equivocan.

Sin embargo, yo creo que hoy en día la ópera es una combinación de todos sus elementos. Pienso que sí es esencial contar hoy con un director de teatro que sepa y tenga el entusiasmo y las ideas con las que pueda aportar algo diferente a una ciudad en particular. También con directores de orquesta y directores de escena extraordinarios. Pero finalmente el que da la cara es siempre el cantante. No te puedes engañar. El cantante sigue siendo lo más importante en la ópera y lo será siempre. A la hora de la hora puedes tener una ópera extraordinaria, un director fantástico, un régisseur extraordinario, pero si el cantante no responde… La ópera es la ópera y hay que cantarla. Y tienes que entusiasmar a un público. Es cierto, tienes en ella el conjunto de muchísimos elementos extraordinarios de todas las artes –la música, el ballet, las luces, la escenografía–, que son maravillosos y que por algo la hacen el espectáculo más caro del mundo. Pero la ópera no puede vivir sin cantantes. La voz sigue siendo lo más importante.

 

Y, a todo esto, ¿dónde queda la creación operística propiamente dicha, el compositor? La disputa parece darse entre la redacción musical pura y la redacción vocal; entre lo figurativo melódico y la abstracción no melódica. ¿Dónde estás tú dentro de ese conflicto?

Lógicamente el discurso musical ha cambiado mucho a través de los siglos. A mí sí me gustaría escuchar hoy una ópera escrita al estilo verdiano o al estilo pucciniano. Tengo un hijo, Plácido, que es compositor y que me pregunta por qué no puede siquiera intentar hacer algo así. Y yo tengo que responderle que no puede hacerlo porque eso hoy no es aceptado. Vamos a decir que desde los años veinte o treinta cambia completamente el concepto de la música. Cuando surge un Berg, un Schoenberg, inclusive anteriormente un Strauss, nace algo completamente distinto en términos operísticos. Se trata ahora de una especie de catarata musical escrita de una manera en la que la voz es a veces circunstancial. Por ejemplo, los momentos de música más bellos en Lulú son los interludios instrumentales para los cambios de escena.

La ópera tiene ahora un discurso dramático-interpretativo en el que ya no cuenta tanto la belleza de la música, sino el drama. Las palabras han adquirido una fuerza muy grande. Pero las voces necesitan aún cantar melodías y, al no tener un repertorio melódico, el asunto se torna muy difícil. Hoy se ha llegado al extremo de componer óperas casi completamente dodecafónicas en las que la melodía prácticamente no existe. Las armonías han cambiado muchísimo, han avanzado enormemente. Yo creo que estamos en un momento en el que la composición puede todavía considerar que el cantante tenga líneas melódicas. Me parece que lo ideal sería escribir composiciones melódicas con una armonía atonal, pero que echaran mano de una inteligencia máxima, suprema, para hacerlas interesantes. Hay óperas donde eso se logra. Compositores como Shostakóvich y Prokófiev lo lograron de manera extraordinaria.

Yo, por mi parte, espero que se cierre este círculo y que podamos ser todavía melódicos. Que le demos al cantante lo que necesita.

 

Hablar de hoy es hablar de tecnología, hablar de comunicaciones, de redes sociales, de multimedia, etc. ¿Cómo crees que convive todo esto con la ópera? ¿Qué tanto le pueden dar todos estos recursos y medios a la ópera, y qué tanto les puede dar la ópera a ellos?

El caso de la multimedia es muy interesante. Por ejemplo, el hecho de que exista el cybercast mediante el cual las óperas se transmiten a grandes recintos, como cines; como se está llevando a cabo con gran éxito en el Auditorio Nacional, en México. Es increíble que se logre con las óperas que se transmiten desde el Metropolitan o desde La Scala. Es algo que, por una parte, está permitiendo el acceso a un público que nunca podría permitirse los precios prohibitivos de la ópera en ciertos países. Aunque, por otra parte, existe un riesgo. El riesgo de confundir. No quiero que los directores de los teatros lleguen a confundir y a confundirse con ese adelanto técnico. Es decir que, al saber que en el cine o en la televisión todo, incluyendo la voz, está sonorizado, se permitan usar elementos y propuestas que quizá no sean los ideales para las partes vocales. Que, al saber que esa función particular se televisará o se transmitirá en cines o por internet, las voces serán escuchadas sin problema, ya que con la megafonía esto queda garantizado.

