Poetas en el cruce de dos siglos

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Para Rodolfo Häsler, en Barcelona
      
      
     Presentamos aquí a quince poetas rusos, nacidos entre 1946 y 1977, que son apenas la punta del iceberg poético que bulle con toda intensidad y diversidad en la lengua de Pushkin en las últimas décadas. Hace casi cuarenta años en Rusia, en enero de 1965, un grupo de jóvenes poetas y pintores conformaron la Joven Sociedad de los Genios: escribían manifiestos, renegaban contra los escritores de las generaciones anteriores, escandalizaban por su irreverencia y caían más en los separos de la policía que en las páginas de las revistas literarias. Escribían desde la marginación, tanto vivencial como literaria, mientras la poesía “oficial” se degradaba sin remedio. Paradójicamente, esta circunstancia de marginación les dio una total libertad creativa y entre ellos aparecieron varios poetas muy talentosos que, años después, en mucho darían el tono de la producción poética. Cuenta en un reciente ensayo Alekséi Aliojin, director de Arion, la más importante revista de poesía que se publica actualmente en Rusia, que:

los primeros en aparecer fueron los metametaforistas Alekséi Párchikov, Alexandr Eremenko, Iván Zhdánov y los próximos a ellos, Yuri Arábov y Nina Iskrenko. Hablar de su propuesta estética (“metametáfora”, “metarrealidad”, como la base de un nuevo lenguaje poético) es sumamente difícil, ya que los propios miembros del grupo tenían ideas muy diversas sobre ella. Los unía una notoria (en aquel momento resonante y divertida) complejidad (aunque en diferentes autores este aspecto tenía, por lo visto, diversas fuentes —desde la poética del Mandelstam tardío hasta el surrealismo—), aunada a una inesperada combinación de ironía abierta y actual, lo que en la etapa temprana de la perestroika sonaba no menos fresco y encantador.

Uno de los principales representantes de la Joven Sociedad de los Genios fue Leonid Gubánov, nacido en 1946 y muerto en 1983 en circunstancias un tanto oscuras. Su único libro de poemas, Un ángel en la nieve, apareció diez años después de su muerte. En vida, el autor vio publicadas únicamente doce líneas en la revista Juventud. Comenta Evgeni Evtushenko, en su monumental antología de la poesía rusa Las estrofas del siglo, que Un ángel en la nieve “encierra una propuesta, pero también un destino poético. Semejantes al delirio, versos de Gubánov como ‘¡Rechazo el paraíso donde la prostituta es la luz!/ Elijo el infierno, donde hay un ángel en la nieve’, zumban con mil sonidos concretos al oído y las imágenes brincan por el aire, libres y leves, como el sueño”. El talento desbordado y desigual de Gubánov era como un río tempestuoso, que arrastra en su corriente tanto las gravas, los cantos rodados y las arenas, como las esporádicas pepitas de oro, lo que en poesía corresponde a los verdaderos hallazgos.
     Otros poetas de esta generación, como Yuri Kublanovski, Alekséi Tsvétkov y Lev Rubinshtein, emigraron antes del fin de la Unión Soviética y luego han regresado a una Rusia que se dice distinta, pero que al fin y al cabo conserva sus infinitos problemas desde los tiempos del zarismo y el socialismo. Kublanovski emigró en 1982 y regresó en 1991. En la emigración publicó varios libros de poemas, alguno de ellos prologado por Joseph Brodski. El verso de Kublanovski es preciso, aguzado, pulido, muy a lo Mandelstam, pero con la diferencia de que posee una gran carga de ironía que a veces se convierte, paradójicamente, en indefenso sentimentalismo. Por su parte, a Tsvétkov —traductor de Nabókov al ruso y doctorado en literatura por la Universidad de Michigan con una curiosa tesis sobre La lengua de Platónov— le interesa, en su poesía, la perfección de la forma y los alcances de la agudeza. En cambio Lev Rubinshtein siempre ha afirmado que escribe poesía no importa cómo, lo que importa es que es diferente. Aunque no escribe con rima (lo que en poesía rusa es casi inevitable), por alguna razón aparece siempre en sus textos la poesía. En este poeta hay una capacidad estética condicionada por la época, por la estructura del lenguaje y la mentalidad actual.
     Una de las voces más brillantes de la nueva poesía rusa fue, sin duda, Nina Iskrenko (1951-1995). Esta vanguardista, nutrida en lo mejor de la tradición futurista rusa, gustaba de romper los cánones y los estereotipos, infringía ciertas tradiciones que le sabían insípidas, pero en su iconoclasia nunca perdió de vista su amor hacia el mundo, hacia sus amigos, hacia la vida. Su poesía agitaba la vida de la estancada Moscú, a principios de la perestroika, cuando por primera vez los poetas más sarcásticos del underground soviético salían de los sótanos y azotaban con sus voces gruesas las calles, las buenas conciencias y las plazas. Iskrenko amaba las fiestas, los encuentros. No le gustaba, en cambio, el sentimiento melancólico y triste que percibía alrededor. Con su muerte, la obra de Nina Iskrenko comenzó a flotar rápidamente como una pluma sobre la poesía rusa actual. En sus versos, en sus poemas, era natural y espontánea, en ellos no cabían ya las discusiones sobre el formalismo, que tanto le inquietaron al principio: la forma de sus versos era como la forma de su vida, una manera de moverse y respirar.
     La obra de los poetas del Siglo de Plata, como Blok, Jlébnikov, Ajmátova, Tsvetáieva, Jodassievich, Pasternak y muchos otros, ha influido decididamente en los autores de las nuevas generaciones (curiosamente, el que menos ha dejado huella es Maiakovski, el famoso poeta de la revolución). Pero quizás el que mayor magnetismo ha ejercido sea Osip Mandelstam. Incluso en muchos poemas se hace referencia directa a este poeta, que vivió acosado y perseguido por el voraz poder autoritario y que desapareció en medio de la marginación absoluta y el asedio sin límites, contra toda esperanza. Pero no pudieron desaparecer su palabra perturbadora y ambivalente, que renació después con toda fuerza en muchos de estos poetas en el cruce de dos siglos. Un claro ejemplo es, sin duda, Iván Zhdánov, quien permite entrever que ha sido un profundo estudioso del verso mandelstamiano, con todos los avatares de su escritura cifrada, con todas sus complicaciones rítmicas y métricas. Zhdánov parece entender que Mandelstam fue un obseso de la palabra, pero también del sonido y el silencio, de la mirada y los sentidos y apuesta a seguirlo, consciente de que hablar es estar siempre en camino. El eco de Zhdánov parece llegar todavía más lejos, a un poeta más joven, Arseni Zamostiánov (1977), quien hace una celebración del “sol mandelstamiano” en un tono sobrio y decisivo: “El sol mandelstamiano inspiró y recompensó/ con su luz brillante./ En la miseria acrecienta la fortaleza y el fuego./ A su lado no temo al hambre, al frío, al bochorno ni al tifo”. –

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