Hacía tres años que la niebla cubría los senderos de su memoria y las plantaciones de frijoles de Carolina del Sur en las que conoció el trabajo y el racismo durante los años 30 parecían ayer. Dicen que murió recordando esa dura infancia y olvidando casi todo el presente. “Casi”, dicen, porque nunca dejó de recitar las recetas que la convirtieron en símbolo de Harlem.
Sylvia Woods murió en julio del año pasado y dejó en herencia el restaurante más famoso de la comida sureña, Sylvia’s, adonde llegan turistas, hipsters, oficinistas y familias en busca de soul food. Y si aclaro que la mayoría de comensales son negros es porque a pesar de los viajeros con cámaras colgando del cuello, este local sigue congregando a la comunidad afroamericana. Afuera está el bulevar Malcolm X; adentro, la sensación de que la cocina le gana al racismo.
Soul food es la variante menos europea de la comida esclava que pasó de boca en boca entre los campos de algodón del sur. Menos refinada que la cajún y la creole, más cercana a la África occidental, sus platos son claramente sobras: pies, mejillas, intestinos y estómago de cerdo; rabo de ganado, peces espinosos y feos, hojas verdes y amargas. Es lo que han comido en esas tierras antes y después de la emancipación, pero si creían que el blues era el mayor legado de la cultura afroamericana al mundo, piénsenlo otra vez. Fue ahí donde el pollo frito se convirtió en pollo frito.
Ya los escoceses hacían algo similar y en Mali y Ghana hay antecedentes, pero la mezcla de harina, huevos y especias que se ha ganado los infartos de tanta gente son un asunto de soul food. Y pollo frito no es Kentucky Fried Chicken, básicamente porque cuando corre el rumor de que tienes un escuadrón de científicos diseñando engendros animales sin cabeza ni plumas para abaratar costos y maximizar la producción es que algo no estás haciendo bien. ¿Cómo un pollo sin cabeza sabría a lo que sabe este muslo de Sylvia’s? Es más, que frían la cabeza y la sirvan también. Con los ojos abiertos.
No sé si les dan masajes antes de morir, pero alguien le pone cariño a estos pollos para que conserven intacta su humedad porque pollo frito no es carne seca. Hay una cantidad de especias involucradas en la piel que parecen una adivinanza, tal vez ajo seco, tal vez paprika, porque pollo frito no es una costra con pimienta y sal. La temperatura de un bocado es la suma del aceite reposado de la piel y la carne humeante porque pollo frito no son piezas frías bajo una luz anaranjada. Y los cubiertos son una formalidad porque pollo frito jamás –insisto, jamás– es comer con tenedor y cuchillo.
Tal vez haya que agradecerle a KFC la globalización del concepto de comer pollo con las manos, al fin y al cabo, ¿quién tiene suficiente autoestima en un lugar así como para pedir un tenedor? En Sylvia’s los cubiertos dejan de ser testimoniales solo para comer wafles porque una de las herencias más disfuncionales del soul food es juntar en el mismo plato un wafle gigante, empapado en miel de arce, con una pieza de pollo frito. Fíjense que nunca he recomendado vivir al lado de un restaurante de soul food.
Uno puede pedir solo carne blanca (pechuga) o mezclarla con carne negra (muslos y alas). Es sabiduría popular que para catar un pollo frito hay que empezar por el muslo, ya que la pechuga se seca más fácil y no es tan gustosa, pero L. no me escucha y pide white meat. Para mí el asunto está claro:
Carne blanca y oscura, por favor.
Porque ahí donde hay más de un color el mundo es siempre más interesante.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.