También me preocupa que esto llegue a afectar la afluencia a los teatros locales. Que llegue a suceder que la gente aficionada diga que no va al teatro porque en el cine todo es fantástico, se oye estupendamente, y porque además puede gastar muchísimo menos y ver una función maravillosa.

 

Siguiendo tu propia inquietud, sería preocupante que de pronto en ciertos lugares pudiera haber más público para ver una función de la Ópera Metropolitana de Nueva York en el cine que una montada en el teatro.

Exactamente. Y en lugares como México esta situación es todavía más factible, porque no ha habido continuidad. No son ya las épocas en las que venía una serie de artistas internacionales a participar en las temporada de ópera. Cantantes de altura y de gran nivel seguidos por una afición extraordinaria. Sigue habiendo un público muy bueno, pero creo que se está perdiendo la costumbre de ver funciones de ópera excepcionales.

 

Sin embargo, los cantantes mexicanos siguen siendo un producto de exportación. Ramón Vargas, Fernando de la Mora, Rolando Villazón, Jorge Lagunes, María Alejandres, Javier Camarena, Arturo Chacón-Cruz, David Lomelí… La lista no termina. ¿A qué atribuyes tú esta cantera?

Es bastante fácil de explicar: en México siempre han existido voces bellas. La voz mexicana, en particular la del tenor y la de la soprano, poseen una gran belleza. Y en ese terreno sí se ha hecho bastante. He estado muy ligado a lo que sivam [Sociedad Internacional de Valores Artísticos Mexicanos] ha hecho a lo largo de años en pro de los cantantes mexicanos. Juntos los hemos llevado a integrarse a los grupos de formación de cantantes jóvenes que he tenido en Los Ángeles o en Washington –y ahora también en Valencia– y después han participado y muchas veces ganado los concursos de Operalia.

 

Hablando de Operalia, ¿cuál sería el balance del concurso de canto que estableciste desde hace ya casi veinte años?

Te puedo responder con un ejemplo muy reciente. El otro día en Nueva York, hace muy poco, se dio el caso de que en una misma noche, entre la Metropolitan Opera House y la New York City Opera hubiera seis cantantes participantes de Operalia estelarizando funciones. Y, de hecho, entre ellos había dos mexicanos: David Lomelí y José Adán Pérez haciendo El elixir de amor en la New York City Opera. Y cantaban además con una soprano, Stefania Dovhan, que también triunfó en Operalia. Había un maltés, Joseph Calleja. Estaban también Ludovic Tézier, barítono francés, y Kwangchul Youn, un bajo coreano que ganó el primer Operalia. Seis cantantes de manera simultánea.

 

¿Esto equivaldría a una consagración del concurso mismo?

Creo que sí. En cada semana, si abres las páginas del Met, de la Opera de Chicago, de Viena o de Covent Garden, te encuentras cantidad de ellos. Grandes, extraordinarios cantantes mexicanos como Rolando Villazón, Arturo Chacón-Cruz, David Lomelí y María Alejandres han surgido de ahí.

 

Imposible no preguntarte acerca de “Los tres tenores”. Echar a andar este concierto con Luciano Pavarotti y José Carreras sin duda fue uno de los temas que más polémica generó en tu carrera. El tema de la masificación de los conciertos operísticos, de la mezcla de repertorios. Tras varias décadas, ¿cuál es tu balance?

El balance no puede ser más positivo. En todos sentidos. Se formó un público nuevo; cantidad de gente aprendió lo que es la ópera, aunque fuera nada más por las cuatro o seis arias que oían en el concierto. Venían atraídos por los nombres y venían atraídos por todo el repertorio que se hacía ahí. También ayudó poderosamente en términos económicos a una serie de personas que trabajaban en estos recintos grandes.

Estos conciertos han permitido que hoy en día el cantante de ópera no solo viva de la ópera, sino que a través de ellos pueda percibir cantidades que antes no le eran accesibles.

Y esto es totalmente legítimo. Hay historias muy tristes. Historias en las que un cantante ha podido vivir treinta años de la ópera y –si por ejemplo se retira a los 55 y vive veinte o treinta años más– quizá no le sea posible tener una vida económicamente positiva hasta el final de sus días.

Este tipo de conciertos ha abierto la puerta para que los cantantes se aseguren un porvenir. Entiendo que no es igual para todos, porque lógicamente hay quienes llegan más arriba. Hoy el cantante tiene un número determinado de funciones de ópera y un número de conciertos al año. De este modo le es más viable percibir cantidades que puedan asegurarle un futuro. Por todas estas razones ha sido muy positivo. Incluso creo que no hay nada negativo. El purista que decía “esto no me gusta”, pues simplemente no fue y se acabó.

Además, date cuenta que estos conciertos los hicimos después de que cada uno de nosotros tres tenía por lo menos 25 años de carrera. No era cuestión de decir “me voy a dedicar a esto”. Yo he seguido cantando ópera todos los años. He estado en Salzburgo, en Bayreuth, en todos los lugares sin dejar la ópera, sin traicionarla. De hecho, el tiempo que tengo para los conciertos es mínimo y cuando deje de cantar ópera –cosa que no quiero, pero que en algún momento sucederá– quizás siga haciendo conciertos. Los conciertos te permiten entrar en contacto directo con el público, aunque con una reacción diferente. Mientras que en la ópera ves la reacción ante todo un conjunto y tras una noche de espectáculo, en los conciertos tienes cada cinco minutos el respaldo, el apoyo, la entrega y el calor del público. Son dos experiencias completamente distintas.

 

La situación en México es extrema, y para muchos de nosotros desoladora y desesperanzada. El país está roto por la violencia y el severo deterioro del tejido social. ¿Tú crees que hay algo que la ópera, que la música, que el arte en general puede hacer para contrarrestar esto?

La música puede hacer bien en todo momento a todo el mundo. Lo que todos mis colegas y yo podemos hacer es un privilegio. Es un privilegio ser capaz de hacer feliz a la gente; de hacer que olvide su tristeza. Es fantástico saber que en el momento en que estamos dándole un espectáculo –que dure una hora, media, dos horas, tres horas; que sea para mil personas, para cinco mil, para diez mil, para cien mil, para millones en vivo y en televisión– les hacemos olvidar sus problemas y les damos alegría.

Sí, sí podemos hacerlos olvidar por un rato; pero un remedio desgraciadamente no es. No lo es en ningún caso. El único remedio es que eso se termine. Ojalá que haya una solución, porque este país es maravilloso en términos de tradición, de alegría, de cultura. Es un pueblo de gran paciencia y estoicismo. Yo espero que salga de esto como ha salido de muchas otras cosas. Lo espero de verdad.

 

¿Hay algo que te hubiera gustado hacer, interpretar como cantante y que sepas que ya no va a ser posible, o que no ha sido posible?

No. En todo caso sería un papel que nunca hice en el escenario, pero que grabé: el Tristán. Porque Tristán sí me hubiera perjudicado vocalmente. Se trata de una obra que requiere de un tipo de voz de acero, con una tesitura que masacra y que quizás habría cortado mi carrera. Si hubiera estado a mi alcance, definitivamente me habría gustado hacerlo en el escenario. Por eso no lo lamento.

 

¿Y algo que no hayas hecho pero que todavía quieras acometer?

Sí. Ciertos papeles para barítono que estoy preparando y que me van a dar mucha satisfacción. A pesar de que he abarcado todo el repertorio verdiano, con más de veinte óperas de Verdi cantadas, hay papeles de barítono suyos que siempre he anhelado cantar. Así que creo que no me voy a quedar con las ganas de hacer algunas de ellas.

 

¿Escuchas música? ¿Tienes un iPod? ¿Pones discos?

Pongo muy poca. Y la que escucho es la que tengo que aprender. La verdad es que todavía estoy en un momento en el que todo mi tiempo está dedicado al estudio. Si no estoy ensayando o cantando, estoy estudiando. Sigo en una especie de época de universitario. Todavía tengo que aprender unas tres óperas nuevas que canto al año y otras dos o tres que dirijo. Así que sigo con el libro bajo el brazo.

 

¿Cómo se imagina Plácido Domingo su última aparición en un escenario operístico?

No lo sé. No quisiera decir que voy a hacer una gira de despedida. Yo solo querría salir una noche al escenario, sobre todo en el caso de la ópera, y decir: “Señoras y señores, esta fue mi última función.”

 

¿A qué le teme Plácido Domingo?

A la irresponsabilidad humana. Le temo a la violencia, a la corrupción y a la injusticia. Y… a la muerte. Creo que debe haber muy pocas personas que no lo hagan. Yo quisiera que el día que llegue sea algo tranquilo, algo normal, a una edad avanzada, con los tuyos. Y entonces: aceptarla. ~

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(ciudad de México, 1964) es promotor y crítico musical. Ha sido director artístico de la Compañía Nacional de Ópera de México, de la Casa del Lago y del Festival Internacional Cervantino.


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